Por devoción o por voto, hay indicios de que los cristianos comenzaron a peregrinar en la Baja Edad Media hacia sitios consagrados. Jerusalén fue durante siglos el sagrario por excelencia. Sin idea del regreso, carentes de bienes y expuestos a lo que la fe o el destino les deparara, los palmeros sobrevivientes consumaban su largo vía crucis arrodillados frente al Santo Sepulcro. El día después quedaba en manos de Dios. Cuanto más se agotaban las tierras y asolaban los males, mayores y más frecuentes eran los desplazamientos masivos, de preferencia liderados por figuras mesiánicas que entremezclaban religiosidad y conflictos sociales.
Ante la necesidad de multiplicar referentes sacrosantos, la tumba de san Pedro convirtió a Roma en meta occidental del peregrinaje. Los romeros eran acreedores de las mismas indulgencias plenarias otorgadas a los palmeros en los santos lugares. Se podía lucrar para sí mismo o aplicar a los muertos la remisión ante Dios de las culpas cometidas. Se esperaba, además, que ocurriera siquiera un milagro, aunque no morir en la aventura ya fuera de suyo un prodigio. En tiempos en que el catolicismo se encontraba amenazado por el Islam y luchas territoriales, los beneficios prometidos eran infinitos: expiaciones súbitas, vías de redención, manifestaciones divinas o de santidad y arrebatos místicos tan memorables como los de Joaquín de Fiore.
Debido a las malas condiciones reinantes, solo la escatología milenarista podía atreverse con tales desplazamientos multitudinarios. Por analogía de los grandes movimientos migratorios actuales y con la relatividad obligada, no es difícil imaginar los peligros que acechaban a cientos o miles de harapientos entregados a la mendicidad y a la rapiña, mientras avanzaban esperanzados en experimentar lo sagrado. En el mejor de los casos recibían el auxilio caritativo de monjes y aldeanos, pero los albergues eran insuficientes y pobres los recursos disponibles, aun para los lugareños. Desde los primeros pasos quedaban expuestos a tremendas vicisitudes durante meses y a veces años de vagar por rutas inhóspitas. Agréguense los efectos de las Cruzadas, las supersticiones, problemas lingüísticos aunados a la ignorancia, enfermedades, embarazos y nacimiento. Era sin embargo tan apreciada la recompensa prometida que, igual que la práctica respectiva de otros credos, no se concebía la espiritualidad sin peregrinar siquiera una vez en la vida.
El mercadeo de reliquias, distintivo de todo el Medievo, estaba en apogeo. Podían comprarse gotas de la leche de la Virgen María o de la sangre de Cristo. Eso, por decir lo menos, porque lo común eran astillas de la cruz, espinas, pañales del Niño Jesús, fragmentos del Santo Sudario, uñas, dientes o partes del cuerpo de santos, restos del pan de la Última Cena y Santos Griales por montones: solo la codicia de los mercachifles se equiparaba a la fe ciega de peregrinos que, nada más por seguir con vida, ya podían tomarlo como milagro.
En andaduras en las que todo era posible, no podían faltar el sinfín de historias de conversión, estallidos emocionales ni transformaciones radicales de la personalidad. Como nunca se acreditó el poder de la oración y, más que meditar o valorar el silencio, los caminantes cantaban, peleaban, realizaban mortificaciones del cuerpo y hacían cuanto, en escala, se observa entre nosotros durante las peregrinaciones anuales hacia el santuario de la Guadalupana. El prolongado encarnizamiento de las Cruzadas hizo sin embargo insostenible la hazaña de siquiera aproximarse a los lugares sagrados. Aunque escoltados por caballeros templarios y protegidos en hospitales, refugios y monasterios construidos para esos fines, los fieles devotos eran atacados por bandoleros, infieles y hasta por combatientes afamados por su ferocidad. Así que no quedó más remedio a la jerarquía eclesial que discurrir alguna alternativa simbólica para que no se afectara el culto ni los fieles devotos tuvieran que renunciar a los peregrinajes rituales.
