Detalles sin importancia para López Obrador: leer para conocer el mundo, la vida, a uno mismo y lo distinto y ajeno; hacer cuentas para entender la propia posición respecto de lo que resta, suma, divide y multiplica en la sociedad y entre los países; y luego el resto (música, teatro, ecología, ciencias…), que ni siquiera merece atención en el México dominado por la violencia y con miles y miles de asesinatos, desaparecidos y humillaciones que llevamos como señal en la frente. Eso es lo que hay en vez de formar personas dignas, respetuosas, solidarias, responsables y diestras en el desempeño de un trabajo que no solo redunde en salario justo, sino que ofrezca bienestar familiar equitativo y no privilegiado.
Al mirarse a sí mismo y reconocerse, todo pueblo ha prefigurado su modelo social, desde la noche de los tiempos. Me niego a creer que la violencia es el resultado del nuestro. Aún se habla de la egogé o tremenda disciplina espartana que, de los 7 a los 30 años, formaba a los hombres para la guerra bajo una disciplina estricta. Por cerrada e intransigente, la egogé se volvió contra ellos y desaparecieron. A las niñas se las dejaba en el hogar a cargo de la madre, obligada a trasmitir las funciones femeninas complementarias. De Grecia a Roma, de Egipto a Alejandría o de India a Persia hubo modelos formativos de la identidad, la aspiración y el carácter cuyos resabios malos, buenos o regulares, perduran en sus fundamentos culturales. Todavía son notorios esos saldos en los modos generales de ser y conducirse; es decir, se reconocen por quiénes y cómo son, a qué aspiran y cómo integran (o no) sus sociedades.
Las poblaciones prehispánicas -los incas, por ejemplo- no se sustrajeron de esta necesidad de crear ideales, construcciones espléndidas y condiciones de orden, convivencia y desempeño social. De hecho y a pesar del feroz propósito colonial y católico de borrar todo indicio de costumbres y culturas locales, sabemos cuan rigurosa era la educación entre los aztecas tanto en el Calmecac, dedicado a formar a los nobles para el sacerdocio y los altos mandos como el Telpochcalli, reservado a los niños de clases inferiores. Todos estudiaban escritura, matemáticas, lectura y el movimiento de los astros, seguramente entre un compendio de habilidades y oficios que aplicaban a partir de los 15 años de edad en sus calpulli o barrios que también imprimían carácter y deberes.
Cito lo anterior porque en una sociedad tan desestructurada como la mexicana actual, sin ideales cívicos ni modelos formativos ni aspiraciones ciudadanas consecuentes con un estado republicano, lo visible es el poder de la delincuencia armada para adueñarse de nuestro destino social y político. Agréguese lo demás: degradación de las instituciones, empoderamiento político, económico y social de las fuerzas armadas; resentimiento social, falta de oportunidades vitales, niveles educativos y sanitarios por los suelos, el derecho a la salud tan abandonado como el cuidado del medio ambiente, la salud y la protección infantil y, en suma, la inexistencia de un estado de derecho cuyo deber priorice el bienestar y la seguridad de las personas, sin distingo de clase, edad, sexo o situación general.
Que no comprendan los textos los escolares ni sepan rudimentos aritméticos confirma las deficiencias tanto de la enseñanza como de la sociedad. La situación de los adultos, en mayoría, tampoco está para presumir. Todo ha ido a peor en el gobierno vigente porque antepone el repudio a la inteligencia educada, el resentimiento social a la equidad y el desprecio al rigor educativo y al pensamiento crítico. Impedir el fomento de ciencias y artes para encumbrar la propaganda es una infamia. Cualquier autocracia es indigna por naturaleza. Pero en eso estamos.
Los bajísimos resultados nacionales, arrojados por el último informe PISA, por supuesto que importan: son espejo de la situación que guarda la enseñanza local y medida de la realidad comparada con otros países. Decir que no importan los supuestos criterios “neoliberales” es tan inaceptable como amañado e irresponsable. Para nadie, nunca, ser ignorante y marginado puede ser motivo de orgullo. Tampoco se pueden ni deben confundir la obviedad con el cinismo ni la mentira y la manipulación con el arte de gobernar. Eso de “divide y vencerás” que tanto Julio César como Napoleón aplicaron como técnica de dominio es lo más antidemocrático y peligroso que puede existir en el siglo XXI. Se aplica en Nicaragua, en Venezuela, en Cuba, en México… y en montones de países atrasados, cuyo dirigentes, para afianzar su autocracia, rompen las estructuras institucionales, fomentan el resentimiento social, anulan a los opositores y entre laberintos verbales crean una oratoria basada en la demagogia, en la sin razón y en la cínica autocomplacencia.
El odio en boca de la clase gobernante también se manifiesta al prescindir de los altos valores formativos de la sociedad; valores democratizadores que a toda costa debe defender el Estado. Pues ¿qué otra cosa se propone un modelo educativo que lograr mejores personas? No hay cómo ponderar como provecho social y político algo tan bajo como ser rehénes de la delincuencia organizada y víctimas de la injusticia, de la desiigualdad social, de la ínfima educación de las mayorías, de la inseguridad y de la falta de garantías vitales. ¿Cuándo, cómo ocurrirá el milagro del despertar? No olvidar que la pandemia fue mundial. No hay excusas.