México ha dado un retroceso mortal hacia el universo esperpéntico que ingenuamente creímos superado. Si fuera oriental lo atribuiría al mal karma. Si griega, al destino; de haber dado en el blanco Vasconcelos, Samuel Ramos u Octavio Paz repetiría con ellos que es el síndrome de los vencidos o la terca confirmación de que aquí, invariablemente, se elige el fracaso, la ceguera o la derrota. Por desgracia, la respuesta histórica es más dramática porque apunta al carácter endeble de nuestra sociedad. Cuando las estructuras son frágiles, todo se viene abajo con lastimosa facilidad. Agitado por temblores pequeños, medianos y grandes, México ha transitado del desfiguro decimonónico a la actual imposibilidad de construir un país sólido, reforzado por una población mínimamente instruida, responsable y dispuesta a cumplir el imperativo republicano de los derechos y obligaciones: algo que, desde la Independencia hasta las tribulaciones vigentes, jamás ha ocurrido.
Tendríamos que ser ciegos o cómplices de la ignorancia o de la imbecilidad moral para negar que la revoltura de yerros y primitivismo, acentuada por la feroz fanfarronada electoral, se ha adueñado de nuestros días. El consuelo –o la desgracia- es que siempre está el recurso de la literatura para ilustrar, completar, endulzar o agravar el panorama que, en la vida real, hiere como dardo envenenado. Aunque aún de manera insuficiente, la tentación de éste y demás pueblos latinoamericanos de adorar fantoches que humillan y degradan a quienes los encumbran ha quedado consignada desde los años veinte con el Tirano Banderas de Valle Inclán hasta enriquecer el ciclo, en el 2000, con La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa.
Aún por novelar o trasmutar en personajes de la verdad ficticia aguardan algunos “grandes” y dignos de encumbrar lo real no tan maravilloso: Fidel Castro, Antonio Noriega, Daniel Ortega, Hugo Chávez y Nicolás Maduro, sin menospreciar la cohorte de argentinos inaugurados por Perón ni al chileno Pinochet: nombres que aún levantan ámpulas y un inacabado clamor de justicia. Así como Carpentier y Roa Bastos se atrevieron a pie firme con el tema después del medio siglo, otros escritores –como García Márquez y Vargas Llosa- hincarían el diente décadas después en este suculento y brutal universo de gorilas, fantoches y dictadores esperpénticos que, si no fuera por su perversidad, nos divertirían por su insondable ridiculez.
De nuestro Santa Anna experto en desvaríos al uruguayo y nunca suficientemente narrado Doctor Francia (José Gaspar Rodríguez de Francia), el siglo XIX acumuló una colección de mamarrachos uniformados que aún atesora respuestas al misterio de por qué a nuestros pueblos les fascinan los tiranuelos, los brutos y golpeadores, los verdugos, populistas, embusteros y enemigos confesos de la civilización y la cultura. Al respecto, recordemos que no bien adquirían forma y significación las independencias cuando aquel atribulado siglo comenzó a gestar el excéntrico carnaval de tiranos, caudillos y golpistas que, para los tiempos por venir, abonaría el imaginario político de manera caprichosa: el argentino Juan Manuel Rosas, los venezolanos Cipriano Castro y José Antonio Páez, el dominicano Ulises Heureux o el inefable Porfirio Díaz, otro enamorado del poder y de la miseria popular… Ejemplares, éstos, que antecedieron a los monstruos de un siglo XX que, como el Santos Banderas que inspiró al genial gallego Valle Inclán la primera novela del género, se reproducirían como mala yerba en nombre de las derechas, las izquierdas, las redenciones, la justicia, los ángeles exterminadores, los mesías….