Y allí estaba el referente del apóstol Santiago, “el primer peregrino de la historia”, con todos los elementos, sagrados y profanos, para crear una ruta que no solamente atrajera la atención de los creyentes, sino que consolidara la resistencia armada al poder musulmán de Al-Andalus que tanto preocupaba a los reinos cristianos de la Península. En la abultada población de advocaciones y santos que presiden cultos inamovibles a lo largo de siglos, pocos en el mundo podrían competir con las atribuciones del Señor don Santiago, Jacobo o Jaime, según los usos y lenguas locales.
No es casual que durante la regencia de Alfonso II El Casto, en la primera mitad del siglo IX, se produjera el milagroso descubrimiento de su tumba. Inmersos en las luchas internas contra “los moros” que, como se sabe, no concluirían hasta la caída de Granada, en el simbólico 1492, era inminente alentar a la feligresía con algo extraordinario y capaz de elevar la religiosidad. Según datos consignados en la Concordia de Antealtares (fechado en 1077), primer documento sobre el hallazgo y sus subsecuentes prodigios, el suceso ocurrió en Solovio, en el bosque de Libredón, donde Pelayo, un humilde ermitaño, observó resplandores misteriosos durante varias noches. Al describir lo sucedido a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, éste determinó –y así lo informó al rey Alfonso- que “el Campo de Estrellas” indicaba el sitio donde estaba el Arca Marmárea en la que yacían los restos de Santiago el Mayor y sus discípulos Teodoro y Anastasio, a quienes en breve se honraría con la construcción de una iglesia.
Señalada por la revelación de rigor, la tumba del discípulo preferido de Jesús se localizó en un punto ideal, entre la magia y el simbolismo astronómico que, de tan perfecto para transformarse en santuario, era de creer que solo el Señor pudo haberlo elegido. Renombrado Compostela (Campo de Estrellas) desde ese momento, el lugar era lo más cercano a Finisterre, el extremo occidental de Europa, y precisamente la Vía Láctea sería el indicador inequívoco del camino para la cristiandad, desde cualquier rumbo del Continente.
Desde los agitados siglos IX y X, en los que no faltaron enfrentamientos políticos ni religiosos, el santuario asturleonés de Santiago de Compostela se consideró uno de los puntos con mayor magnetismo de la Tierra. Tal fue la atracción que ejerció desde sus orígenes, que en el año 899 Alfonso III el Magno ordenó la construcción de una gran catedral para alojar las reliquias del apóstol. Hábil si las hubo, tal decisión compartida por sendos monarcas leonés y asturiano contribuyó a hacer del santo patrón el abanderado de las fuerzas cristianas en contra del dominio de Al-Andaluz. En torno de su nombre proliferaron mitos y leyendas insólitas que, por sentado, contribuyeron a extender su prestigio como el gran unificador de España. Precisamente a la voz de “Santiago y cierra España”, de él llegó a asegurarse que siempre armado sobre el caballo, tal como se le representa hasta la fecha, intervino en la sangrienta batalla de Clavijo y no paró de abatir “infieles” hasta la última contienda.
A partir de 977, cuando Almanzor destruyó Santiago en pleno dominio del califato de Córdoba, aunque respetara la tumba por su alto valor espiritual, se hizo tan expansiva la fama milagrera del santo que la afluencia de peregrinos obligó a los reyes a construir no solamente una catedral románica que reflejara la significación del sitio, sino puentes, hospitales y hasta una ruta consagrada por el Papa Calixto II. El sagrario se hizo invaluable para la cristiandad y un privilegio tutelado por la jerarquía eclesial. De ahí que el Papa Alejandro III concediera en 1179 la bula Regis Aeterna, que determina Años Santos o Jubilares a aquéllos en los que el 25 de julio, día de Santiago, caiga en domingo; es decir, cada seis años.
La traza primitiva de aquella ruta, olvidada durante siglos, se recobró en 1993 para habilitarla, gracias al fondo de la Comunidad Europea, como alternativa económico-religiosa para compensar a los campesinos afectados por las nuevas reglas del mercado. Desde entonces identificado como “Camino Francés” o “Ruta Jacobea”, este es uno de los peregrinajes más frecuentados, importantes y mejor diseñados de la modernidad.
