Mis autores y hallazgos más queridos no se reeditan y, como los que de veras valen la pena, se convierten en libros raros. De preferencia los encuentro en otros países, en librerías parecidas a la descrita en Charing Cross Road. En esos sagrarios de la palabra hay libreros que se conservan vivos, casi intactos, como especies en extinción. Además de hallar lo imposible y distinguir a los bibliómanos de los bibliófilos, esta deliciosa comunidad de guardianes de libros, ilustraciones, mapas e impresos –que desgraciadamente he dejado de frecuentar- tiene la gracia de adivinar las preferencias de los lectores. No está de más aclarar que se crea un vínculo afectivo con este universo, cuyo destino final es el anaquel reservado a nuestras afinidades electivas. Así que, si uno de estos representantes de la exclusiva minoría de elegidos desaparece tengo que obligarme a practicar el desapego, desde la perspectiva budista, porque de otra manera cada despojo me provocaría un inmenso dolor.
Es importante el antecedente, porque cuando un escritor ya fallecido robó dos ediciones tan bellas como raras de mi biblioteca -una de Pessoa, otra de Rilke-, sentí el rayo. También se despachó con varios títulos más, cuyas ausencias fui descubriendo con otros faltantes que di por irremplazables. Dónde y cómo los escondía al salir de casa es una de las incógnitas sin resolver que vuelve a inquietarme cada vez que alguien se echa a saco sobre algo de mi propiedad. Por cierto, a diferencia de los ladrones ordinarios, cleptómanos como éste en particular cargan con lo que más apreciamos. Esta peculiaridad me ha llevado a creer que intencionadamente sustraen lo que más amamos o que más significa para nosotros, lo que, para agravar la falta, implica una doble agresión.
Al principio dudé de la identidad del truhán, como suele ocurrir, pero las evidencias acabaron por desenmascararlo. La calidad y el carácter de lo sustraído eran santo y seña inconfundible. Al descubrir en dedo ajeno un anillo “conocido”, diseñado especialmente para mi por alguien muy querido, inferí que también practicaba la cortesanía mediante el tránsito de objetos de lujo. No está de más aclarar que me quedé pasmada al reconocerlo. Observaba aquel dedo portador de lo que tanto aprecié durante años, pero fui incapaz de reclamarlo por timidez o vergüenza. Después no solo me arrepentí de mi cobardía, también me sentí culpable por no haberlo denunciado, a pesar de que ya se sabe que, en México, eso es infructuoso. El Fulano en cuestión era miembro del servicio exterior y ostentaba prendas de intelectual superior a la media. Mitómano afamado, tenía su corte de contertulios que celebraban sus gracias y sus desgracias. Así que, en este imperio del machismo, él reinaba a sus anchas.
Presumir de culto y melómano no le impidió, al calor de las copas, emular la bellaquería de su padre. Cuando venía a México me llamaba para visitarme, pero yo me hacía la remolona hasta que, sin previo aviso, se presentaba con flores o alguna otra cosa para avalar “su buena intención”. No conseguía eludirlo del todo. Si yo cambiaba de país, él me encontraba. Averiguaba mis datos y le daba por telefonearme a cualquier hora porque, según él, “nuestras conversaciones eran insustituibles”. Y cómo no iban a serlo, si luego supe que repetía como propias mis versiones sobre ciertos asuntos, libros y autores. En alguna etapa intercambiamos cartas, largas y muy literarias que, para mi sorpresa y disgusto, plagió y editó a discreción en sus libros publicados. Echaba mano con impudicia de lo que le atraía y jamás se disculpaba, jamás se enmendaba y jamás reconocía sus faltas. Buen dialogante, aunque abrumador y enredoso, me di cuenta de que las bajas eran puntuales y sus embustes de pies ligeros, al grado de desencadenar desprestigios. Ganaba el perdón por su amor a las letras, pero nunca se corregía. Lo corté por lo sano y durante mucho tiempo lo evité por las buenas y por las malas.
