Durante la agonía del Centro Mexicano de Escritores, del que fui becaria en uno de sus peores capítulos, le oí decir a Salvador Elizondo que a él todo le importaba un bledo. Que hubo una época en su vida en que podía escapar del mundo escribiendo novelas; y que después, ni eso. Sin dejar de estar con “los que eran”, no se sintió parte de una generación ni de un país ni de nada. No aclaró si su afición por los chinos y algunos clásicos lo situó en un horizonte intelectual que solo él distinguía, pero ostentaba su formación como pendón de singularidad. Y la tuvo. Ataviado con obligado sweter, saco y corbata, parecía extemporáneo de un internado extranjero. Fumador empedernido, a pesar de su aspecto nunca reprimió su tentación de lanzar juicios demoledores sobre éste o aquél escritor, político o periodista. Indiscreto, no se limitaba al ponderar su afición a la marihuana con Roberto Vallarino. Intercambiaban comentarios casi adolescentes sobre las bondades de la yerba sin reparar en que, al menos allí, no escandalizaban a nadie. Aquellas sesiones eran cosa de hombres. Su inocultable repudio a las mujeres creó un abismo entre nosotros, aunque mi obligada invisibilidad no impidió que yo reconociera la calidad de su escritura ni que a solas descifrara cuánto, dónde y cómo estaba absorbido por Joyce, por Rulfo, De Quincy, Schwob, Borges, el I Ching... Lo leía y al punto lo adivinaba. Disfrutaba su prosa, pero no su presencia.
Su conservadora candidez lo agraciaba. Era feo, su voz horrible y peor su manera de comprimir palabras desde la garganta. Todo cambiaba cuando a veces su coheterío se disipaba y dejaba en libertad una fusión de talento y lecturas. Su trato efímero me enseñó que debemos relacionarnos con los libros, no con sus autores. Aun así, lo leía y lo observaba. Que le horrorizaba ver cómo se paraliza la ciudad ante un juego de fútbol porque “es sintomático del espíritu de la masa…” Tuvo razón: ninguna hazaña intelectual ni un premio Nobel compiten con un futbolista en el imaginario popular. “Nada qué esperar de esta civilización”. Además –agregaba en tono doctoral con su voz gangosa y desagradable-, “el trato que se da al escritor en esta tierra es deplorable”; y peor si escritora. La condición femenina le tenía sin cuidado, al grado de que no camuflaba sus raptos de ira contra otra mujer que por sabe dios qué razones sustituyó al becario que fue expulsado por defender a puñetazos sus bodrios porno de las burlas de Vallarino. Las reuniones semanales llegaron a balancearse entre la comicidad y lo grotesco. No obstante, persistí hasta el final: eran lecciones del revés y, en cierta forma, me divertía aunque me enojara su ambiente adverso. Sin que mediara amistad entre nosotros, pues la mutua antipatía era obvia, oír a Salvador me situaba en la posición del testigo participante: una oportunidad para asomarme a la materia de que estaba hecho un escritor que, a pesar de la propaganda izquierdosa de la hora, agitaba el banderín de “la literatura por la literatura misma”.
