Desde el país del terror y en la ciudad del delito veo lo que nos separa de las “democracias de verdad”: orden, justicia, seguridad y civilización. Mientras repaso el terrorífico listado de crímenes y linchamientos atroces en “nuestra hermosa República Mexicana”, confirmo que es vieja la tradición de la violencia, que cualquier pretexto sirve para saquear, incendiar, asesinar, torturar y aun desollar y que, identificados o no, permanece impune la inmensa mayoría de culpables. Solo por presiones mediáticas se reconocen los derechos de las víctimas y, tras la metáfora de Fuenteovejuna, una cáfila de bárbaros, linchadores y ladrones nos deja pasmados a excusa de que no se puede castigar a un pueblo entero.
Ya sabemos que “el pueblo entero” no se mueve si no es que un par de viejas gritonas se encargan de difamar y encender a los furibundos que no necesitan motivos para descargar su salvajismo de siglos. En este imperio de la ilegalidad y el descrédito de las instituciones todo está permitido -o casi-, a condición de que el delito rebase con creces el historial de la imaginación perversa. Con testimonios y pruebas o sin ellos, la respuesta oficial repite una misma fórmula tramposa que tarde o temprano hará estallar la hasta ahora indignada pasividad de una ciudadanía que está llegando al tope de la tolerancia: “se va a investigar” o, en su defecto, se va a crear “una comisión de la verdad”.
Es hora de decirlo y decirlo alto: el Poder Judicial, en México, es la peor porquería de nuestra historia contemporánea. Estamos dominados por la delincuencia y no podemos confiar en la mal llamada autoridad porque del Ejecutivo para abajo y por todos lados, sin excluir funcionarios de provincia, al gendarme de la esquina ni a los guardianes de las “cárceles de seguridad”, están señalados pública y abiertamente por sus prevaricaciones, abusos de poder, extorsiones, complicidades y cuanto sea posible, a la luz o a la sombra, en esta degradación moral que tiende a premiar a los bribones en vez de castigarlos. Así, mientras la sociedad se desintegra hasta en sus cimientos, el flujo entre la criminalidad y el régimen de poder es un gran surtidor de privilegios y de sangre que, directa o indirectamente, nos ha reducido a rehenes de un régimen sin justicia ni credibilidad.
Los linchamientos de Ajalpan no son los únicos de que tengamos noticia en los años recientes, pero sí los más descarnados, los que por ningún motivo deben dejarnos indiferentes y los que, por esa desmesura estremecedora, pueden convertirse en el gran anticipo de lo que es capaz una población ignorante, enardecida por el hambre, jalonada por la demencial propaganda de perredistas, morenas, priístas, panistas y hasta curas fanatizados que, con tal de llevar agua a su molino, encienden los de por sí graves y justificados resentimientos sociales, hasta abonar el territorio del odio en el que, por desgracia, todos tenemos que convivir en cabal desamparo.
Arremeter contra cualquier chivo expiatorio tildado de secuestrador, sería solo excusa para dar rienda suelta a la ferocidad colectiva. A unos los linchan por creerlos ladrones, a otros porque los suponen criminales o solo porque “estaban muy sospechosos”. La cuestión es que las huestes dejaron desde hace un siglo sobrados testimonios de la existencia del espíritu del mal que ha renacido sin control y dotado con una extraordinaria capacidad para reproducirse.
El relato mil veces repetido en las noticias sobre el ensañamiento popular durante y después de linchar y quemar al par de hermanos que tuvieron la desgracia de caer en ese pueblo maldito hace ver casi irreales a los cadáveres colgados de los puentes, a los "entambados" y a tantos mutilados y asesinados de manera espantosa. Imagino que si nos describieran el modo como aniquilaron a los de Ayotzinapan para torturarlos, asesinarlos, quemarlos y borrar cualquier vestigio de ellos de la faz de la tierra, nos causaría el mismísimo estupor del que no podemos recuperarnos.
Que la tragedia se desencadenó hace unos días en Ajalpan, Puebla, porque los vecinos dijeron que los hermanos victimizados “estaban haciendo muchas preguntas”. Peor se puso la cosa cuando al identificarse como encuestadores, los de Ajalpan entendieron secuestradores: así de fácil es crear escenas peores a las dantescas cuando el alma del chichimeca se manifiesta no nada más por suponer que ambas voces eran una y la misma cosa, sino porque una chiquilla, de las fantasiosas freudianas que nunca faltan, dijo que la habían jalonado. Lo que siguió está detallado en todos los medios informativos.
Los políticos pueden alardear cuanto quieran, pero solo una es la verdad: el país es un infierno. Nos asaltan, saquean nuestras casas, nos roban hasta el más amado vestigio de pasado, nos despojan del derecho a la mínima seguridad y, entre tirios y troyanos, se reparten los bienes de la nación con el descaro avalado por una partidocracia vergonzosa que nada, absolutamente nada, hace por retribuir a la ciudadanía el monumental costo de mantenerla.
Estamos indignados con justa razón. Esto no puede ni debe seguir así. La demagogia oficial nos fatiga tanto como la creciente criminalidad, como el engaño oficial, como la vergüenza de ser mexicanos. Todos y cada uno debemos participar en el saneamiento de la cultura, empezando por recuperar el valor de la crítica y sin descontar el del arte y el pensamiento educado que han dado en menospreciarse por considerarlos superfluos. El descenso que vivimos es la prueba fehaciente y cotidiana de lo que ocurre cuando se privilegia un modelo económico diseñado para extremar la desigualdad entre la minoría privilegiada y la muchedumbre de miserables.
Desde el saneamiento ambiental hasta la cultura general y la defensa de los derechos fundamentales, todo está por reconstruirse en este infortunado país. Nada podrá lograrse y menos aún la democracia, sin embargo, si los Poderes Judicial, Ejecutivo y Legislativo no son sometidos a una severa rectificación. Lo demás tiene que obedecer la lógica de las reparaciones necesaria hasta que la ciudadanía pueda sentirse confiada, digna y en paz.