La cultura es el saldo de lo humano, su hechura. Entre lo popular y lo singular se establecen sin embargo las jerarquías. Empezando por la invención de sus dioses, los modos de honrarlos y ejercer y acatar el poder, el carácter de cada pueblo se conoce por tres expresiones del espíritu: el pensamiento, la devoción y la estética. En lo primero, el misterio envolvió el estallido de mentes prodigiosas en geografías tan disímiles como Grecia, Roma o China en la Antigüedad, cuando se gestaron las grandes civilizaciones de Oriente y Occidente. Ritos, liturgias, mitos y credos abultan desde entonces grandes capítulos de la historia universal, en general enredados a conquistas y sistemas de dominio. Y en cuanto a la estética, no hay mejor espejo ni más perdurable que el que consagra lo bello, lo grato y la grandeza. Dicho de otro modo, el arte trasciende lo gestado entre el sueño y la vigilia para convertirse en una expresión única y sagrada del ser.
No hay régimen ni gobernante que no exhiba su calidad moral mediante la de artistas, pensadores y científicos que distingue o privilegia. Lo semejante, pues, atrae a lo semejante: De Gaulle y Malraux; Mitterrand y Raymond Aron… Y así sucesivamente hasta caer en la sobrepoblación de correspondencias abominables. Odiar, temer, perseguir, corromper, coludirse, fomentar la alta cultura o rivalizar con el poder de crear, pensar o criticar son características frecuentadas en las controversiales relaciones entre políticos e intelectuales.
Precisamente porque no hay mejor manera de conocer la identidad, los ideales, la libertad o el estado de sujeción de los pueblos, historiar la cultura resulta tan fascinante. Y en eso la mexicana, desde los mayas y las legendarias cuevas de Chicomoztoc hasta el imperio financiero del CONACULTA y la administración caprichosa de “becas”, ofrece un largo, muy largo anecdotario sin el cual es imposible resolver desde el trillado dilema de la identidad, hasta el estigma de la derrota y la ancestral incapacidad de aceptar la verdad (consignada primero por Ramos y argumento/eje de Paz en El laberinto de la soledad), que perdura con nuestra imposibilidad de tener gobiernos dignos, confiables y eficientes.
Hace libros y años estudio la serpentina relación entre el poder y las letras. No dejo de sorprenderme cuando miembros de la “alta cultura” se quejan de la conducta abyecta o la indiferencia con que son tratados por políticos y burócratas en general. Entre que la hora ha modificado los términos del proteccionismo y los comentaristas de todo y opinantes improvisados se han echado a saco sobre la que fuera joven e invaluable conquista de la crítica, el México “de la pura verdad” por fin muestra su rostro sin temor al “dardo de la palabra”, al juicio necesario del intelectual y, sobre todo, a la capacidad de seducción que, todavía en el pasado inmediato, ejercía el lenguaje como instrumento de subversión, protesta, rebeldía y esclarecimiento de la realidad.
Los días de Vasconcelos y Lombardo, de Paz, Cosío Villegas, García Cantú y sus correlativos regímenes y gobernantes…, con sus asegunes y peculiaridades, eran los del autoritarismo ejercido de lo privado a lo público y de lo público a la intimidad enmascarada. La autonomía moral de intelectuales y periodistas era tan relativa como discrecional la acción electiva del “Ogro filantrópico” que, desde el poder absoluto, distribuía a capricho premios, distinciones, castigos, canonjías, congelamientos o muertes civiles.
Al burocratizar la cultura e institucionalizar las dádivas, el proteccionismo y su complementario repudio en contubernio impusieron un cambio visible no solo en los estilos de gobernar, sino en los modos de tratar a los “exquisitos” que de antemano repudiaban los políticos; y estos, a su vez, los creían necesarios, al menos para legitimarse o no ser condenados públicamente. El neoliberalismo trajo consigo una muy incipiente democratización que no tardó de demostrar a ambas partes que ya no eran interdependientes, atractivos ni útiles entre sí y que en adelante tendrían que encontrar sus propios rumbos para que cada quien hiciera lo que les corresponde: algo irrealizable aún dado el estado de la sociedad y los vicios arraigados en los modos de gobernar, en las instituciones y en los medios de difusión cultural que no dejan de actuar como sistemas de control, aunque mediante procedimientos menos burdos, al menos en lo aparente.
