Tanto dar guerra con su sexualidad desordenada, para acabar como anciana ojerosa, con la papada en caída libre, pelos por aquí y por allá en el rostro flácido, mal vestido, fea su voz, desaliñado y mal peinadas sus ralas mechas blancas. Así como en sus setenta Marguerite Yourcenar trasmutó en algo parecido a un clérigo medieval, hay hombres que envejecen mal, como mujerucas que en vez de confirmar un pasado a la altura de sus pretensiones, exhiben el declive más temido por los donjuanes-de-salida: acabar con un físico mujeril. Faltos de agilidad, sus cuerpos mal trabajados se degradan de forma blanda, cascada y triste. Con la testosterona mermada y exagerando cortesía con las muchachas, al actuar la que suponen “jovialidad” caricaturizan una lascivia distintiva de quienes han cruzado la frontera de los sesenta con algo de fama, alguna influencia o medios para pagar su delirio. La reacción contra la senectud que detestan ciertos hombres se va potenciando año tras año mediante detalles, hasta completar el modelo del que se empareja con una incauta considerablemente más joven. Ella, de preferencia, con complejo de orfandad, escasa autoestima, presa de fantasías sobre su realización por venir o sabe dios aquejada de cuáles enredos psicoanalíticas más.
Al ver la escena construí la historia de la pareja: esa mala costumbre mía de andar con un pie en la verdad ficticia y el otro en la fantasía... Como quien aumenta la velocidad de una película, inclusive agregué soliloquios imaginarios al cuento y ella, más que él, me dio qué pensar. Caer en el corredor de lo que más se aborrece y no saber cómo salir de él y tampoco poder hacerlo provoca una íntima impotencia que se va hinchando como pústula dolorosa. Es la vergüenza por estar fuera de lugar y sin moverse; enjaulada y , como pájaro mutilado, incapaz de tirar a empujones la reja. No hay sensación más espantosa que la de estar dónde y con quién más se detesta y no tener las agallas para escapar. Es el deseo de romperlo todo y romperlo bien y, de manera simultánea, una triste imposibilidad de conseguirlo a causa del miedo. Todo esto y más desfiló en mi cabeza al ver a ese hombre en el vestíbulo de los Apartosuite Príncipe Pío, en Madrid, cuando yo llegaba de México y él salía muy acaramelado con María Asunción Mateo, quien ya hacía suya la tarea de encargarse de pagos, decisiones y trámites relacionados con el anciano poeta. Lo vi, los observé con el malestar de quien de golpe reconoce una verdad oculta, pero me mantuve a distancia, consciente de que atestiguaba algo incómodo. Internamente repasaba otros episodios relacionados con escritores y/o algunos políticos. Fue inevitable entretenerme con asociaciones conocidas de cerca o de lejos, quizá por esa tendencia mía a tener despierta entre ceja y ceja la misteriosa cifra del destino.
Tuve que esperar algo más de una hora para que la (dis)pareja saliera en definitiva del edificio. Él hablaba alto, como para darse a notar, y con la actitud distintiva del vejete que ya se ha hecho con la muchacha. Al punto y sin dudar lo reconocí. Al verla a ella pasó como ráfaga por mi memoria el relato no contado sobre las relaciones desiguales, y abominables a los ojos de los demás. Inclusive recordé algunos versos suyos, el ritmo, la sensación del agua, el referente de los ángeles y pasajes biográficos de su esposa, la infortunada y talentosa María Teresa León, ya enferma de Alzheimer y desde hacía unos años confinada en un hospital allí mismo, en Madrid. Pensé lo que siempre he creído y confirmado: el vínculo entre la obra y el hombre casi nunca es congruente ni de fiar. Esta orilla –la de la ilusa que “cae” con viejo mañoso-, amerita examen aparte, porque hay que hilar muy delgado para entender el enredo y eso, pues eso es tema para otro capítulo. Primero hay que averiguar por qué funciona la manipulación del seductor, y por qué encarna, en ocasiones vulnerables, lo que la seducida desea o imagina quizá sin saberlo ni confesarlo. Luego, abundar en la complejidad de la contraparte y las peculiaridades del medio que empuja a las mujeres, aun de manera inconsciente, a elegir estos horrores ante situaciones que podrían ser peores. En casos así, hay que realizar un deslinde de la neurosis de uno y la otra para hallar el manjar del psicoanalista o, en contrapunto, el peso del patriarcado que suele aplastar a la condición femenina, no obstante excepciones que también campean en el mundo del espectáculo.
Con el ojo y la mente en alerta sobre un fenómeno que por cierto no es infrecuente, fui observando cada detalle en vez de hacer lo que debía y quería hacer: salir corriendo. Todos, en ocasiones, somos testigos accidentales de algo que rebota en la propia historia o en biografías cercanas. A mi pesar me ha tocado ver y reconocer el revés y el derecho de la lujuria senil, las sonrisas babobas, el lenguaje amañado del “protector”, al cortejador que no se cansa de repetir “cuán potente” es “a pesar de su edad”… En fin, que el destino –siempre el destino- me ha puesto frente a narcisistas que creen que su sexualidad está por encima de la ley natural y del cerco de la vejez.
