De tanto repetirla con ligereza, la soledad del escritor se ha convertido en una figura casi anodina, sin sustancia. Hay que leer biografías para conocer el revés de los libros, la parte de la vida que se empeña en la pasión de saber. Recién concluí Hacia el infinito naufragio, en cuyas páginas el español Antonio Colinas, con una intensidad estremecedora, describe las durezas padecidas por Giacomo Leopardi, “el otro Dante”, célebre autor de Canti y –cosa curiosa en su vasta obra- también de una original historia sobre los errores humanos. Fue uno de los clásicos del romanticismo y de la poesía italiana del siglo XIX aunque, por encima de todo, estuvo dotado con una inteligencia excepcional y una pésima salud que desde su nacimiento determinó su breve destino. Víctima de una agonía lastimosa durante la epidemia del cólera que él no padeció, aunque algunos biógrafos así lo afirmaran, no llegó a cumplir los cuarenta de edad, pero dejó una obra que deslumbró a los notables de la hora e inclusive en nuestros días atrae aún la atención de filólogos, poetas y estudiosos de la literatura.
Si el genio creador es un misterio, más inexplicable se antoja el don de ver y mostrar el lado oculto de la vida, como lo hiciera el poeta italiano. La pesadumbre desesperada, característica del conde Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi, nacido durante el apogeo napoleónico el 29 de junio de 1798 en su palacio de Recaneti, tuvo mucho que ver con su mala salud y malformación ósea, pero sus testimonios sobre la severidad de sus padres y el catolicismo cerrado que lo formó sellarían una tristeza profunda que lo hizo desear la muerte. En su Zibaldone o diario de pensamientos, dejaría en unas frases –elegidas por Colinas- la imagen que tuvo de su madre, Adelaida Antici: “Yo conocí una madre que consideraba la belleza como una verdadera desgracia, y viendo a sus hijos feos o deformes, daba gracias a Dios por ello; es más, pretendía que, en vista de tales males, renunciaran enteramente a su juventud.” “Eran los tiempos –apostilla su biógrafo- en los que Leopardi –joven aún, pero ya deforme- huía de las pedradas y de las burlas de los chicos de Recanati.”
Sólo por el peso religioso de la obediencia en su naturaleza vulnerable se entiende el control que sus padres ejercían sobre él al grado de que ni a sus 21 años de edad podía salir a pasear fuera del palacio sin la compañía de sus hermanos o sus sirvientes. Mientras que su inteligencia era un hervidero de pasión e imágenes e ideas volcadas en su poesía, solo anhelaba la libertad de moverse, comunicarse con sus pares y conocer un mundo más allá de los límites impuestos por las lecturas domesticas.
Vivir con personas que pensaban de manera completamente distinta a la suya lo llevó a decir, más de una vez, que “toda vida intelectual resulta infructuosa sin el fértil diálogo”. Que moriría si no cambiaba su condición de esclavo ya que “la soledad no está hecha para los que arden y se consumen en sí mismos (... ) Si al menos pudiera cambiar de vida..”, escribiría entre lamentaciones cuando planeaba la primera de sus huidas infructuosas de casa, hacia los dieciocho años de edad, en una de sus misivas a su amigo entrañable, el escritor Pietro Giordani quien, al parecer, redactó la inscripción que se le puso a su tumba en la iglesia de San Vitale, en el camino de Pozzuoli, que decía así:
Al Conde Giacomo Leopardi, recantés,
filólogo admirado fuera de Italia,
escritor altísimo de filosofía y poesía,
digno de parangonarse solamente con los griegos,
que falleció a los XXXIX años de edad
a causa de continuas y míseras enfermedades.
Lo hizo Antonio Ranieri,
durante siete años y hasta la última hora unido
a su amigo adorado. MDCCCXXXVIII.