Fiel a sus defecciones, cuando ni el plagio ni mis cosas ni yo, tampoco las cartas ni mi buena voluntad estuvimos más a su alcance, desapareció para cortejar, en medio de torceduras, a la que fue mi amiga/hermana desde la infancia. Me pareció deleznable, pero explicable, porque estaba en su naturaleza no solo ser simpático para aprovecharse de los demás, sino ceder a la tentación de presumir sus bajezas. La sedujo sin dificultad y en medio de promesas esperanzadoras para una mujer que, como ella, también valoraba las letras y la experiencia en el extranjero. Duró, pero no prosperó la relación, como sería de esperar. Inevitablemente, aquello dejó una siembra de daños colaterales. La suma de enredos imposibilitó la reconciliación entre nosotras, cosa que lamenté porque las amigas son y deben ser para siempre. Solo con ellas ejercemos el legítimo derecho a compartir secretos y llamarnos a cuentas.
Pasaron los años. Abultamos nuestras respectivas historias. De vez en vez me enviaba recados e insinuaciones jamás atendidos. Sin embargo, la casualidad nos juntó como conferenciantes en un importante evento internacional. Hasta no verlo ahí, ignoré que estaría presente. Superada la tensión inicial, lo saludé “como decíamos ayer”. Me invitó a cenar. Me negué. No bien me preparaba para dormir en mi hotel, cuando volvió a aparecer, champagne en mano. Empecinado, intentó reanudar la amistad, pero ni nuestro respectiva pasión por las letras fue suficiente para sentirme cómoda. Su toxicidad parecía intocada. Hábil tejedor de engañifas su agilidad verbal, aunada a un histrionismo bien dominado, le permitió colarse en todos los foros. Así que planeaba dejar su carrera diplomática para integrarse a sabe dios cuáles proyectos promisorios en México. Cojeaba, lo noté enfermo. Se veía envejecido. Sentí accidentada su respiración y, sin requerirlo, me confesó que sufría un padecimiento degenerativo, lo cual era obvio.
Hablamos durante ocho o nueve horas de corrido. Me dio la impresión de que, después de tanto ajetreo, su vida era más complicada que la mía. Poseía una inteligencia aguda, de las que asimilan, asocian, infieren y dan en el blanco. En ese sentido, su conversación podía ser deliciosa, pero sin ocultar el filón de bellaquería que le llegaba de lejos. Me dio la impresión de que, a diferencia de los engreimientos del pasado, ya no se empeñaba en disfrazar su lado oscuro con las imposturas del diplomático de carrera. Y es que la enfermedad es en el fondo y sin excepción, un obligado ejercicio de humildad. Nos despedimos en buenos términos, pero conscientes de que estábamos lejos, muy lejos de reanudar cualquier forma de relación, por convencional que ésta fuera. Aún mentía como respiraba, pero la verdad se le salía del cuerpo a su pesar. Noté que entraba en ese estado de espíritu que anticipa un inminente examen de conciencia o algo equivalente.
A poco intentó reanudar los telefonemas desde Europa. Hablamos de Edward Zaid, de Antonio Lobo Antunes, de Alberto Manguel, de Saramago, de Octavio Paz, de Mahler… Tan difícil era entender naturaleza tan compleja que cuando unos meses después me lo encontré frente a un parque comiendo en una terraza con varios amigos, todos hombres alcoholizados, me sorprendió al pretender que no me conocía y más aún: alcancé a oír los comentarios machistas y de pésimo gusto que, a mi costa, intercambiaban entre carcajadas. Me entristecí por él, por incurrir en tan fácil e innecesaria vulgaridad en tanto y yo solo me preocupé por haberle visto el zopilote en el hombro.
Murió no sin pagar el peaje de una dolorosa agonía. Los obituarios se redujeron a torneo de elogios y banalidades. Sus dolientes pretendieron elevarlo a poco menos que genialidad en posesión de todos o casi todos los atributos: justo como en México se consagra a ciertos muertos con o sin fundamento. Llovieron testimonios y anecdotarios que lo encumbraban. Así me enteré de pasajes reales o imaginarios de su biografía. Alguno hubo, más atrevido, que se aventuró con su capacidad de mentir, pero nadie mencionó su incontrolable compulsión por robar. ¡Ah, la vida!, pensé y pasé página.
Lo recordé durante este confinamiento a propósito de una carta hallada entre las páginas de la Guía de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi. Descansaba en el mapa de Pellucidar, un continente subterráneo “cuyos lados se curvan completamente hacia el cielo”. Leí. Sonreí y comencé a escribir estas líneas.