Llena de anécdotas antiguas y modernas, la historia del Camino de Santiago es tan fascinante como la experiencia de realizarlo a pie y despojada de todo artificio, como los remotos creyentes. Aunque las otrora codiciadas indulgencias plenarias hayan perdido valor, en la actualidad no hay peregrino que no se aventure con un propósito espiritual, aunque no por necesidad religioso. Para el budismo, el camino implica una progresión hacia el despertar mediante la práctica de perfecciones tales como disciplina, paciencia, energía o meditación: justo lo que, a querer o no, se va manifestando al ritmo del paso a paso de quien decide poner una pausa en su vida para mirarse y mirar sin expectativas, abierto a lo que el trayecto le dicte.
En mi caso, la fidelidad al Medievo me hizo elegir esta ruta que une cualquier sendero de la vieja Europa hasta el Atlántico o “Tumba del Sol”, que ilumina la maravillosa geografía de Finisterre. Deseaba además conocer la senda romana de Burdeos a Astorga, colmada aún de vestigios relacionados con la acción expansiva de Carlomagno; y, muy especialmente, ir en pos de un mito diverso, múltiple y sembrado de huellas enriquecidas durante casi 900 kilómetros que, iluminados por la vía láctea, separan Saint-Jean-Pied-de-Port y Roncesvalles de Compostela; y, de ahí, tras asistir a la infaltable ceremonia de bienvenida en la Catedral, al Finisterre obligado; es decir, una andadura de Este a Oeste, desde los Pirineos hasta el término territorial de Galicia: fin occidental de la Península y del Continente, del que los celtas afirmaran que era el sitio más próximo a la remota y mítica Atlantis.
Nostálgicos y herederos de su legendario esplendor, fueron precisamente los celtas quienes indicaron, con el auxilio de las estrellas, el lugar dónde supuestamente subyace la Atlántida. Que de ahí procede una poderosa fuente de energía cuyos signos de agua, tierra, cielo, horizonte y civilización perdida convergen donde el ocaso y la aurora se juntan. Eso explica que, centro y eje radial, la luz en Finisterre produzca un deslumbramiento poético: resplandor que lenta y premonitoriamente, como adueñado de lo sagrado, se disipa entre la claridad y la bruma empecinada en mostrar -y paradójicamente velar- un verdadero portento. De pronto se van, se pierden el albor y el color, pero en nada disminuye la plenitud que vivifica y transforma el ser interior.
En los peñascos de Finisterre y ante el paisaje marino, vi la luz sin cobijo, como inmensidad sin horizonte. Término, continuidad y comienzo, el Camino –o el mito de este camino- se manifestó como un des-nacer; algo parecido a un proceso de ser no nuevo ni distinto, sino renovado por el andar de atrás adelante, de Este a Oeste y de orilla a orilla. En mezcla de coraje, curiosidad, deleite y sensatez, me entregué no al esfuerzo físico, sino al valor que, paso a paso, debí acumular para avanzar sin caer y sin confundir el sendero en recodos y puntos tortuosos. El miedo a lo desconocido, la incomodidad de la mochila y la tentación de acortar la etapa prevista no fueron los únicos y ni siquiera los principales obstáculos porque en casos así, donde priva el silencio, la mente se encarga de atenazar por donde menos se espera.
Lo que se dice miedo, casi nunca lo tuve, salvo en una jornada en que, sin trazas de amanecida, sin Luna ni parpadeo de luceros, me aventuré fuera de las murallas de un pequeño poblado con olor a pimiento asado llamado Los Arcos. Linterna en mano, salí del pueblo creyendo que no me intimidaba oscuridad tan cerrada; sin embargo, antes de transcurrir el primer kilómetro, el cuerpo resintió las malformaciones de mi cultura femenina y mexicana, aunque mi propia naturaleza me impeliera a seguir, convencida de que nada habría de ocurrirme. “Nunca desafiar mis límites”, me dije en susurro. Luego, atenta al recuerdo de lápidas, sepulcros, nombres con fechas y nichos funerarios de muertos en el camino, agregué que ninguna temeridad me convertiría en uno de ellos. Y seguí…