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De la abyección a la infamia: así puede resumirse -y titularse- la historia de este capítulo negro de nuestra cultura. Hay muchos indicadores de la violencia y el atraso secular de los mexicanos; sin embargo, el espinoso ejercicio periodístico representa con exactitud la prolongada incapacidad del Estado para impartir justicia, garantizar derechos y libertades e impedir que los criminales tiranicen a la sociedad.
Los asesinatos impunes de periodistas en tan breve lapso han descubierto la brecha cenagosa que separa a gobernantes, instituciones y gobernados. Con la delincuencia entronizada en este imperio de la ilegalidad, por decenas de miles se acumulan víctimas de infamias cotidianas mientras se cuentan con los dedos los aciertos de la justicia. Por ello, reiteramos lo dicho hasta la fatiga: a grandes males, grandes remedios. Estamos inmersos en un desastre totalizador de dimensiones infernales. Ya no hay vuelta atrás ni discurso que valga: modificamos desde la raíz este pudridero o nos doblegamos sin resistencia ante la poderosa mancuerna corrupción/crimen organizado.
Mal pagados, peor tratados, amenazados, en ocasiones corrompidos y, para colmo, asesinados. El periodismo mexicano nunca ha conocido tregua ni buenos tiempos; tampoco justicia. Empero, riesgos y padecimientos son ahora más visibles y frecuentes que los del siglo pasado, que también fueron crueles e igualmente impunes.
Desde que circularon los primeros periódicos en México y hasta que el neoliberalismo presionó a favor de la democratización, la oscilante dinámica del desprecio a la libre expresión fue una de las más persistentes prerrogativas oficiales. Nunca hubo excepción, porque la ley era una: “palo al transgresor”. Atreverse a desvelar, informar, criticar o examinar lo que se pretendía ocultar fue y es todavía una aventura de alto riesgo. Para eso se inventaron los famosos boletines y sus correspondientes “informes de prensa”, para delimitar lo prohibido y lo permitido y publicitar logros, actividades y bondades del sector público y sus dirigentes.
Si bien los desobedientes y arrojadizos conquistaban libertades con dolor y a cuenta gotas, también los pequeños logros de los rebeldes y patriotas reforzaban la agresiva reacción de los gobernantes. Provocar “Al Señor” implicaba ordenar el castigo que su buen o su mal talante discurriera de acuerdo a la circunstancia. De eso está llena la memoria de varias generaciones de intelectuales, estudiosos, periodistas y lectores.
Como ejemplo de tan prolongada abyección valga recordar que tras ordenar previamente el retiro de la publicidad de la aún joven revista Proceso, dirigida por un Julio Scherer que desde los tristes y más o menos recientes episodios contra Excélsior se había convertido en campeón de la denuncia, el presidente José López Portillo dejó en claro, con una sola frase que cifró el Día de la Libertad de Expresión -7 de junio de 1982-, de lo que estaba hecha la interdependencia entre el poder y la prensa: “No pago para que me peguen”. Así tal cual, por una causa: periódicos y revistas vivían del subsidio enmascarado de publicidad de los organismos del sector público, ya que eran mínimos tanto las tiradas como los ingresos por suscripciones y anuncios privados.
Así era la lógica del sistema totalitario, hasta que se entregó la estafeta del castigador y verdugo a un amo más cruel: el crimen organizado. Una ilegalidad por otra más infame, devastadora y dispuesta a desarticular definitivamente al Estado. Si los gobernantes se valían de la prensa para reprimir, alardear, enaltecer, envanecerse y divulgar cada suspiro, inauguración u ocurrencia adobada con giros afectados de la oratoria oficial, a los criminales solo interesa silenciar, amedrentar e imponer su sello de sangre mediante una violencia extrema. Nada irritaba más al Mandatario o a un alto funcionario, que la denuncia. Hoy, esa irritación activa proviene del crimen organizado. Sin más e impunemente los sicarios asesinan a periodistas cuando se atreven a revelar sus brutalidades.