Desenfadado, burlón y teatral, sería don Ramón quien rescatara de estas tierras al esperpéntico caudillo que encontró en la caricatura la dimensión exacta de su despótica desmesura. Después de las memorias ficticias del Marqués de Bradomín -un modernista Don Juan cínico y sensual-, con el cruel Santos Banderas el memorable autor de El ruedo ibérico y Luces de Bohemia depuraría a sus personajes tras describir los excesos de la sociedad sudamericana. Lectura imprescindible, esta obra publicada en 1926, aportó el esperpento, las escenas fantasmagóricas y el poblado imaginario a los subsecuentes novelistas locales del Poder y sus ficciones; es decir y con excepción especialmente de Carpentier, los nacidos entre los años veinte y treinta o quienes en mayoría y pasado el Medio Siglo protagonizarían dos fenómenos importantes: su inicial deslumbramiento de la Revolución Cubana y el ejercicio de la crítica sociopolítica como eje del “nuevo lenguaje”, definido por Carlos Fuentes.
Valle Inclán identificó el esperpento con el desfiguro reflejado en espejos cóncavos o convexos: achaparrado, gordo; alargado, macrocéfalo, ventrudo y de formas tan mutantes cuantas posiciones ensaye quien se mire en las curvaturas del azogue. Si fija, la imagen mantiene una cierta lógica de horror; si móvil, el reflejo va falseando la proporción del modelo según se aleje o se aproxime al espejo: cuanto aparece corto arriba y largo en medio se expande en el cristal a cambio de mudar las dimensiones del resto de las partes. El rostro cambia a mueca, los detalles se exageran y todo se incorpora a un mundo de fealdad desordenada del carácter, no de la apariencia real. Se trata, en suma, de un efecto caricaturesco -esperpéntico-, cuya farsa facilita la sátira aunque ésta, como en nuestro muestrario latinoamericano, no deje de implicar un hondo dramatismo.
Los entusiastas creyeron que, con la caída del Muro del Berlín y el correlativo fin de la Guerra Fría, el eje del mundo se acomodaría en pos de equilibrio. Sin embargo, la herencia súbita de esa pausa esperanzadora fue la orfandad de las izquierdas que pronto desaparecieron con menos gloria que pena en una democracia tan, pero tan incipiente y subsidiada que sólo consiguió engendrar una partidocracia de vergüenza pública y privada. Si Nicaragua y Venezuela no tardaron en remontar un pasado de gorilatos que se deseó abolido, para México el cambio atrapado entre dos siglos inconciliables –el XX y el XXI- significó el paso franco hacia la narcoeconomía, la criminalización de la vida social y la degradación casi absoluta del orden político. Dominados por el cinismo, las ya innecesarias máscaras sellaron su ciclo histórico. Lo esperpéntico, a partir de entonces y de manera creciente, dejó de ser una visión deformada de la realidad para convertirse en descripción acertada del Estado deforme en el que nos encontramos inmersos, atrapados sin salida, enrabiados y aferrados a la promesa de milagros y sujetos redentores.
Transitamos, pues, de la cultura de la máscara a la fatalidad del esperpento: galimatías agresivo, en donde todo es grotesco, cínico, corrupto y brutal. Tanto la sociedad como la política e inclusive la religión –tocada por el desprestigio y la pederastia- se convirtieron en escenarios de la gran tragedia mexicana, sólo que en vez de personajes teatrales se reprodujo gente monstruosa de carne y hueso; gente diversa que asesina, roba, engaña, tima, extorsiona, abusa y no duda en mentir, dañar ni en destruir lo que sea con tal de conseguir sus propósitos. Sea, por consiguiente, la burda realidad decimonónica, la mascarada de un XX desquiciado o el esperpéntico escenario de un XXI sin rumbo, sin asidero, sin educación pública ni gran cultura, la realidad mexicana continúa supeditada –como en sus etapas más tristes- al poder de la grilla y al populismo, al dominio de los peores que, de arriba abajo y de lado a lado, mantienen fanatizado a un pueblo tan harto de abusos como incapaz, todavía, de construir un país digno y razonar críticamente.