Y ellos allá, y yo cavilando: la mayoría ve con desagrado a los “cebollones” o “rabos verdes” que a excusa de piropear alardean que a ellos “no les gustan las viejas feas”. “Abueletes lujuriosos”, pensaba para mis adentros mientras recordaba que Benito Pérez Galdós gustaba frecuentar los barrios más populosos para novelar el Madrid enmascarado por el clero y atiborrado de vidas oscuras. Prefería concentrarse en los rechimales que atesoraban las mejores (o peores) historias. Mientras repasaba pasajes de sus Episodios Nacionales imaginaba la sonrisa del muy amañado y viejo novelista al oír cómo las mujeres, unas desde los balcones otras sentadas ante el portal, se burlaban de los libidinosos seniles, que estaban “más quemados que el palo de un churrero”.
Y como una historia llama a la otra, no me podía olvidar de un Alberto Moravia que avanzaba hacia la muerte entregado a su propia degradación. Recién había leído cómo quedó reducido a monigote y voyerista por aquella ruidosísima Carmen Llera, orgullosa de su perversidad transgresora, decidida a convertirse en leyenda al casarse con él y dedicada a detallar cada una de sus aventuras amorosas, más pornográficas que eróticas. Le fascinaba exhibir públicamente sus excesos sexuales con éste o aquél amante furtivo que –según aseguraba sin recato- “excitaban” en Roma al ya muy acabado novelista. Está de más aclarar que la descripción de aquellos sucesos hacían temblar a la España más pacata, aferrada a hierro y fuego a los saldos franquistas. Que los juegos infernales de ésta amiga del escándalo, 47 años menor que él, “alimentaban las fantasías fálicas de los italianos”, comentaban algunos escritores españoles que, sin atreverse ellos mismos a transgredir como fuera, celebraban los desmanes físicos y verbales de esta aragonesa, hija de la transición, que acaso solo porque sí se aventuró a desafiar todos los convencionalismos.
Desde Los indiferentes hasta sus Cuentos romanos, y sin que me perdiera las adaptaciones de sus obras en las películas, Moravia fue uno de esos autores que se van quedando a sus anchas en los anaqueles de lecturas frecuentes. A partir de la aparición de Llera y hasta que sabe Dios quién lo encontró muerto en el baño, en 1990, la lastimosa decadencia de Moravia era documentada al detalle en páginas de cultura y transcrita e interpretada con avidez por la prensa del corazón. Nunca volví a leerlo. No obstante anunciarse escritora a voz en pecho, ella desapareció al perder la sombra de sus múltiples protectores y quedar como “viuda de Moravia”. Seguramente su propio envejecimiento fue eliminando el interés de quienes la veían como revolucionaria sexual o arquetipo de la provocación. El olvido cayó sobre ella y no se si en España, entre su gente, algo quedó de aquellos desafíos, quizá infecundos en lo esencial, pero explicables dado el dominio que tuvo la Iglesia tanto en la vida española, como en la italiana.
Hay de acosos a acosos, pero es imposible negar que, cuanto más mañosos son los abuelos, más fácil es caer en la trampa del “protector” promisorio, revestido de Santa Claus o figura pública. Agréguese que el poder, la inteligencia o el dinero no solo sustituyen las limitaciones de la edad, sino que las borran y aun contribuyen a nutrir las fantasías de muchachas con aspiraciones aplazadas. Así fue como la casualidad me puso por única vez frente a Rafael Alberti. Sacudí la cabeza como queriendo evitar observación tan maligna. Al firmar mi ingreso y atento a mi mirada, el hostelero me puso al tanto: que después de habitarlo desde su regreso a España, y ante el lastimoso padecimiento de María Teresa León, el poeta dejaba la misma suite, frente al jardín real, que yo ocuparía durante los cuatro meses siguientes. A partir de entonces, él cohabitaría con María Asunción Mateo, al tiempo su segunda esposa.
Lo miré de fijo mientras cruzaba el umbral. Él también me miró. Intercambiamos un par de palabras: nada digno de recordar; pero al saber que yo ocuparía el mismo espacio que él impregnó de secretos, sentí que algo se tendía entre los dos. La escena del gato viejo con ratón joven palpitaba en mi mente. Ella firmaba, disponía; él aguardaba a sabiendas de que, por ser quien era, disfrutaría un por venir a la altura de sus fantasías. Lo que callaba agitaba mis tripas mientras que, orgulloso de sus lances, quizá ya pensaba los versos para contar lo que la vida le regalaba. Pronto descubrí en una librería cercana su “Metamorfosis del clavel”, acaso su último título. Sonreí con malicia.