Creadores de una mitología tan poderosa que lejos de morir se vuelve más moderna, expansiva y reveladora de nuestros males, quizá los griegos inventaron a los dioses para conocer las neurosis o discurrieron las imperfecciones supremas para hacer más soportable la parte oscura de la humana naturaleza. Como sea, mitos como el de Narciso ilustran con tal exactitud el individualismo actual, que es el referente perfecto para entender hasta dónde el modelo neoliberal aniquiló la capacidad de ver al otro, de amarlo y compadecerlo a cambio de fomentar, mediante el culto al dinero y al consumismo, un peculiar egocentrismo –por fusionado al enfermizo enamoramiento de sí mismo-, que incapacita a los narcisistas a convivir o siquiera ver, apreciar y relacionarse con los demás.
Tan hermoso era el muchacho que su también bella madre, la ninfa Liriope, creyó que la criatura había nacido para el amor, para ser admirado y alegrar la vida y los sentidos de quienes lo rodearan. Lo llamó Narciso para que el sonido de su nombre fuera melódico y armonioso, como su figura y su rostro. Acreedor de todos los merecimientos, la vanidad nutría su egoísmo, aunque él, ignorante de los espejos, sólo se intuyera a sí mismo a través de la mirada de los otros.
Al evocarlo en el libro III de Metamorfosis, Virgilio narró que un oráculo reveló que el niño sólo llegaría a viejo “si no se conocía”. Nadie entendió esa confusa respuesta pues era célebre el precepto de Delfos que, desde el pórtico, advertía al consultante: “Conócete a ti mismo”. “Conocer” pues, entonces y ahora, significaba mirarse y “ser visto”: algo equivalente a conocer y reconocerse. De hecho, Narciso iba creciendo feliz, entre halagos y muchos éxitos que acrecentaban su bienestar. Era admirado por los demás, pero él “no se conocía”; es decir, nunca se había mirado, en ningún sentido. Doncellas y púberes lo deseaban y él, ensoberbecido por ser la causa de tantos y tan variados amores, no hacía caso a ninguno, pero se complacía enseñoreando su belleza y su fatuidad.
Atentos a los asuntos del mundo, para los dioses no había mejor diversión que entremeterse en el destino de los humanos. Disfrutaban especialmente yacer con mujeres y ninfas, provocar disputas, alianzas, rivalidades y muchas intrigas entre ellos, contra ellos, a favor o en contra de los héroes y de preferencia a costa de algunos mortales para que nunca, nadie, pretendiera igualarse a su divino poder. Por eso al destino de Narciso no podía faltar el enredo que, tramado con varias hebras, se manifestaría cuando Hera, la esposa eternamente celosa y perseguidora del lujurioso Zeus, se cansó de oír a la parlanchina Eco, una ninfa que no paraba de hablar para distraerla mientras Zeus trasmutaba en cualquier criatura para violar a cuanta mujer, ninfa o diosa se le antojara.
Harta de su parloteo y de la imposibilidad de la encubridora Eco de mantener la boca cerrada, Hera le infligió un castigo terrible: dejarla sin habla ni voz propia. La condenó a repetir, devolviéndolas, las muchas o pocas palabras que los demás emitieran. De que eran ocurrentes los dioses griegos, nadie lo duda. Se requiere una imaginación superior para discurrir, además, que la desdichada muchacha se enamorara perdidamente del bello Narciso mientras vagaba, según Virgilo, “en apartados campos”, donde ella se resguardaba. ¿Quién está presente?, preguntaba él, y Eco respondía “Presente”. “Ven”, decía uno; “Ven”, respondía la otra, hasta que llamara ella al que llamaba diciendo “juntémonos” sin haberse visto las caras.
Narciso huye de ella cuando Eco decide echarse a sus brazos sin saber que su amor imposible repetiría, por última vez, “Las manos del abrazo retira antes de que tenga poder sobre nosotros”. “De que tenga poder sobre nosotros”, repetiría la infortunada al ser despreciada por el amado ya en fuga, aunque perturbado por el efecto que le causaban sus propias palabras. Eco languideció de amor hasta reducirse a sólo huesos y voz. Los huesos se convirtieron en piedra, pero su voz aún puede ser oída con indiferencia por todos, salvo por los que adoran escucharse a sí mismos.
Enfurecida Afrodita a su vez por los reiterados desdenes con que Narciso hacía caso omiso del poder de la seducción que ella representaba, discurrió para él un castigo terrible. La fatalidad se cumplió cuando Narciso, asomado a un estanque, descubrió una imagen que lo miraba con unos ojos esplendorosos y una magnificencia como ninguna había visto sobre la Tierra. Condenado por la diosa a enamorarse de sí mismo al conocer su reflejo, Narciso dejó de cazar y de distraerse como los otros muchachos porque sólo encontraba placer, tendido frente a la superficie del agua, al contemplar su figura allí reflejada. Todo admiraba en él: las mejillas rosadas, el fulgor de la piel, la boca perfecta, la línea del cuello y la mirada cada vez menos interrumpida por parpadeos que lo apartaran de buscar alguna respuesta de aquel que lo seducía desde el espejo del agua. Entregado a su propia contemplación, nada ni nadie lo complacía, salvo la inútil pasión por sí mismo que lo arrebató en el frescor de la fuente.
El cruel castigo de enamorarse de sí mismo lo fue consumiendo hasta languidecer como Eco. Como la ninfa que una vez despreció Narciso, él dejaría de hablar y de comunicarse con los demás. Nada podía calmar el ansia por poseer el vano reflejo que reía cuando él reía, lloraba a su par, tendía como él los brazos para alcanzarlo y repetía cada gesto con tanta belleza y puntualidad que, enamorado hasta la locura de su propia hermosura, Narciso quedó allí en el estanque, consumido por el furor del verano.
Murió joven, como las flores más bellas, cuando depositó en la yerba su cabeza cansada mientras lloraban las náyades y las dríadas que cerraron sus ojos que ya no se reflejaban en la fresca superficie del agua. El inútil enamoramiento de sí mismo le impidió conocer el amor verdadero. Dejó tras de sí una lección que, para todos los tiempos, se llamaría narcisismo: infecundo complejo que continúa atormentando a quienes, como él, no tienen más pasión ni más gozo que el de contemplar el espejismo doloso de sí mismos. Desde entonces Narciso adormece, fascina, embota y atrae a sus seguidores hasta consumir el poder de su propia mente. Su ciclo es como el de las violetas, los jacintos, las anémonas y el de todas las flores que declinan abatidas por el furor del Sol, en la perfección de su juventud. Es la trampa mortal para quienes se quedan asidos a la imagen inmóvil de la hermosura fugaz de la adolescencia. Hipnotizados como este joven que cayó en la trampa de la ilusión que con maestría domina Dionisio, los narcisistas no ven ni distinguen la vida a su alrededor. Para ellos, el otro no existe. Nada tocan, no abrazan, no dan ni reciben. No aman. Tampoco se reproducen como los demás y llevan en su propio enamoramiento la sanción de la diosa Afrodita que los condena a la necia repetición de sí mismos hasta que los alcanza la muerte.