Cuando identifiqué mi sobresalto con una evocación de Marcel Proust, supe que el tiempo había pasado. Antes de darme cuenta “del sentimiento de brevedad de todas las cosas”, que el genial Proust registró a propósito del modo como monsieur de Charlus miraba a Jupien, solo vivía. Los días duraban de la noche a la mañana, sin que los minutos sobraran. A partir de que la experiencia y el calendario me enseñaron que existir es difícil, me llené de dudas, evité las fotografías y procuré no hacer de los autores leídos y de los personajes que alguna vez me inquietaron avales de una personalidad prefigurada. Sin nostalgia del tiempo perdido, acepté el dictado del Hado a sabiendas de que lo sagrado está en la palabra y que la palabra es luz, aliento y “fruto en torno al cual todo gira”, como cantara Hugo Mujica.
En eso estuve, dejándome llevar, hasta que hace unos días mi querido amigo, el filósofo italiano Giacomo Marramao, se refirió públicamente –y con gran simpatía, por cierto- a mi “natural anarquía”. Así, por él, supe que era “algo”: nihilista, anarquista, agnóstica, feminista… Al escuchar tales términos como signos de identidad, mi mente tambaleó entre encontrar rápidamente un sustantivo acertado o aceptar el riesgo del adjetivo. No se si ganó el asombro o el pasmo. Tampoco creí que hubiera dado en el blanco. En cualquier caso, su espontánea definición me arrojó al indeseado universo de las etiquetas o a algo aún más terrible: al confinamiento en un solo lado del espejo, el que tanto inquietara a Borges. En situaciones como ésta, en que sin imaginarlo siquiera alguien cruza por nuestras vidas y levanta un velo, el pensamiento corre a tres velocidades, pero elegí el silencio.
Casi de manera inevitable recordé que, según aprendí en Animales en los espejos, cuando eran distintos el mundo real y el del espejo las imágenes que ambos mostraban en nada se parecían entre sí. Sendos mundos convivían en paz e inclusive era sencillo transitar entre ellos; y en especial, por éste y aquél lados del cristal. Borges suele llegar en mi auxilio cuando de complicaciones especulares se trata. En esta ocasión me sentí atrapada entre el reflejo proyectado y la imagen real que supuse flexible, idealmente indefinible. Para zafarme del golpe definitorio y no decir ni si ni no, decidí dejarme llevar. Cerré los ojos y me entregué al poder del silencio: entonces vi de un solo vistazo el viejo cuento de Borges sobre las artes monstruosas del Emperador Amarillo. Nada dije, pero supe que, “para volver en mí” y recobrar el estado de laissez passer tenía que aventurarme libremente por éste y aquél lados del azogue, pues nunca caí en la tentación de detenerme a observar la figura/reflejo que, “como una condena”, repite en el cristal todos mis actos, gestos y movimientos.
El ojo avezado de Proust también se posó en mi memoria. Y él, como si abriera compuertas proscritas, liberó un torrente de imágenes, ideas y asociaciones que me revelaron tránsitos discontinuos de una historia –la mía-, cuya supuesta unidad era vista e interpretada por quien de suyo piensa el tiempo, la palabra, el poder, lo sagrado… Sentí el rayo. En tanto y todo este barullo sobre la ficción y lo real ocurría en mi mundo interior, a mi alrededor los demás hablaban de sí y para sí quizá para no perder la costumbre de encumbrar al yo en el centro de todas las cosas. Desde esa noche en adelante, no dejé de pensar en la función social –y amañada- de los espejos y su capacidad de prodigar reflejos cambiantes y de preferencia confusos. Maestro de tales engaños hasta deliberar sobre el laberinto, Borges supo que tales imágenes no son nunca las mismas y que incluso es cierto, según el ejemplo del Emperador Amarillo, “que hay un mundo en el revés de los espejos”.
Pocas novelas, más poesía, relatos muchos y fundamentalmente ensayos nutrieron mi crecimiento con la naturalidad que, por fortuna, nunca me llevó a preguntarme quién soy. Era obvia mi certeza de ser y si algo entendí con agrado de manera temprana fue el significado del río de Heráclito: algo esencial –supongo- para evitar la foto fija y punzante de la propia existencia. Luego vino al quite la definición de san Agustín: “la verdad es lo que es”. Lo real dio de este modo por hecho cuán prioritario era sobrevivir situaciones adversas, sin entramparse en las causas ni caer en las redes del determinismo.