El trío de “tutores” no podía ser más desigual ni inútil, por descontado: Juan Rulfo, Francisco (“don Panchito”) Monterde y el propio Elizondo. Juanito fumaba sin alterar su silencio emblemático. El senil don Panchito, autor de un texto sobre el emperador de la silla de oro, asentaba o negaba con la cabeza; a veces, se atrevía con comentarios insustanciales. Ni falta que hacía “crear” una ilusión de taller literario porque Elizondo, de la llegada a la despedida, no paraba de increpar ni denostar. Concentrado en su tema favorito –él mismo-, apostaba por la literatura pura y yo, mientras tanto, pensaba en Schwob y sus relatos prodigiosos. No obstante, gracias a Elizondo supe de qué se tratan los corredores por los que se somete y humilla a los escritores. Abominaba de los trabajos alimentarios por las mismas causas que decía detestar las manifestaciones de lo popular y la cultura de masas. Su indeclinable intención de escandalizar con anécdotas y adjetivaciones sexuales mentalmente me remitía a Malraux: “Lo que pasa, es que no hay madurez…”
Eran meses para mi difíciles. Consideré mi acceso al CME como buen augurio: conocer a Rulfo, conversar con Elizondo, compartir intereses con quienes pertenecían al exclusivo club del arte de la palabra… Temor y temblor: nada que ver con la realidad. No tardé en regresar al continente que yo deseaba habitar. Línea a línea Char, Malraux, Dinesen, Yourcenar, Borges, los trágicos, etc., me jalaban a lejanías inconciliables con aquel entorno. Necesitaba entender lo que bien sabía la peculiar Baronesa Karen Blixen: “En verdad llevamos máscaras según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso”. A juego con transformaciones anímicas y su extravagancia implícita, Karen/Isak/Sherezade también declaró algo que nadie, hasta hoy, se atrevería a refutar: “Tengo tres mil años y he cenado con Sócrates”. Su gracia me hacía sonreír y su anecdotario me parecía tan delicioso como su narrativa: todo lo contrario de la inexistente levedad de mis coterruños. Por contraste de mi búsqueda de biografías clandestinas, confirmé que la máscara es la segunda piel de los mexicanos. Ocultar el rostro tras la mueca es un hecho tan insoslayable, antiguo y cotidiano que tenía que entender para aventurarme en esta cultura. Y el azar me ponía al autor de Farabeuf y de su Antología personal nada menos que al lado de Rulfo para que me balanceara entre sus extremos inconciliables.
En cierta forma, Elizondo prescindía de máscaras o mejor aún: su yo aparente coincidía con el hombre antifemenino y grosero que anidaba en su alma y disfrutaba exhibir. Sospecho que cultivaba a su propio personaje y que hacía lo posible por convencernos de su originalidad. En realidad, era aburrido. Creo que no logró un modelo tan acabado como el de Elena Garro, autoengendrado a costa de Octavio Paz. Provocador, desafiante, cínico y de frases lapidarias, Elizondo ventilaba repudios como hallazgos intelectuales: insuficiente para ser “un carácter”, como diría Unamuno. Se afanaba en exhibir su conservadurismo. Por su actitud supuse que el malogrado Vallarino deseaba para sí un destino similar, pero murió joven.
En contrapunto del anodino don Panchito y del silencioso Rulfo, quien mordía frases ininteligibles con el eterno cigarrillo encendido, sin fijarse en donde caía la ceniza, Elizondo era locuaz y majadero con las mujeres. Consideré teatral su impudicia y su reiterada descripción de cómo había quemado su biblioteca en un arrebato de celos. No obstante, aprecié su amor por las letras. Al menos estuvimos de acuerdo en la admiración por Pedro Páramo y el cariño que profesábamos por Rulfo. Mis antecesores becarios tenían por fundamental el CME en su formación, pero a mi me tocó su decadencia. Años después recordé la experiencia y en particular a Elizondo durante un largo viaje a la India y Nepal. En Delhi o Jaipur, de Puri a Kerala o de Bombai al sagrado Lago Pushkar advertí que mientras el porvenir para Rulfo era repetición fabulada del pasado, el tiempo de Elizondo iba de aquí para allá en giros impredecibles, como reloj sin hilo conductor.
La distancia ayuda a ver de otro modo lo mismo. Hay que alejarse para adquirir perspectiva. Desde aquellas regiones gobernadas por múltiples deidades, fuerzas oscuras, energías kármicas, misterios, voces, castas, doctrinas y mensajes crípticos, la compasión se infiltra al doble sentido de lo humano y lo inhumano. Asumir la extranjería nos permite deslindar y entender a los otros. Comprendí que aquel subcontinente trasmite una energía tan densa como la mexicana. Cuando menos lo esperamos un nuevo sentimiento nos sorprende. Así la piedad. Allá vi de golpe la dificultad de ser escritora en este ámbito tan adverso al conocimiento como a la condición femenina. Y en eso tuvo mucho que ver aquella difícil iniciación comandada por Elizondo en el CME.