Desde el mítico día en que Narciso se enamoró de su reflejo, la literatura tuvo al espejo por símbolo de fascinación y secreto supremo. Se supo, desde entonces, que en él cabían la idea de luz y el guiño de la muerte, el contenido de la verdad, el signo del tiempo, el destino y el misterio del universo. Allí también, en el espejo o en la idea del espejo, se alojarían el sueño y el miedo, siempre imprecisos. Narciso personifica la fugacidad de la imagen invertida y el estallido de una ilusión aparejada a lo real. Su naturaleza dual representa la certidumbre y la magia de ser el otro que está sin estar. Es una forma sustanciada de la forma. Por él sabemos que en el espejo se mira más que lo que da la sombra y menos de cuanto se puede resentir en vida. Allí se leen la unión y su ruptura y por su pureza reflejante, el modelo inquiere en lo pulido el fundamento de la oscuridad y de la luz manifestada.
Es de Borges el hallazgo de este símbolo de rigor y ambivalencia. A él, también, pertenece la hazaña de insinuar un doble creador no solo de todas las apariencias del mundo, sino de invocaciones, quimeras, calendarios, conjuros, virtudes e infamias que pueblan la imaginación de los hombres. En ocasiones, esas figuraciones los reducen a sombra de su sombra, a sueño de su sueño o trasmutan en pesadilla atroz, cuando la crueldad se infiltra a las visiones y por el espejo surgen castigos o máscaras que exhiben el lado oscuro del destino.
Es precisamente el destino, de todos los misterios que inquietan al hombre, el que mejor se fusiona a la ilusión del tiempo y a la repetición del espejo. Dual como la historia, inescrutable como el azar, su principio es tan incierto como el lenguaje y la vida. Nada sabemos de él y, por eso, jamás declina el poder del oráculo. Así como solo nos está dada la idea del tiempo, del destino en sí conocemos indicios o apenas reflejos, como ocurriera a Narciso. Lo supieron los griegos al inventar la tragedia y dejar el Dictado en manos supremas: Fortuna da menos cuando más se le pide y más cuando nos sorprende, pero lo que mejor disfruta es engañarnos con simulacros. Incapaces de gobernarlo, los dioses infiltraron sus atributos entre la esperanza y la incertidumbre y, si acaso, reservaron a la memoria destellos que nos hacen saber “de un solo vistazo” no lo que vendrá, sino al menos lo que suponemos que fue.
Sumido él mismo en la tiniebla que tanto abominó, tuvo el doble don de escudriñar la luz y un espectro de claridad. Recompensó su ceguera con la visión del revés e hizo de las palabras espejo del Narciso que vio lo que los muertos han visto más allá de la oscuridad. Vio, por ejemplo, el viaje de Ulises al Hades. Interpretó el infierno de Dante. Compartió el arte de traducir que tanto admiró del Capitán Sir Francis Richard Burton. Vislumbró en su agonía el doble sueño que confundió a Alonso Quijano y por él cursó la aventura de una identidad que podía transitar de la duda de ser un sueño de Cervantes o don Quijote, la fantasía del hidalgo. Cursó los recuerdos de magos inexistentes, de forjadores de espadas, de falsos poetas y vengadores remotos. Postuló una realidad solo posible para el Emperador Amarillo e historió la eternidad con metáforas que enlazaron la ficción y la realidad. Todo eso en estaciones de sueños soñados y espejos imaginarios. Desveló el sueño de Coleridge y la visita inesperada de las voces que, casualmente leído, procedió a germinar y multiplicarse en un poema de unos trescientos versos. Encareció el culto a los libros y él mismo reinventó su destino a salto de pesadilla y deslumbramientos, en ciclos fechados y mediante artificios secretos y crónicas sobre reyes, traidores, filósofos, gauchos y aventureros.
