Gracias a la derrama benéfica de los estudios clásicos, los abuelos decimonónicos privilegiados aprendieron algo invaluable, al menos en términos ideales: saber quiénes eran y cuál era su lugar en el mundo, en su entorno, frente a los demás y respecto de los deberes que les correspondían. Con los primeros pasos del México independiente supieron que así como el conocimiento es la mejor inversión y lo más redituable, la ignorancia es y será lo más costoso. Con esta certeza y a partir de la vicepresidencia de Gómez Farías se instauró la costumbre de discurrir proyectos educativos luminosos y, al punto, caer en un círculo vicioso que, como el de Sísifo, repite el esfuerzo inútil y se repite en la infecundidad más absurda. Igual que Sísifo, todos los gobiernos mexicanos se han hecho con su piedra enajenante para empujarla hacia la cima y no lograr nada, salvo revestir un carácter nacional con la ilusión de estar haciendo algo grandioso sin salir del oscurantismo.
Educar equivale a abrir espacios, mover capacidades, despertar e iniciar un diálogo vitalicio con lo distinto y el acontecer de nuestro tiempo. De ahí que el intelectual sea una suerte de vigía, una voz de advertencia. Aun a riesgo de equivocarse, cuanto ve, descubre, asimila e interpreta participa de la incesante fecundidad del saber que revitaliza y dota de sentido el esfuerzo humano: justo lo contrario del absurdo de Sísifo. Si el intelectual examina la complejidad de actitudes y peculiaridades humanas, un pueblo educado cuenta con herramientas materiales y racionales para dignificar su existencia. Y esa es la oportunidad que, generación a generación, se le ha negado a la mayoría en nuestro país.
Alguna explicación muy sesuda habrá para esta condena de repetir corrupción, fracaso, esfuerzo inútil, engaño, mediocridad gubernativa, incivilidad, envilecimiento… Como no sea maldición suprema, análoga a la de Sísifo, cuesta atinar con justificaciones al por qué, desde la Independencia, México no se levanta sobre si mismo y se vuelve potencia. Que si los resabios coloniales, que si invasiones, que si intervencionismo extranjero, que si pugnas internas… Excusas sobran, pero lo inequívoco es que cuando surgen los pensantes que saben quiénes son y cuál es su lugar en el mundo, al punto “las fuerzas oscuras” encuentra el modo de marginarlos, hacerlos transparentes, anularlos, ningunearlos. Bien ilustró el fenómeno Jaime Torres Bodet con una metáfora perfecta: “México es una llanura; al que asoma la cabeza, se la cortan.”
No saber qué se es, quién y para qué: he ahí el fracaso educativo del Estado. Enajenado, el pueblo no sabe cuál es su lugar ni qué le corresponde. Está incapacitado, por ende, para respetar y reconocer el lugar del otro. Así los burócratas y ni que decir de la clase dirigente. De ahí que todos invadan, abusen, saqueen y mancillen. Unos toman caminos, bienes e instalaciones públicas y privadas; otros se van sobre el presupuesto y cado uno, desde su confusión existencial, practica la mexicanísima y envilecida miseria moral que nos define: “te chingo para que no me chingues… Si todos roban y abusan, yo también… Pendejo el que se deja… Para un cabrón; cabrón y medio…”
Entre lo perdido con los ideales de los fundadores de la República destaca este necesario conocimiento de la identidad individual y cultural. El sistema contribuyó a degradar la inteligencia educada al ritmo en que rompió ligas con el pensamiento crítico, a pesar de que el priísmo cultivó relaciones discrecionales entre el poder y las letras. A querer o no, la influencia de los intelectuales fue determinante, desde el siglo XIX y hasta el fin del XX, para crear un modelo de país cuyos propósitos concluyeron con la crisis de la sociedad y del presidencialismo. Hoy, todo es desbarajuste.
Destruido el puente entre la razón crítica y los estilos de gobernar se dispersó una criminalidad tan extrema y descontrolada que, en pocas décadas, acabó con la legitimidad de las instituciones, con la gradual estructuración de la sociedad y su posibilidad de democratizarse. El descenso actual demuestra hasta dónde es determinante el compromiso de la inteligencia para contener excesos de poder. No hay duda de que uno de los grandes errores del neoliberalismo ha sido menospreciar la cultura y encumbrar una economía carente de principios humanitarios, cívicos y dirigidos al bienestar de los más.
