Conocí de cerca a un profesional de la paranoia. En su fantasía, los demás vivíamos pendientes de su vida y de sus pensamientos. Autoritario, se sentía el ombligo del mundo aunque, en su impostada modestia, sería incapaz de reconocerlo. Si alguno me hablaba a mí, era para fastidiarlo a él, ¡faltaba más! Sus antipatías y diferencias estaban reguladas por las alteraciones de su ánimo. Nadie mejor que los huérfanos de criterio para celebrar su agilidad al enjuiciar y discriminar al distinto. Acumulaba desprecios en función de una complicada red de supuestos de lo que imaginaba que opinaban de él. A su ojo avizor, siempre en alerta, debía su habilidad de tejer historias a partir de cómo lo saludaba Fulanito o no lo saludaba, con qué entusiasmo Menganita lo buscaba, qué tan miserable era Perenganito por no decirle de frente lo que pensaba o cómo percibía un desencuentro.
Su ojeriza al que se atrevía a contradecirlo rozaba extremos intimidantes. No por nada acumuló enemigos públicos y privados que clasificaba en la categoría de “miserables”. Al darse cuenta de sus enemigos reales, que él mismo cultivaba, alzaba la voz para que todos oyeran: “¿paranoico, yo? Pero no hay más que ver…” También se fijaba en los coches “de los otros”, en qué tipo de casas tenían, cuáles restaurantes o lugares frecuentaban o si se vestían de este modo o de otro; que si con joyas y cuáles o en el colmo de alegato, si viajaban, gastaban, a dónde y con quién. En su vocabulario personal no faltaban términos como convicciones, honradez, humildes, pobres, corruptos, traidores… Vaya, que asombraba su cachiza para dictar lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto.
Aprendí que la paranoia no camina sola: hay que regarla con resentimiento y envidia para que este trastorno fructifique en un medio de por sí señalado por su profusión de prejuicios, falta de autoestima y lucha de clases. También descubrí que creer que los demás nos ocupamos en perseguirlos, desacreditarlos y hacerles daño se agrava con el añadido del síndrome del vencido. Dejarse llevar por tanto y tan ostensible desprecio social en esencia refleja un peligroso complejo de inferioridad: nada que no hubiera atraído la atención, por ejemplo, de Samuel Ramos u Octavio Paz, pero que por ser tan obvio y a veces cercano no deja de ser intimidante.
En mi falta de experiencia supuse hace miles de años que este era un modelo común entre “las felices familias mexicanas” o, si acaso, característico de los Mussolini, Hitler, Stalin, Franco y demás especímenes de la jungla dictatorial. Empero, bastó arrancarle páginas al calendario para corroborar que creerse el Único-uno acosado por los demás nada tiene de caso aislado: mi entorno ha estado sembrado de odiadores de lo que los supera en aspecto físico, talento, posición social, gracia, obra, simpatía, ingenio, inteligencia, logros académicos, educación, refinamiento o reconocimientos. Es decir, el dizque perseguido ha sido un perseguidor envidioso e implacable que no duda en dar rienda suelta a sus exabruptos cuando sospecha que “alguien trata de ponerlo contra la pared”.
Y luego, en mi experiencia, seguía lo demás: que si ése lo veía feo; si el artículo tal se refería a él sin atreverse a poner su nombre; que si el político tal por cuál estaba tratando de contradecirlo; que si los empresarios eran entreguistas vendepatrias y los conservadores, burgueses abominables; las mujeres, “de cuidado…” Y así sucesivamente, hasta abarcar un modo de ser y no-ser con el que el sujeto en cuestión -representante de una nutrida tribu de absolutistas paranoicos- hacía valer sus complejos “hasta sus últimas consecuencias”. De hecho, al percatarme de que el desprecio del paranoico y concretamente su desprecio social se había convertido en lenguaje oficial pensé, con desaliento, que el Onfaló u ombligo del Anáhuac no es una piedra labrada, tampoco un mito paternalista del Mediterráneo ni una figura retórica: es el estigma que, con el machismo, nos impide salir de la postración.
Con poder o sin él, el odiador de referencia revelaba con idéntica autoridad el pasado del país y de las personas. La legitimidad de su juicio dependía de la animosidad que le provocaban. Prefiguraba el porvenir, separaba a los buenos de los malos, a los reaccionarios de los revolucionarios, a los miserables de los (escasos) confiables… Su índice en ristre era vara de la justicia y su lengua el rayo con el que pretendía igualarse al Padre del Cielo. Si de algo tuve que darme cuenta al dar por concluido mi estado de inocencia sería de lo comunes que son estos individuos y de lo fácil que es tolerar sus desplantes ofensivos.
Con frecuencia debemos acudir a otras perspectivas para llegar al núcleo de la cuestión: ¿que hay en los que se sienten el ombligo del mundo? Tuve que remontar hasta el pensamiento mítico para esclarecer estos vericuetos. Recordé que omphalós llamaban en Delfos al ombligo del mundo. Cargado de referencias sugestivas, el centro del todo estaba representado por el sagrado betilo o monolito de forma cónica hermosamente labrado. Según versiones del mito, era nada menos que la mismísima piedra que, envuelta en pañales, Rea le hizo engullir a Cronos para salvar a Zeus del infortunio de sus hermanos: haber sido tragado por su padre para que no se cumpliera el designio de que -ley de vida- sería destronado por uno de ellos. Rey del universo y padre de dioses, de héroes y hombres desde entonces, Zeus presidió el Olimpo, una nueva edad y un machismo tan caprichoso que, como millones de consultantes en la Antigüedad, tuve que acudir hace tiempo al santuario del Oráculo para preguntar por qué en mi tierra, tan cerca de Huitzilopochtli y tan alejada de la herencia ateniense los pequeños Zeus han superado en crueldad, lujuria, mañas, celos y capacidad de desprecio nada menos que al Olímpico portador del rayo.
Hay varias respuestas tanto al curso de la paranoia implícita en el machismo, como al desprecio social como instrumento del poder. Empero, todas son tan intrincadas como la historia y el presente de México. Lo que nadie me ha podido explicar es por qué, en lo público y lo privado, engendramos, toleramos y hasta endiosamos a estos monstruos hasta extremos demenciales.