Cuando Scherer invitó a escritores e intelectuales a colaborar en la tarea editorial, la crítica pasó de las páginas 4 y 5 a la Primera Plana. Gracias a la agudeza de algunas plumas comenzó a profesionalizarse el periodismo en un México tremendamente cerrado e intolerante. Los rebotes fueron inevitables: además de cerrar filas entre las letras, la inteligencia educada, la difusión cultural y el periodismo, los lenguajes y sus respectivas atribuciones se deslindaron: atiborrado de vueltas y revueltas, adjetivado, mentiroso, hiposo, populista y agobiante el de los políticos y, en el otro extremo, inclinado a la denuncia, argumentado y crítico, el del periodismo mejor logrado.
Si bien la apertura a cuenta gotas no impidió la continuidad de los abusos del poder, es un hecho que contribuyó a concientizar a las nuevas generaciones de lectores. Durante las décadas más duras del presidencialismo era sabido que atreverse a traspasar el coto sagrado de la “libertad condicionada” significaba tentar al diablo. Aun en los casos más graves de acoso e intimidación, el periodismo era tratado como mera cuestión política y, en situaciones de sujeción extrema, asunto de seguridad nacional. Ocurría lo de esperar en un sistema totalitario “a la mexicana”.
“Ogro filantrópico” llamó Octavio Paz a este estilo de gobernar porque gratificaba, censuraba o castigaba a discreción mediante una red de alianzas y componendas minuciosamente tramada. Nadie, ni el alma más pura, escapaba al ojo avisor ni a la garra del águila. Por eso no era poder sino PODER personal el del presidente y su dominio vertical, a cargo de su cohorte de “hombres del sistema”.
Al ritmo en que fue declinando este estilo de gobernar, sin embargo, se fortaleció el de la delincuencia organizada. Con gobernantes cada vez más espurios y separados de sus gobernados, el país se redujo a terreno abonado para la impunidad. Si la injusticia se volvió lugar común, las instituciones cayeron en picada hasta exhibir su dramática autodestrucción. Gracias, por otra parte, a la expansiva corrupción de los políticos, no solamente se dejó en manos del crimen la otrora tarea “oficial” de marcarle el paso a la prensa, sino que se agregó la certeza de que todo, absolutamente todo está permitido en un México donde la legalidad no existe.
No son lejanos los años en que las oficinas de prensa y en casos extremos -según el sapo-, desde la Presidencia o la Secretaría de Gobernación, funcionarios entrenados se encargaban de “persuadir” a analistas, escritores, reporteros y periodistas en general de escribir o no escribir sobre tal funcionario, problema o situación. Tales oficios, en nuestros días, se imponen por los criminales con sangre y a cielo abierto.
Para todos las reglas eran intransferibles, aunque sujetas a jerarquías: se aplicaba la autocensura a discreción y se sobrellevaba con habilidad el juego implícito entre el poder y las letras o, de repudiar la costumbre del “chayote”, se asumían consecuencias que podrían ser de dos tipos principales: dejarse seducir o “convencer” mediante un sin fin de posibilidades persuasivas –burdas o sutiles- o, en el extremo contrario, sufrir agresiones que podían ir desde la destrucción de las instalaciones, unas “calentaditas”, persecuciones, desprestigio o intimidación hasta el congelamiento, el ninguneo y la muerte civil; es decir, el autor o reportero incómodo quedaba reducido a ninguno o condenado al hambre y al desempleo.
Agréguese que el papel y en muchos casos inclusive también las prensas estuvieron bajo el control absoluto del Gobierno. Hablar de periodismo independiente era una quimera o simple fantasía, en el mejor de los casos. Haber llegado a este infierno, por consiguiente, tiene su explicación y sus causas. Hay que insistir en que en los malos y peores gobiernos hay yerros eslabonados, no casualidades. Este furor asesino contra los periodistas solo puede detenerse con el fin definitivo de la impunidad. Dada la corrupción reinante, esto es una misión casi imposible, pero los ciudadanos no podemos ni debemos bajar la guardia hasta rescatar las instituciones de la República.