El mito o alegoría de la caverna, incluido por Platón en su libro VII de La República, ilustra hasta dónde la ficción sustituye a la realidad cuando la ignorancia obnubila el entendimiento. No es que el hombre no piense, es que lo que piensa desde su incultura es tan errático que lo vuelve esclavo de su prejuicio. Para demostrarlo, el ateniense acude a la lección de los prisioneros encadenados. Confinados en la oscuridad de una cueva subterránea, sus sentidos están tan constreñidos como su mente y sus cuerpos. Solo ven las sombras que una leve llama proyecta en el muro y solo oyen el eco de los que pasan allá afuera. Por desconocer la luz no la añoran, pues su realidad es el mejor ejemplo de que únicamente se distingue y se nombra lo que se sabe.
Así que estaban condenados a repetir voces y sonidos que no comprendían. Carecer de conocimiento y herramientas intelectuales para procesarlo les impedía entender su esclavitud, por lo que no podían liberarse ni aspirar a algo distinto. Platón sabía también que el saber que aviva la mente, activa los sentidos, ordena y aguza la razón es el gran producto de la cultura, su más alta obra. Así y en términos ideales, es de suponer que a más refinadas las culturas mejores los hombres que se benefician de su legado, enriqueciéndolo con su mayor logro: la moral. Sin embargo los cautivos, confusos siempre, creían ver, percibir, oír y entender objetos y palabras que no eran más que barullo en su encierro sombrío.
Al no ser capaces más que de una atroz necedad, es explicable que no entendieran el entusiasmo del aventurado que consigue romper sus cadenas y salir a la luz. Así es la ignorancia: un pozo que aísla, un teatro de sombras que proyecta versiones alteradas de lo que se mueve atrás, donde impera la claridad. Platón describe a los esclavos atados de piernas y cuello, por lo que no pueden girar sus cabezas para ver más allá. Ven lo que ven –solo ficciones- y su conocimiento se limita a lo que la penumbra les muestra. El esclavo, pues, tiene que dejar de serlo para entender lo que lo separa de la libertad.
Los cautivos encadenados se miraban unos a otros sin preguntarse nada respecto de sí mismos ni por qué continuaban sumidos en la oscuridad. Sin memoria ni juicio, estaban literalmente enajenados: todo les era ajeno. El mundo y la luz les eran ajenos. Así que para ellos no había diferencia entre lo falso y lo verdadero, entre la claridad y la sombra, entre la conformidad y la curiosidad o entre la libertad y la esclavitud. Que si uno quedara desligado y se levantara súbitamente con dificultad torcería el cuello, intentaría sus primeros pasos y miraría hacia la luz. Deslumbrado y con el dolor causado por su prolongada inmovilidad, cerraría fuertemente los ojos para eludir sus atisbos y sufriría un encandilamiento que, en principio, le impediría percibir tal cual eran las cosas, cuyas meras sombras había visto antes. Ese dolor primordial, sin embargo, pronto atinaría con la recompensa, aunque Platón creía que ante la dificultad de precisar y juzgar las cosas vistas, este virtual liberado sentiría la tendencia a huir, a regresar a su estado anterior. “Curado de su insensatez”, al fin y al cabo la fuerza de la costumbre le enseñaría a ver sin deslumbrarse ni cegarse y a distinguir un reflejo en el agua, la noche del día o la luz de las estrellas y la luna.
Por necesidad seguiría lo demás, lo propio de la cultura; es decir, del cultivo: tratar de convencer a los otros cautivos de cuán inmensa y substancial es la diferencia entre las fruslerías y los objetos reales. Pero como él mismo experimentara en principio, no le creerían nada que no fuera oscuro y confuso porque eso, así, era su mundo, como nuestro tiempo horroroso, como nuestra fábula de modernidad que nos hace creer que la violencia y lo irremisible son lo único posible y real.
De hecho, inclusive los aspirantes a la luz y quienes se atreven a explorar los beneficios de la claridad viven atenazados por la enajenación de los cautivos. Ahora las frases, ecos y sombras ya no requieren cuevas para deformar la mente porque la web y los medios masivos saben que la confusión no reconoce fronteras.
La quimera del progreso ha incrementado escandalosamente la muchedumbre de prisioneros que permanecen atados en la misma posición mirando sólo hacia adelante, imposibilitados de volver la vista hacia atrás o a los lados. Vivimos rodeados de oportunidades para distinguir la luz de lo sombrío pero, caprichosa y limitada como es la condición humana, en nada o casi nada se ha modificado la situación descrita por el filósofo: entre el fuego y los cautivos hay un camino eminente flanqueado por un muro, semejante a los tabiques que se colocan entre los charlatanes y el público para que aquellos puedan mostrar las maravillas de que disponen.
Tanto la resistencia a aceptar lo real como la indisposición a ordenarse son más difíciles de desarraigar que la gracia de apreciar la claridad. Hay que acostumbrarse –dice Platón- a distinguir los fulgores para poder ver siquiera una sola de las cosas que de pronto modifican la tendencia del esclavo a igualar y reducir lo distinto. Y para deslindar la noche del día y además entender su función en las relaciones entre los sucesos que intervienen en el destino, se debe aprender primero a contemplar: observar, asociar y conocer nuestro ámbito para emprender, desde el fundamento del saber, la búsqueda de causas menos visibles de cuanto nos afecta, nos atañe, nos identifica, nos dota de sentido y nos envuelve. No se equivoca el ateniense al asegurar que el conocimiento libera. Ningún otro instrumento permite comparar, discriminar y establecer diferencias, empezando por las de la esclavitud y la libertad.
Contrario a la confusión cavernosa, supuso Platón que sin el gobierno de la razón el exceso de luz provoca alucinaciones y, a veces, también locura cuando no se asimila adecuadamente. Hay que insistir, por ello, que en la inteligencia educada están la respuesta y la virtud. Lo cierto es que a las masas más indefensas se las aturrulla con altísimos decibeles, se les bombardean imágenes, colores, necedades, publicidad, promesas y ríos de datos que, paradójicamente, no transforman su ignorancia, sino que incrementan su confusión.
Si en vez de claridad se agregan nuevas sombras y ecos al de por sí oscuro estado de naturaleza, el resultado es lo que hay: incertidumbre, horror enajenante y autodestrucción. En este enredo lo negro es blanco, la tiranía democracia, la persecución justicia, la sinrazón razón, el retroceso progreso, la brutalidad justicia, lo esperpéntico bello… Estamos inmersos en el juego del revés, cuyas leyes invierten el significado de los propósitos, los actos y las palabras. Sometido a realidad tan cavernosa, el mundo globalizado remonta la supeditación de los prisioneros que prefirieron conservar su esclavitud al riesgo de la libertad.
Padre del idealismo, Platón supuso que los hombres de naturaleza mejor dotada debían emprender la tarea de fundar, sostener y vigilar el Estado. Contemplar el Bien –insistió- se contaría entre sus imperativos: “Ascender hacia la luz y contemplar ellos mismos suficientemente”. De este modo, mediante el beneficio de la razón, podrían persuadir a los remisos de emprender su ascenso liberador por no hay nada más que transforme y dignifique el destino.