Mi vida entera cabe entre la hoja en blanco del cuaderno escolar y el sofisticado laptop, donde escribo estas líneas. En medio de estos objetos no solo está a completo mi biografía, también la más asombrosa historia del hombre. Si la aspirina era de suyo un milagro, antibióticos y vacunas ostentaron el primer triunfo de la ciencia sobre la muerte temprana. Cuando mi primera Sheaffer dejó atrás el lápiz Mirado y la IBM eléctrica a la Olivetti portátil pensé que el reloj se movía con rapidez. Tanto, que en cosa de meses aparecieron en mi biblioteca un fax, un modem y una copiadora. Comencé los ochenta aventurándome con una computadora que a punta de susto y teclazos aprendí a manejar. No bien concluía un libro cuando los supersónicos avances de la tecnología ya me sobrepasaban con ofertas tan seductoras como inauditas. Música, literatura, comunicación, memoria, técnicas de edición… Todo se transformó en unas décadas para conseguir que lo más simplificado y pequeño fuera a la vez lo más eficiente. Con los tránsitos de lo grande a lo pequeño y de lo complicado a lo simple advertí que también en mi escritura debían reflejarse los cambios.
Dos cosas aprendí al ver cada viernes impreso mi nombre en la Primera Plana de Excélsior: lo fascinante que resulta escribir un artículo a vuela pluma y lo efímero que es el ejercicio periodístico. Dado el control burdo y grotesco que ejercía el Gobierno sobre lo publicado u omitido en la prensa, tuve que aprender a ejercer la crítica de modo que, sin renunciar al dictado de la inconformidad, expresara ideas o denuncias sin exponerme a recibir, a la mañana siguiente, la “comedida” visita o el telefonazo del funcionario de la Presidencia.
No que sus predecesores se distinguieran por sus luces o que, más allá de consumarse como “chuchas cuereras”, dejaran un legado siquiera digno, pero ni con la mejor voluntad podían reconocerse atributos, sagacidad, imaginación o talento en Vicente Fox. Llegó a la Presidencia por la puerta falsa, mientras la sostenían nuestros comedidos vecinos del Norte. Ciertamente, el país era un pudridero y la sociedad el caldo infeccioso que no tardaría en reproducir los virus letales que aún nos atacan. Inclusive, en su hora, analicé el fin de “El Sistema” como un suicidio gradual del priísmo. Pesó más su propia degradación que el “hartazgo” a que se refiriera Monsiváis. No obstante la infortunada presencia política de los relamidos y muy conservadores recién llegados, el cambio trajo consigo un aire refrescante para la libertad de expresión que, por supuesto, ni levemente existía.
Por desgracia, cuanto se ganó en apertura se perdió en calidad, cultura y presencia crítica. Escritores y plumas que semana a semana contribuían a crear conciencia desaparecieron a cambio del ascenso de “informadores”, “comentaristas” y “comunicadores”, que tanto en la prensa escrita como en la radio y la televisión reflejan con puntualidad la tendencia dominante para igualarnos hacia abajo, como gustara decir don Alfonso Reyes. Así que somos libres -¡qué libres somos!-, pero para andar en tinieblas y a expensas de diarios y publicaciones periódicas que temen a las ideas en la misma proporción con la que atiborran de imágenes y naderías sus páginas. Los anuncios superan a las noticias y cada mañana el lector corrobora que la muerte del periodismo tradicional es un hecho tan irreversible como el triunfo de la banalidad y el consumismo consagrado por el modelo neoliberal.
La tecnología, por fortuna, es el nuevo paraíso a alcanzar. Ningún periódico en el mundo, por popular y prestigiado que fuera, conseguiría en un año el número de lectores que un activo y seductor usuario de las redes sociales puede sumar en un solo día. Ya se sabe que la popularidad también depende de las leyes de la publicidad y el mercado, pero nadie podrá negar que si para todos este es un recurso de comunicación inmediato e invaluable, para el escritor representa la posibilidad de sortear exitosamente los obstáculos que a diario enfrenta no solamente en editoriales, sino en un medio paradójicamente cada vez más cerrado, excluyente y temeroso de las individualidades, que no del individualismo.
Así que, al emprender esta nueva aventura nada me impedirá abrir mi escritura no exactamente a un nuevo lenguaje “de ida y vuelta”, sino a una expresión más próxima a la circunstancia que la inspire o la requiera. Es decir, podré transitar en el blog del análisis político a una reflexión sobre la historia de la cultura; de un párrafo extraído de mi diario a la crítica literaria y, de ahí, al ensayo, al relato, al artículo periodístico o al comentario sobre autores, lecturas y situaciones que lo ameriten.
Siempre estará el recurso del contacto para cultivar una relación viva y permanente con los lectores. Así que, con su ayuda, mis páginas no estarán condenadas al confinamiento de la hemeroteca que nadie o casi nadie consulta. Gracias al poético recurso de la nube, además, podré decir que en adelante, por la Web he probado el dulce sabor del vuelo y las alturas.