La edad es esa ruta por la que nos vamos moviendo sin conocerla. Como todos los demás, el escritor vive en un presente que se va alargando en los caminos nuevos o no tan nuevos que ve de reojo, a veces con asombro, admiración, desagrado o indiferencia, pero en estado de continuidad entre el punto de partida y lo que sigue después.
Sin sospecharlo, llega el día en que de golpe el tiempo se manifiesta y los viejos ya no son los otros. Algo ha cambiado también en las maneras de mirar, de apartarse o de entender a los demás. Aun así, el escritor sigue pendiente de la página en blanco, de las palabras que cantan, iluminan, irritan, explican, confiesan, endulzan o desafían; de los vocabularios secretos y del prodigio de devanar el ovillo de imágenes, sensaciones, frases, hallazgos, remembranzas e ideas que -¡maravilla de la creación!- sabe Dios en cuál recoveco de la mente se ocultan. Llega además el día en que lo leído forra paredes de arriba abajo y de lado a lado, en que se elimina sin dificultad a quienes hablablablablan y nada dicen o lo que dicen lo escriben mal, en tanto y aquellos con los que se dialoga o se reconoce se van estrechando en espacios cercanos.
El fluir del lenguaje pone a su vez al escritor frente a los muchos libros que ha publicado, ante los varios y disímiles asuntos que lo han ocupado, los comentarios que, del blanco al negro, van espejeando a uno mismo o al carácter ajeno, al medio y lo experimentado, a los huéspedes de paso o en casos excepcionales, a los que perviven cual estrellas fugaces en ese mundo -el propio- que únicamente explora, construye y entiende quien vive de, por y para las palabras: un mundo/guía que sostiene y se llena de sentido como forma de ser y de pensamiento: reverso y anverso de lo viviente y de la abstracción que se desprende de sí mismo y, a querer o no, un día trasmuta en confesión -con-fe-, para volverse algo nuevo o renovado, aunque arrancado o más bien rescatado de lo que se sabe sin saber que se sabe.
Para unos la edad cobra sentido al darse cuenta de que hay hijos y nietos con personalidades, rumbos y decisiones propias. Otros gustan formar gavillas de años con recuerdos y listado de anécdotas y naderías que repiten como letanías del rosario. Los más atesoran ausencias, faltantes y no pocos resentimientos, como si “alguien” los hubiera despojado del que creían su derecho, su beneficio o destino. Sobran quienes frecuentan esquelas y, en su ociosidad, llevan la cuenta de los muertos, del número y la peculiaridad de enfermos, divorciados o abandonadores que huyen de su gente “para vivir sus vidas”.
Tampoco faltan los que al perder un diente, orinar de más, peinarse las canas, tocar una arruga o sentir cualquier calambre inauguran la etapa de la hipocondría que los hace insoportables. Abundan asímismo los que empobrecen o se enriquecen, los que caen en desgracia, los que se lamentan, los envidiosos y resentidos que nada les satisface, los inútiles, los parásitos, los que se apartan de los demás e ignoran el ciclo de la vida o que por negar que lo que es es como es buscan compañías a cualquier precio, aun a costa de inclinarse hacia abajo. A fin de cuentas, ya se sabe que para los que no aprenden a vivirse, el tiempo, el camino, lo real y la soledad pueden ser infecundos y fastidiosos.
Por irse moviendo por la actividad literaria, el escritor hace del camino la meta y del andar entre vidas, párrafos, fábulas, verdades ficticias o ficciones verdaderas una existencia que se completa en sí misma. Aun en pormenores lo supo mi entrañable W. G. Sebald: andarín vitalicio hasta que la muerte se lo llevó a sus 57 de edad en Norwich, al norte de Inglaterra, cuando su coche chocó contra un camión, en diciembre de 2001. De golpe, como suele ocurrir lo importante, la noticia me abrió los ojos. Entendí que el viaje llena el vacío que se instala en el alma cuando algo se acaba y lo que sigue aún no comienza. Estaba fresca, todavía, la entrevista en que este genio de la melancolía y del destierro había confesado que se había convertido en “algo así como una existencia ambulante” y que encaraba con cierto pánico lo que le restaba de vida que, paradójicamente, era bastante poco. Al saberlo muerto supe a su vez lo que para mí era prescindible e imprescindible.
Los feroces tránsitos de la pandemia me hicieron sufrir el duelo sucesivo de amigos que se morían o se agravaban de preferencia de pronto y de fea manera. Cobré consciencia de que, aun en la soledad del propio camino, ciertas presencias nos iluminan de cerca o de lejos. Comprobé sobre todo que existen palabras compartidas como amor, compasión, lealtad, silencio, pausa, confianza (con-fe), solidaridad, aceptación, entendimiento, sinceridad, comprensión, reconocimiento, gratitud… que gracias a la edad adquieren una grandeza y significación especiales. Se trata de las voces-vida que dichas o escritas, funcionan como vasos comunicantes y nutrientes del vocabulario esencial. El amor verdadero, como la amistad que en verdad lo es, es hebra/guía de nuestro unívoco viaje. Inseparable del camino, el escritor sabe y lo sabe bien: el lenguaje es el inmenso núcleo generatriz de sentimientos, emociones, significados e inclusive revelaciones que le permiten percibir y trasmitir, de preferencia con intensidad, la ruta recorrida y la del paso a paso que conduce a todo o a ninguna parte porque la letra es el camino y el andar la escritura.
Por la frecuencia con la que nos rodea y aunque no nos toque en cuerpo propio, pienso en la enfermedad y en cómo la edad contribuye a ver de otra manera lo mismo, lo que ha sido, y en lo que para muchos acarrean sus fantasmas. Fiel a la idea del destino, se de lo que se trata la rueda de la vida, aunque ese movimiento suyo no esclarezca el misterio de la sabiduría ni el del nacimiento y la muerte. Y si algo une a los escritores que tienen o han tenido a la palabra por sagrada es curiosamente una similar búsqueda de lo sabio y bello, aunque la mayoría no haya tenido la necesidad de proclamarlo porque está en su naturaleza, está en su palabra esencial.