El primero en advertir que había engendrado un talento fuera de serie fue su padre, el erudito y archiconservador conde Monaldo, cuyo linaje se remontaba a los orígenes del siglo XIII, uno de los más antiguos de la península italiana, aunque sus prendas de nobleza no le impidieron dilapidar su herencia hasta rozar la pobreza. Sería su esposa Adelaide, descendiente de los marqueses de Antici y afamada por imponer a los hijos una severidad que rallaba en la humillación, quien se encargaría de abatir los errores administrativos del marido a fuerza cicatear hasta rehacer una parte de la fortuna de la familia, cuando Giacomo ya era adulto y a distancia, por fin independiente, en vano les rogaba apoyo financiero para subsanar “una miseria que a cualquiera avergonzaría”. No solamente jamás recibió el apoyo requerido sino que ni muerto conseguiría un gesto amoroso por parte de sus padres.
Bibliófilo él mismo y dueño de una de las bibliotecas más ricas y diversas de la hora, misma que aún puede apreciarse en su casa-museo de Recanati, un pequeño poblado de la costa adriática, en la región de las Marcas de Ancona en la provincia de Macerata, Monaldo discurría cualquier artimaña para hacerse de libros a espaldas del celo neurótico de la esposa, quien no soltaba ni el dinero ni el afecto ni las llaves. La condesa accedió sin embargo a poner en manos de los más ilustres mentores a sus hijos Giacomo, Carlo y Paolina, quienes no tardaron en llamar la atención de Sebastiano Sanchini, su primer preceptor, bajo cuya mirada Giacomo escribió sus primeras composiciones literarias, a los ocho años de edad. En su concepto de educación, sin embargo, no había cabida para valorar la libertad de pensamiento ni ninguna acción que estuviera fuera del coto de las prohibiciones religiosas, fusionadas a las familiares.
En tanto Giacomo aprendía griego y hebreo y hacia los quince de edad componía una Storia dell’Astronomia de notable erudición, se iban sucediendo los maestros para instruir a los hermanos con lo mejor de las ciencias y las humanidades. Convencido de que nadie aprovecharía mejor sus libros, el expulso jesuita mexicano José Torres -de quién aprendió el español- los heredó al morir al acervo de los Leopardi, no sin antes reconocer que poco era lo que podía enseñar a Giacomo, pues en todo su saber y su dominio de lenguas lo superaba. Y no se equivocó ya que entre traducciones tempranas del griego y del latín, ensayos filológicos y primeros poemas antes de cumplir los veinte y con daños severos a la vista a causa de dedicar más de quince horas diarias al estudio disciplinado, este sin par hombre de letras acudió al recurso de las misivas para ampliar el cerco que lo asfixiaba; sin embargo, ni en eso fue libre ya que su padre le sustraía la correspondencia para impedir que “tan malas influencias” lo sacaran de su estricto control.
Luego de tentativas fallidas de huida y no sin enfrentar enormes obstáculos familiares y económicos, pudo viajar un mes a Roma, donde conocería a sus primeras y decisivas amistades literarias. Dueño de una fecundidad admirable, una tras otra sumaba obras como las veinte primeras Operetti Morali, las diez primeras Canzoni y las Annotazioni, publicadas en Bolonia. Gracias a la invitación del editor Stella partió de Recanati hacia Milán y de ahí a Bolonia, a Florencia y a Pisa. Picado de melancolía, regresaba a casa, aunque la tensión con sus padres se fuera extremando al grado de que tenía que acudir a la ayuda de los amigos toscanos para sobrevivir y atender su creciente gravedad. En la cuarta y última carta que dicta en su vida –la del 27 de mayo de 1837, unas semanas antes de morir el 14 de junio en Nápoles, al amparo de sus protectores-, le habla a su padre de “su enfermedad, del asma que le impide caminar, descansar, dormir”. Sabe que su fin está próximo e invoca el eterno reposo, “no por heroísmo, sino por el rigor de las penas que sufro.”
Enamorado de lo imposible, según consta en Zibaldone di pensieri –traducido espléndidamente por el propio Colinas como Cantos y Pensamientos- de las tres mujeres que literal y casi accidentalmente cruzaron por su vida quedaría el motivo para escribir algunos de los poemas más bellos de la lengua italiana.
Con Hacia el infinito naufragio Antonio Colinas pone de manifiesto que la vida detrás de los libros puede ser tanto o más rica y sorprendente que el legado de cualquier escritor. Leopardi es más Leopardi, más melancólico y desesperado al grado de impugnar a Dios y abominar de la religión, después de conocer esta espléndida biografía.