Desde su desembarco en Veracruz, el 28 de mayo de 1864, el lujo de Carlota deslumbró a los mexicanos. Verla pasar en su carroza con atavíos magníficos por el camino polvoriento era como si la virgen hablara. Extranjera y joven; hermosa e inalcanzable, brillaba más que Maximiliano, aunque a él no faltaran gallardía ni espíritu monárquico. Ni los obsequiosos conservadores, inventores de un imperio para una república en harapos, sospechaban el destino trágico que aguardaba a la pareja. Seguida del cortejo, banda de rigor y su guardia uniformada, su presencia adquirió un sello casi mágico en el imaginario popular. Pobre, descalzo, hambriento y analfabeto, al pueblo no faltaban plagas, insalubridad ni las obligadas epidemias. Además de invadido por las fuerzas francesas y asolada por enfrentamientos entre conservadores y liberales, el país padecía el yugo de un clero poderoso que se negaba a perder sus fueros coloniales. Mejor y más promisorio que la ocasional llegada del circo, nadie se hubiera perdido el espectáculo de la realeza en ese mundo de carencias y dolor. La muchedumbre ovacionaba a los recién llegados porque teatralidad, desmesura y esperanza mesiánica son inseparables del alma mexicana.
Marcado por el ostensible retraso de Juan Nepomuceno Alponte y su extensa comitiva de vendepatrias y lambiches para dar la bienvenida, el largo trayecto desde el muelle hasta el Palacio de Chapultepec no pudo ser más “mexicano” ni más accidentado: cumplido el paseíllo triunfal en medio del coheterío y el repicar de las campanas, Sus Majestades presidieron con vista a “La Novara” la ceremonia de rigor y sin apearse de la carroza descubierta, recorrieron unas cuantas calles hasta la estación de la puerta de la Merced, en medio de baños de flores, marchas y ovaciones y chiflidos. Advertidos de la fiebre amarilla y del vómito negro que asolaban a Veracruz, apenas posaron en tierra sus reales pies antes de subirse al ferrocarril que para abundar en desgracias, solo llegaba hasta el Paso del Macho. De ahí en adelante, la tortura en diligencia que la propia Carlota describió con forzada tolerancia en cartas, el subsecuente horror de las chinches en Chapultepec y las pésimas formas de curiosos y cortesanos que parecen sacadas de un guión tragicómico.
El desbarajuste era total. La herencia de las instituciones virreinales, además, resultaba idónea para anidar fantasías redentoras y exacerbar los embates entre liberales, conservadores y los apasionados monárquicos. Sofisticada a los ojos del pueblo, representante de una feminidad refinada e impensable en reducto tan obvio de sujeción clerical, violencia arraigada, ignorancia y confinamiento absoluto de las mujeres, la misteriosa consorte del regente barbado y rubio se convirtió en motivo de admiración, incluso para sus detractores, quizá porque por segunda vez traídos por el Atlántico triunfaban la superstición y el pensamiento mítico sobre la férrea voluntad crítica de unos cuantos republicanos y fervientes detractores de la corona invasora.
Siempre adelantada o detrás de un decidido afán imperial presidido por la sagaz “Carlotita” estaba, para fortuna nuestra, un “emperador” afectado por enfermedades venéreas, haragán en lo esencial y sin duda incapaz de medir sus alcances con los de su hermano, el emperador austro-húngaro Francisco José. Su propia habilidad política palidecía frente a la de su suegro, Leopoldo I de Bélgica e incluso, por su formación liberal, contrastaba la vocación esclavista de su cuñado y futuro Leopoldo II, infame inventor de la salvaje devastación que se ocultaría bajo el símbolo del “Congo Belga”, su mayor orgullo.
Cercaban al país, además, los poderes de Napoleón III y del Vaticano para fortalecer, al menos hasta antes de corroborar el fracaso de los Habsburgo, la invención de un dominio a distancia. Como toda invasión, la de Napoleón III, aunada a la del falso imperio, pretendía aumentar su riqueza a costa de nuestra miseria y directamente mediante la impostura de Maximiliano. Colonialistas como sería de esperar, supusieron que la sujeción del pueblo sería total hasta ser sorprendidos por la resistencia comandada por el único indio que ha gobernado el país y transformado en virtud política el talante distintivo de su raza.
Precisamente lo que no se enseña a los mexicanos es el trasfondo colonialista de este enredijo de intereses, galimatías y complicidades nacionales e internacionales. La peculiar pareja que antes de México debió aprender en Italia que gobernar, aún protegidos por un ejército imperial y de ocupación, exige mucho más que ejercer fatuidades de corte y dictar algunos decretos y cambios constitucionales. Pero qué bueno, para nosotros, no obstante el daño causado por el ejército francés, que ante la inminencia del fracaso ninguno de los que en principio lo ampararon persistieron en usar o sólo proteger al infortunado Maximiliano. Empezando por su hermano Francisco José -emperador de Austria y Hungría-, y sin duda también por el avezado suegro, Leopoldo I de Bélgica, quien seguramente no requirió demasiado tiempo ni abundancia de pruebas para darse cuenta de que su yerno era inferior a su hija, inclusive en lo tocante a su mutua formación depurada, y ni qué decir respecto de Napoleón III y del propio Vaticano.
