El mexicanísimo ninguneo es una de las formas más viles de mezquindad y agresión psicológica. Como discriminación y menosprecio deliberados, no nos hace solamente invisibles o fantasmales, también insignificantes o no-entes a los ojos de los demás. El ninguneado es tratado como tan ínfima nadería, según el caso y la circunstancia, que queda brutalmente atravesado por la mirada mezquina del que, aun a sabiendas de que el otro es o podría ser, se comporta como si no existiera. En los ninguneos más dramáticos, Ninguno acaba reducido por debajo de sí mismo.
Tal menosprecio extremo se practica abierta y mayoritariamente como exclusión social. Sin embargo, cuando el talento y las obras están en juego, el ninguneo cursa modalidades burdas o sutiles, pero inseparables de una feroz envidia. Y es que el talento, con la belleza y la riqueza, es lo que más desea el Ninguneador que es en realidad un envidioso patológico. El fenómeno es ondulante y plural, aunque el efecto devastador recae irremisiblemente en ambos lados: en el que ningunea; y en el del agredido que llega a sentirse poca cosa e inclusive “nadie”, cuando absorbe las humillaciones.
Se necesita una sólida conciencia de sí mismo -indispensable en la formación del carácter y con más énfasis en el femenino- para que el ninguneado ni se deje convertir en Ninguno ni acepte que la ausencia de autoestima lo reduzca a Nada, sin respeto ni dignidad. Recuerdo como revelación el instante en que leí “Máscaras mexicanas”, de Octavio Paz. Como mujer, a pesar de que su análisis me pareció incompleto, vi el dibujo de lo padecido u observado cuando todavía no comprendía eso que lastimaba tanto.
Acaso superado con nuevas aportaciones, El laberinto de la soledad marcó un antes y un después en la interpretación de lo mexicano. Decisivo en mi formación, me permitió pensar -y descifrar- el machismo que campeaba de arriba abajo en la vida familiar, intelectual, política y social hasta bien entrado este siglo XXI. Bastaba ver las películas locales para comprobar lo que trasladó Carlos Fuentes a su narrativa. Al hallar piezas faltantes para entender la hipocresía y el ninguneo supe que era mi curiosidad intelectual la causa de sentirme “fuera de lugar”. Lo vi con claridad gracias a que “Alguien”, un gran escritor, se atrevió con la verdad; es decir, le puso nombre y relato a eso que hiere hasta el alma y que, en nuestros medios terribles, se practica como si no tuviera consecuencias terribles.
Leyendo a profundidad “Máscaras mexicanas” supe también que se trasmite el ninguneo como parte de la “normalidad”. Paz se aventuró con el trasfondo del disimulo y del mundo de los Don Nadie, así como con la práctica del disfraz y la costumbre de las máscaras que abultan el mar de fondo que subyace en el discutido dilema de la falta de identidad de los mexicanos.
Lo considero el más actual y notable de nuestros escritores. Aun en lo releído encuentro algo nuevo y esclarecedor, lo que me permite entender por qué era blanco de tantos ataques y envidias de sus coetáneos. No olvido cómo sus detractores pretendían ningunearlo, desacreditarlo, devaluar su obra y hasta quemar su figura en bulto, como los entonces Judas de cartón. El día que se anunció el Premio Nobel presencié en Nueva York la furibunda reacción de más de dos “muy reconocidos” que perdieron la compostura al escuchar la noticia. Monterroso gritaba en el lobby del hotel que Paz era un “miserable” y la peor persona del mundo. (Inútil decir que no se le daba el Nobel por “buena persona”, sino por su excelente literatura).
Ninguneo, mezquindad y envidia podrían integrar una trilogía de las bajezas humanas. Ante la adversidad actual del medio cultural, considero oportuno señalar que la mirada del Ninguneador sabe que el ninguneado existe, pero intencionalmente lo ignora y hace como que no es -no existe- ni produce sombra. Tampoco está, pero su ausencia/presencia es traspasada por una mirada/estilete que, en realidad, es el más efectivo instrumento del menosprecio. Así lo escribió Octavio Paz:
Sería un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la Historia.
No encuentro mejor ejemplo para este triste fenómeno que aquello que, de Jaime Torres Bodet, gustaba citar con autoridad mi querido don José E. Iturriaga: México es una llanura: el que asoma la cabeza, se la cortan.