Frecuente en la adolescencia, la necesidad de afirmar un rostro, un carácter y líneas generales del que se desea un gran destino, no estuvo en mi yo consciente. De no ser por este vitalicio rechazo a los espejos, ignoro por qué no me dio por preguntar por aquí y por allá una definición que me mostrara o siquiera prefigurara el reflejo proyectado: simplemente, me daba lo mismo. Adulta pues y a propósito de Proust, reconocí la frontera exacta entre las fluidas certezas del ayer –construidas con firmeza envidiable durante la edad en que se sabe lo que se sabe sin saber que se sabe-, y la brecha actual, más corta, que se tiende hacia delante con una figura dominante: la de mirar a cielo abierto y aceptar que el Dictado está por encima de la voz de los otros. Sea porque Freud dio en el blanco al valorar la libre asociación o porque llevamos algo hondo que pugna por salir, lo cierto es que hay un momento y/o una palabra que, como eco recóndito, se muestran, evocan y hablan de los que fuimos, a pesar de que, apostados en la orilla cotidiana, como en el río de Heráclito, es difícil reconocernos tan distintos y tan iguales a quienes hemos sido o a los que fuimos durante las estaciones que supusimos confinadas en el olvido.
Tal experiencia del tiempo y de la idea del tiempo reaparece en mi actual curiosidad por las ficciones verdaderas que nos habitan y que, acaso, burlan hasta al propio Destino. Supongo que por eso aparté otras lecturas que me ocupaban para volver a Proust y al símbolo invaluable de las magdalenas. Para completar la experiencia de esta suerte de reconquista del tempus fugit, y del mundo más allá del registro especular, gasté algunas tardes amasando el pan y horneando los bizcochos que suelen reconciliarme con el río existencial que pasó. Aromas, rostros, nombres, voces, imágenes y palabras, sobre todo palabras que invariablemente orientan mi busca de claridad, mi pasión por la luz y el invariable culto a lo sagrado: todo cabe, ciertamente, en la inmensidad metafórica de las magdalenas, en el poder vivificante de las invenciones al fuego.
En mi vocabulario interior son escasas, aunque intensas, las entradas que burlan el yugo del calendario. Y es que la memoria, como los sueños, es ingobernable y hasta tramposa. Quizá para todos la vida es así: un depósito que de suyo elimina lo secundario y se va estrechando en favor de lo fundamental que no es otra cosa que lo que precisa la identidad. La cuestión es que la mayoría invierte los términos y acaba perdida en espejismos, barullos y sombras. Sin embargo, nada más que el deslinde consigue por si mismo, y después de eliminar sobrantes perturbadores, responder al socorrido quién soy que al parecer tanto preocupa a los distraídos. Viajero entre sendos lados del espejo, el verdadero y dinámico yo, a fin de cuentas, ni siquiera atesora “el montón de secretos” que algunos hombres arrastran hasta la tumba.
Y como pocos lo supo Marcel Proust, porque la memoria atesora la esencia de los cinco sentidos. Allí queda un roce, la caricia que nos llevó a descubrir el alma, el alborear en Finisterre, dos o tres melodías impregnadas en la piel, el sonido de la lluvia, un verso, el despertar entre pájaros, la palabra oportuna, la mirada furtiva… Recuerdo, por ejemplo, el olor del romero que perfumaba el ambiente el día en que el pintor Sam Francis, en una ruidosa avioneta, sobrevoló el campus de Berkeley con una gran manta que decía People’s Park. Y otra vez, caminando bajo un sol abrasador hacia la tumba de Agamenón, en las afueras de Micenas, se impregnó en todo mi cuerpo el aroma de las adelfas. Detalles pues, vistazos, sensaciones, el gusto dulce de la cereza, un abrazo que contuvo el mundo entero o el instante que nos hizo creer de una vez para siempre que pese a todo la vida es bella.