Más allá de la figura idílica de una mujer que del falso esplendor juvenil se adentra, a sus veintisiete años de edad, al delirio de la reina loca y ciega que, confinada en castillos europeos alcanza una larga vejez prendida a la fábula de su pasado, existe una realidad política que, en sano juicio, nunca nos cansaremos de desentrañar. Si estudiáramos la historia con seriedad y datos concretos, no mediante anécdotas bobas, repetidas a vastedad por la nostalgia conservadora, nos daríamos cuenta de hasta dónde, en atención a lo realizado entonces y después por sus parientes reales, nos libramos de ser un infierno parecido al Congo Belga o a la Argelia humillada, socavada y explotada hasta la ignominia por el dominio francés. En ese sentido, nunca nos cansaremos de agradecer a Juárez y a los demás liberales por su voluntad patriótica.
Hay varios ejemplos a los que podríamos acudir para demostrar el estilo con que los falsos reinos o virreinatos enmascaraban a cual más de infrahumanos procesos de colonización. Siempre velado por la complicidad europea, el Congo Belga, sin embargo, fue uno de los últimos y más trágicos bastiones del absolutismo, cuyo dominio no sólo alcanzó algunas décadas del siglo XX, sino que sus consecuencias, a la fecha, se miden con estallidos civiles, poblaciones en extinción, hambrunas inauditas, los más altos índices de mortandad, sida, remanentes de esclavitud y miserias sin cuento que hacen de esta inmensa región de África un continente de dolor, un símbolo de desesperanza humana y ambiental.
La vastísima extensión del Congo “belga” fue conquistado, esclavizado y expoliado durante décadas por el feroz Leopoldo II, hermano mayor de Carlota y educado por su padre, como ella, para gobernar con la idea imperial del siglo XIX y los usos tiránicos de la peor antigüedad. Calificado de “Benefactor”, avezado para disponer en su favor los antecedentes regionales y ponderado en la Europa que alcanzó el siglo XX con numerosas evidencias de lo que era capaz el colonialismo, a Leopoldo II (9 de abril de 1935-15 de diciembre de 1909) se atribuye no sólo el más implacable genocidio cometido en el corazón africano, también la disposición de castigos que iban del encadenamiento a la muerte de nativos rebeldes, sin descontar las mutilaciones de manos y pies a quienes no cumplían con las inhumanas jornadas impuestas bajo el control del ejército, azotes, hambrunas y maltratos que harían palidecer hasta el más ensañado dictador latinoamericano.
Hay que recordar, además, que muerta en 17 de enero de 1927, a sus casi 87 de edad, Carlota nació en 7 de junio de 1840 en el palacio de Laeken, a la sombra de un sueño de poder que al fin determinó su destino trágico. Creció a resguardo de la casa Coburgo-Gotha, en el recién fundado reino de Bélgica que, al independizarse de Holanda, presidiría su padre gracias a la intervención de su prima la Reina Victoria de Inglaterra. Por su madre, reconocida por ser tan sabia como hermosa, bebió hasta el último aliento de la familia de Orleáns sin imaginar que, en cierta forma, ella misma padecería en nuestras tierras el infortunio reservado a su abuelo, Luis Felipe de Orleáns, en el París turbulento de legitimistas y nacionales que, tras 18 años de regencia, de 1830 a 1848, acabó sacudido con proclamas republicanas hasta que Luis Napoleón, luego Napoleón III e invasor de México, restaurara el imperio en 1851 mediante un golpe de Estado.
Huérfana temprana, enlutada de pies a cabeza, aquella niña educada con esmero al lado de sus primos y hermanos, tampoco sospechó que la historia de Francia continuaría fusionada a la suya, con la misma fatalidad que abatió la rama materna hasta expulsarla de la historia. Muerta quizá de tristeza a sus 38 años de edad, mal tuvo tiempo la prudente Louise de preservar a la pequeña Charlotte del exceso de mimos con que su padre moldeaba su natural caprichoso. De nada sirvieron la preocupación de su abuela Marie-Amèlie ni las enseñanzas de política que absorbía en cuando menos dos lenguas, porque a como diera lugar quiso para sí la joven un imperio y un esposo regente, aunque para lograrlo tuviera que forzar al destino y probar una primera tentativa de virreinato en Lombardía y Venecia, donde la casa de Habsburgo, presidida por el emperador Francisco José, pretendió de manera infructuosa imponer a Maximiliano como gobernador general.