Cursó tantos y tan variados laberintos que años después de su muerte, ocurrida en Ginebra el 14 de junio de 1986, a sus 86 de edad, algunos continúan ocultando su memoria en una falsa identidad que nadie, ni él mismo, podría desentrañar. Fusionado al reflejo de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, nacido en Buenos Aires en 24 de agosto de 1899, su destino quedó en el misterio. Escritor en el cabal sentido del término, fue autor de un relato sobre los ecos de un hombre como Narciso. Él también forjó su leyenda fundada en ecos y reflejos e hizo de un nombre, el suyo propio, referente del arquetipo de biblioteca. Por él supe que la Antigüedad era un enigma similar al Destino, y comprendí mi propio terror al espejo y al laberinto cuando descendí los peldaños que conducían al Aleph, al espejismo enceguecedor o al abismo. Otra vez, en su alfabeto de símbolos, descubrí la magia de las palabras, la brújula del Fénix y el acecho que multiplica el limitado contenido de la suerte.
Si hace milenios en Oriente descubrieron aquellos hombres rasgos recónditos del ser y del saber en el prodigio reflejante del espejo, en Occidente se reprodujeron historias sobre éste y aquél lados del azogue. Tal la idea de vacuidad, contrapuesta a la tarea de especular, que desde entonces deja el tiempo retenido en el afán de eternidad que enamoró a Narciso antes de conducirlo a la muerte y antes de que Borges afirmara que, “ante el agua incierta o por el cristal que dura, es inútil estar ciego”. Narciso buscó en su reflejo la perfección y no halló sino un retrato sin fondo, una belleza sin acabar y la caída en las aguas de una vanidad que lo sacó de su mundo y lo ahogó en el terror.
Y terror provoca el cristal cuando separa, aísla al que lo observa; cuando se sabe visto, aunque no se vea. Por Borges conocemos también que el espejo aparta al yo del yo, hace otro del uno y se adueña de una verdad que, fuera de sí, resplandece en plenitud tenebrosa. En él lo cercano se aleja y lo distante se integra a una suerte de claridad que repite la imprecisión del espejo en penumbra; ése, curiosamente, que asoló las noches de Borges con la certeza de que, después de muerto, el espejo copiaría a otro, y luego a otro, a otro y a otro, al modo de la abominable costumbre humana de reproducirse, hasta caer en esa infinitud que selló su obsesión del tiempo y lo hizo pensar en la forma de eternidad en que el instante es olvido.
“Realmente es terrible que haya espejos”, dijo Borges, un profesional del pánico al universo de las duplicaciones. “Hay otro. Hay el reflejo que arma en el alba un sigiloso retrato.” “Hay ese rostro que mira y es mirado”. Cierto: es raro que haya espejos. Raro que existan superficies vigilantes, instrumentos que todo reciben en silencio: así sea lo mágico y lo extraño, lo común y lo aparente o la inmovilidad y el movimiento. Por sobre su sello de no ser lo que es, sin dejar de reflejar lo que está, la visión del espejo hizo a su vez creer a De Quincey que el mundo está hecho de correspondencias y que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. Tal idea germinó en Borges hasta desentrañar los misterios del destino, el espejo y el laberinto o del sueño y la pesadilla.
Puestos uno frente al otro, dos espejos crean el laberinto y allí se van, se pierden en una suerte de infinito, el reflejo, la figura y el hueco que la aloja. Borges, ciego inmemorial de nuestra época, vio la Luna, el destello de la Luna cercada por los astros y su sueño transformado en pesadilla al evocar un mundo del revés, habitado por la lógica invertida. Experto en paradojas, vislumbró entre sombras el embeleso especular y murió sin ver lo que como nadie describió: el color de sus olvidos, la luz que queda en torno de las cosas cuando su apariencia se ha perdido.