Si examinamos contrastes entre el tipo de pensantes del siglo XIX, los del XX y los actuales destacarán cambios radicales de nuestra cultura específicamente política. No son los únicos que espejean con fidelidad el carácter del medio que los formó y los problemas que determinaron sus ideales, pero unos cuantos ejemplos de época como los de Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, José Vasconcelos u Octavio Paz –cada uno en su circunstancial relación con el poder-, sirven de referentes de cómo se ha modificado no solo nuestra realidad, sino los conceptos de patriotismo, decencia y aspiración civilizadora.
Los cambios de moralidad son notorios, por ejemplo, entre los liberales del XIX y el oportunismo generalizado de parlamentarios contemporáneos. Enriquecerse a costa de las nóminas, mediante componendas y partidos políticos corruptos, es práctica tolerada por la ciudadanía ignorante de lo que significó el caos decimonónico. Sin educación en el ayer remoto y con una enseñanza tan deficiente como la conciencia cívica hoy, nuestro país no suelta su signo de la derrota. Por eso somos un Estado a medias que ni se levanta ni endereza su voluntad. Y eso avergüenza.
Producto de un romanticismo conmovedor, la mayor parte de las biografías de los liberales decimonónicos están cifradas por su disposición a la lucha y al sacrificio. Así como hoy metemos la mano al directorio del sector público y la sacamos enlodada, en el ayer en el que todo estaba por construirse, brotaban la probidad, el espíritu de superación o la urgencia de garantías individuales. Una Constitución laica y “progresista” como la de 1857, provocó enfrentamientos encarnizados entre facciones rivales, pero logró imponerse como el mayor triunfo de aquellos hombres de acción y de pensamiento: nada qué ver con la medianía penumbrosa de los que gobiernan y dizque nos representan.
Todo ha sido poco a poco, entre obstáculos y pugnas internas entre nosotros. Sin embargo, los pasos hacia delante han sido inseparables de la presión de las mentes más avanzadas. Y eso es lo que falta: empuje crítico y actuante, conciencia responsable, inconformidad sensata de liberales tan distinguidos como el muy novelable Ignacio Ramírez. Él, en las horas más negras y urgidas de laicismo para crear un Estado, se atrevió públicamente con afirmaciones tales como “No venimos a hacer la guerra a la fe sino a los abusos del clero. Nuestro deber como mexicanos no es destruir el principio religioso sino los vicios y abusos de la Iglesia para que la sociedad camine de manera amancipada.” O también: “El crimen más grande que puede cometerse contra cualquier ciudadano es negarle una educación que lo emancipe de la miseria y la excomunión”.
Hay que repetirlo hasta que se entienda: sin intelectuales hubiera sido imposible establecer la República; sin apoyo a la cultura, México seguirá esclavizado y por debajo de sus posibilidades. Hay que combatir el símbolo de la derrota estrechando la distancia entre la inteligencia educada y el oscurantismo de la mayoría supeditada al paternalismo. No hay duda de que subyace en el inconsciente colectivo la nostalgia de una mezcla de mesianismo y ángel exterminador encarnado por Vasconcelos. De ahí que la gente sueñe y pida al cielo “líderes” que la saque de su postración. No saben que esos encantadores de masas se llamaron Hitler, Mussolini, Stalin, Franco…
La crónica del cambio es desalentadora. La división entre saber e ignorancia es correlativa a la de querer, saber cómo y poder hacerlo. De ella se nutren los malos y peores gobiernos. De esta división se nutre el círculo vicioso de los yerros, las crisis y los descensos que nos acercan más a Sísifo que a la rebeldía creativa de Prometeo.
Parece remota y caricaturesca la figura del dictador Antonio López de Santa Anna, pero encarnó a plenitud el carácter del poder. La historia desvela más similitudes entre sus desvaríos, su megalomanía, abusos de su régimen dictatorial y los personajes creados por “el sistema”. Tal la maldición sisífica. Tal nuestro absurdo irredento. Nada nos saca de nuestra ancestral postración. Bien lo dijo Alfonso Reyes al referirse a la que llamó, con cierto optimismo, “La hora de América”: hay que despertar y mantenernos con el ojo en alerta; hay que agitar la razón y moverse. “No vaya a ser que la Fortuna toque nuestra puerta y nos encuentre dormidos”.