De aquel Miramar mítico saldrían los ajustes conservadores para discurrir un emperador austriaco en el Miravalle mexicano, como se nombró al castillo construido en la cima de Chapultepec. Breve, tan ilusorio como agitado y aún oscuro en numerosos aspectos, allí se fraguó un episodio que, más allá de las memorables ridiculeces de una cortesanía tropical, que por cierto hacían llorar de indignación a la ambiciosa emperatriz “de México y de América”, como se ostentaba en sus títulos, suele omitirse en el memorial de fracasos de Napoleón III.
Cuesta aún reconstruir la complicada trama de correos, propósitos, despliegues militares, búsqueda de recursos financieros e intrigas palaciegas que, bajo la aparente codicia de Napoleón III, hacía crecer en influencia e importancia a Eugenia de Montijo, su esposa y protectora que fuera durante una época de Carlota. La intervención indirecta del reino de Bélgica probó su etapa crítica con la muerte de Leopoldo I, en diciembre de 1865, en pleno conflicto mexicano. En realidad, Carlota comenzó a derrumbarse entonces, a la par que su “imperio”, porque todo parecía convocado para consumar el desastre: las rebatiñas del clero local y la siempre loable defensa republicana, encabezada por Juárez, quien durante cuatro agitados años, de 1864 a 1867, no cejó en su empeño de liberar al país del yugo imperial que se ocultaba tras la dizque romántica pareja de supuestos liberales que pretendieron usar un territorio ignorado en su imaginación para colmar su fantasía de regencia. Luego, los severos problemas armados que pusieron a prueba el poder de los Habsburgo y la prevalencia de Austria como signo imperial.
A unas cuantas semanas del fallecimiento de Leopoldo I deciden por tanto retirarse sendos refuerzos militares belgas y austriacos del territorio mexicano y, unos días después, en febrero de 1866, llega de Francia un enviado del emperador, el barón de Saillard, para comunicar a Maximiliano el retiro de las tropas francesas. El tristemente célebre mariscal Bazaine, quien sirviera de ministro de Maximiliano rompe con él y, al regresar a su patria, deja a estos fantasmagóricos residentes de “Miravalle”, en Chapultepec, como colgados de un reino de cartón, aunque impedidos para darse cuenta de que cualquier tentativa que en su delirio los llevaba a defender su corona en realidad abonaba el indudable triunfo juarista.
Al abandonar México, en 1866, cuando una Carlota aparentemente preñada -al parecer a resultas de su relación con Alfredo van der Smissen, jefe de las Fuerzas Belgas expedicionarias-, viajó de manera infructuosa al Vaticano y a las cortes aliadas en busca de protección para salvar la corona y la vida de Maximiliano, a quien por cierto persuadió de no abdicar bajo circunstancia alguna. Humillada, desdeñada incluso por su gran amiga la emperatriz Eugenia, tuvo que enfrentar, de golpe, una realidad que trascendía su capacidad reflexiva: la política tiene intereses, no sentimientos. Única mujer que ha pernoctado en las misteriosas alcobas del Vaticano, tras comprobar su fracaso selló su historia activa en el mundo transitando de la pesadilla mexicana a la sinrazón cercada por un sin fin de sotanas.
Allí, al lado de la célebre Biblioteca, los cardenales midieron el alcance estremecedor de su locura. Llamaron a sus parientes para que se hicieran cargo de la enferma y el asunto mexicano pasó a incorporarse a otros corredores de discusión que ya los mantenía ocupados con la tendencia de la hora a separar los asuntos del clero y del Estado en numerosas naciones.
Todo sería sombra y desolación a partir de entonces. Sin cortesanas, casi viuda, marginada, humillada por las veleidades del inútil y lujurioso Max, abandonada por las ligas imperiales, fue protegida por su cuñada Marie-Henriette, esposa de Leopoldo II, hasta la hora de su muerte. A sus 27 de edad quedó convertida en muerta-viva y así, obnubilada, ignorante de los tremendos cambios mundiales, incluida la Primera Guerra, vio pasar durante 61 años de confinamiento hasta su estación final en Laeken, inclusive treinta años del Porfiriato. Tiempo tuvo la infeliz mujer para enterarse del levantamiento armado, de la Constitución de 1917 y en 1927, año de su muerte, ¡quien lo fuera a creer!, también de la diarquía de Obregón y Calles...
Todo es asombroso en nuestro recuento de olvidos, en especial las ligas imperialistas con Francia, Austria y Bélgica, con las claves de lo que nos pudo ocurrir. Imaginar siquiera para el país un parentesco colonial parecido al de África, estremece al grado de meditar el destino de otros y valorar el logro republicano, no obstante sus defecciones.
Para los interesados en leer mi biografía de Carlota: Martha Robles, Carlota. Falsa emperatriz de México, Ediciones B, 2ª. Ed., 2017.