Soñador formidable, transformó sus episodios nocturnos en vigilia constante. Al igual que a los místicos, a él le ocurrió lo que en Alarcón fue metáfora: su vida fue un sueño. Un sueño de todo posible, hasta la pesadilla de saberse atrapado en el sueño. Sueño tramado de verbos radiantes, vigilias formidables y pesadillas que a veces coincidían con la infamia que se repite en el calendario como un laberinto puntual, como una maldición del espejo.
Dijo que entre sus dos delirios recurrentes, sufrió la pesadilla del laberinto. Cuando pequeño, lo descubrió en un grabado y hasta creyó que si tuviera una lupa suficientemente poderosa, podría mirar por una de sus grietas al Minotauro atrapado en su centro. La otra fue la del espejo: otra versión de lo mismo. Peor si soñaba la casa de Dora de Alvear, en Belgrano, donde había una habitación circular cuyas paredes y puertas eran de espejo porque, al entrar, quedaba apresado en el centro de un laberinto infinito.
“Vivimos descubriendo y olvidando esa dulce costumbre de la noche. Hay que mirarla bien, puede ser la última”. Lo escribió en “La cifra”, pero practicó la certeza de su fin definitivo al grado de repetir en voz baja el puñado de símbolos que hacen al hombre acreedor de su “pequeña eternidad personal”. La suya, inscrita en caracteres de un idioma hecho de ecos, de memorias rescatadas, de instantes tan breves como el nombre del tedio, como la intuición del azar, el sabor de las frutas, las fechas buscadas, las alegrías más recónditas y la recurrencia de sueños iguales, perdura en los otros como el misterio en sus laberintos.
Bilingüe desde pequeño, aseguraba que supo de manera temprana que era, él mismo, espejo de la palabra, una presencia vigilante de lo que queda después del olvido. Eligió su propia imagen a costa de jamás librarse del otro, el que soñó en un espejo. A su sombra se cobija la más bella expresión literaria en nuestro idioma; una expresión que, tras su sello de luz, oculta el dolor de la oscuridad y una puntual obsesión por la muerte. Su mejor herencia está en el remanso armonioso de sus ficciones. Nos libró de la estupidez, a pesar de creer que repetía lo mismo innumerables veces y de insistir en la formidable ilusión del azar y de la pequeña eternidad personal.
Confesó su imposibilidad de ejecutar un acto nuevo y dijo que no hacía sino tejer la misma fábula. “Cada noche la misma pesadilla, cada noche el rigor del laberinto. Soy la fatiga del espejo inmóvil o el polvo de un museo...” Sí, repetirse es la condena. La condena es el horror de habitar un cuerpo que envejece, una memoria que declina y deja tras de sí fragmentos de nostalgia. Pero hay condenas peores que otras y seres que se salvan por su luz, no obstante su ceguera. Borges encontró en la voz la luz y en la escritura su redención antes de hundirse en la muerte que anticipó el fin de un delirio.
“Vivimos descubriendo y olvidando esa dulce costumbre de la noche. Hay que mirarla bien, puede ser la última”. Lo escribió en “La cifra”, pero practicó la certeza de su fin definitivo. Georgi, como lo llamaban su madre y amigos, fue un trabajador formidable, según consta en el diario de su entrañable Bioy Casares. Fue, además, una presencia vigilante de lo que queda después del olvido. Eligió su propia imagen a costa de jamás librarse del otro, el que soñó su sombra: sin duda, la más bella expresión literaria en nuestro idioma. Tras la palabra luna ocultó el dolor de la oscuridad. Nos libró también de la violenta mediocridad de un siglo XX saturado de tiranuelos feroces, totalitarismos, guerras, asesinatos y actos de barbarie, a pesar de creer e insistir en que repetía innumerables veces la formidable ilusión del azar: “Cada noche la misma pesadilla, cada noche el rigor del laberinto. Soy la fatiga del espejo inmóvil o el polvo de un museo...” La misma repetición y siempre distinta… El mismo espejo, la ilusión del eco y ese inacabado laberinto