Si de parejas se trata, en condiciones de desigualdad es difícil mantener una relación confiable con el otro. Mucho más complicado es sostener un vínculo sano con una sociedad poco seria y sometida a su deterioro visible. De por sí no es electivo el amor a una persona, mucho menos el que la une al país de origen. En sendos casos suele frecuentarse el fenómeno de las parejas disparejas que se soportan (o no) sin amarse. Al margen de por qué la gente se junta, el amor sucede porque sí, por el karma que dicen los orientales, por el destino según los griegos o por “el vago azar y las precisas leyes” de Borges. En suma: el amor, como la vida, la enfermedad, el dolor y la muerte es lo que es porque sí, salvo que su natural fragilidad camina envuelta en numerosas reglas que debemos cumplir para no morir o sucumbir en el intento.
De antemano hay que aceptar que la primera norma de cualquier relación que merece su nombre exige observar lo básico: respeto, equidad, cuidado, re-conocimiento, diligencia y responsabilidad compartidos. Si una de las partes atenta contra el necesario equilibrio, todo se va al traste y deja tras de sí un desvalimiento que entristece, nos deja como vacíos, desconcertados y expuestos a la natural incertidumbre de las pérdidas. El mismo balance es indispensable entre gobernantes y gobernados para que cualquier sociedad mantenga condiciones favorables.
Lo que sucede entre dos no es distinto de lo que pasa con la comunidad, la cultura y/o el país, pues la confianza entre las partes fortalece la seguridad y mejora la autoestima individual o colectiva. Saberse menospreciado, engañado, burlado, insultado, agredido y/o utilizado es una de las mayores ofensas. No se de nadie ni de pueblo alguno que se fortalezca y sea mejor a punta de agravios. Por desgracia aquí los aguantamos todos. Humillados, un día tras otro vemos cómo van cayendo a punta de ordenanzas tribales rescoldos del Poder Judicial, vestigios de la seguridad social, la Constitución misma, los recursos relacionados con la salud, la educación, la vivienda, la alimentación, la creación de empleos, el cuidado de la naturaleza, la cultura…, y lo que fuera logro siquiera mediano durante décadas de sumar avances a cuenta gotas para superar la ancestral postración.
Imposible no reflexionar en ello mientras se degradan la credibilidad y la pertenencia a un país desestructurado, de espaldas a la justicia y dócil ante la ferocidad de la violencia. Nos hemos adaptado a una realidad tan desquiciada y ya sin máscaras que ondeamos como pendón “de transformación” el complejo del vencido. En circunstancia tan humillante no hallo cómo conservar la confianza (con-fe) en el indispensable vínculo entre gobernantes y gobernados, al margen de ideologías, facciones o lo que sea.
Las cuestiones amorosas no son simples; tampoco inofensivas: comprometen, alteran el estado de conformidad, activan necesidades desconocidas y en casos extremos, cuando encendidas por la pasión, suscitan reacciones radicales. La amistad, por su natural concordia, es el secreto antídoto contra cualquier estallido demoledor. Pero la amistad exige salud emocional: algo difícil en este estado de violencia permanente, en el que los crímenes y las infamias son tan cotidianas que ya ni conmueven.
El fanatismo y la intolerancia han viciado las razones de amor. Razones que podrían subsanar nuestra relación con este México golpeador y golpeado. Este México jalonado por narcos y criminales terribles, facciosos, trepadores, serviles y acomodaticios. México enfermo, en suma, que no sabemos si nos duele más de lo que nos ofende o si nos intimida más de lo que podría incitarnos a despertar y recuperar la dignidad. ¿Cómo salvarse, pues, de las malas relaciones?