Entre la agitación que llevó a Fox a la Presidencia y la descomposición de la sociedad, varió la función de los escritores. A partir de entonces ni contribuyen a la buena administración ni son requeridos en calidad de consejeros, dialogantes y cuanto les permitiera acceder a las nóminas, a los favores o pagos a la sombra. Ahora, en plena independencia forzada por la circunstancia, corresponde al intelectual hacer de escalpelo de la administración, aunque los medios tienden a menospreciar el valor de “la corona del juicio” como Reyes definiera la crítica. Así, tanto el pensador como el científico y el artista deben aprender a expresarse en un campo minado por intereses monetaristas para hacer valer “la tradición de la ruptura” a la que tanto se refirió Paz cuando no era tan visible, radical ni imprevisible tal aventura.
Precisamente por el poder electivo y discriminatorio del CONACULTA ahora es impensable, para bien o para mal, cualquier réplica de los que fueran dueños, patriarcas o tlatuanis de la cultura. Su poder real era puente hacia el poder/poder del sistema, de las academias y aun de editoriales y medios de comunicación. Muerto Paz y abatido el régimen que lo encumbró y lo temió, este dominio personal pasó a manos de burócratas con o sin estilo, pero carentes de estatura intelectual y prendas equiparables a las de aquellas individualidades.
Gracias a la coyuntura política y tras pertenecer a la tradición de escritores diplomáticos, solo Octavio pudo discurrir –y presidir- un desfiguro genial, como fuera su “República de las letras”: réplica enriquecida con imaginación poética del presidencialismo absoluto que una y mil veces criticó y aprovechó de todos los modos posibles, inclusive para escribir sus brillantísimos ensayos. No hay ejemplo más acabado de esta atractiva y compleja dualidad entre el poder y las letras que el contradictorio anecdotario que atrapó a Paz en su laberinto.
Y allí precisamente, en la intersección de los poderes políticos y del pensamiento, es donde mejor convergen la fortaleza y las debilidades del mexicano. Si durante el XIX fue imprescindible la tarea de periodistas y escritores en la creación y defensa de la República, el México posrevolucionario no dudó en llamar a intelectuales para ocupar puestos de importancia. Unos como funcionarios, otros creando instituciones, más allá asesores o diplomáticos, expertos en esto y aquello, los letrados –hombres en su totalidad- formaron legión para construir un país moderno y urgido de ensanchar a las clases medias. La ignorancia y la improvisación eran tan alarmantes hasta muy avanzado el siglo XX que para gobernar una sociedad en harapos fue indispensable, por consiguiente, apoyarse en quienes estaban en posesión de cualquier nivel de cultura.
Del vacío educativo mayoritario, por consiguiente, procede el ceñido y contradictorio vínculo entre el poder y las letras: más estrecho y significativo cuanta mayor la presencia social de los escritores, de los políticos y de lo que pronto sería costumbre entre funcionarios en ascenso. La segunda etapa de esta colaboración de amor/odio entre el pensamiento de preferencia crítico y el poder consistió en fusionar la política con la escritura de asuntos políticos o históricos: una aventura peculiar -con excepción de Reyes Heroles y su Liberalismo en México- de la que no saldrían ideólogos ni grandes políticos y menos aún escritores notables, pero sí representantes de generaciones mejor formadas que no dudaron en demostrar que para estructurar un México a la altura del siglo XX debía profesionalizarse el difícil arte de gobernar.
En esta revoltura de burocratización de la cultura, partidocracia, retorno degradado del sistema, descenso del periodismo de calidad con sus excepciones, marginación de la inteligencia a cambio de ponderar la opinocracia, los memes y el lugar común entronizado en redes sociales, México ha ganado en corrupción, mediocridad y cinismo lo perdido en calidad de la inteligencia y presencia social de las individualidades. No es que no exista, es que la política cultural retrata al régimen que la inventa y la sostiene en un México que aún aguarda una verdadera democracia.