Tiempo de relecturas. A salto de autores, se unifica lo real. Sea Shakespeare, Cervantes, Pessoa, Neruda o mi voz interior, cuando se trata de amores generalmente triunfa la fantasía, por lo que de antemano está servido el conflicto, el enredo o la frustración. La pareja ideal se prefigura al filo de la adolescencia. Con suerte madura; si no y a partir de entonces, la visión idílica del amor sigue sus propias leyes, sin conciencia de lo real, sin autocrítica ni disposición de ver y aceptar que lo que es es como es. Así se impone con facilidad el intruso y desencadena el infierno: infierno a veces más bien anodino, otras tedioso, loco o violento cuando rozamos lo peor. Y lo dejamos pasar, en las páginas y en la vida. Cedemos y concedemos. Remember Mme. Bovary, Anna Karenina, Julian Sorel, Philip Carey, en La servidumbre humana… Unos ejemplos peores a otros, la lista es antigua e interminable. Y hasta donde recuerdo, nadie acaba bien, ni siquiera los héroes.
La gente va creciendo en casi todo, salvo en inteligencia emocional: si no fuera así no existirían la literatura, las religiones ni el psicoanálisis. Tampoco el alcohol y las drogas serían panacea de ingenuos que creen en el Paraíso, en el arte de la fuga y en los prodigios. Mientras que a la sombra del indeseado el desamor tiñe lo cotidiano de divergencia instintiva, la novela, la vida, el teatro o la poesía coinciden al ponderar al amante perfecto: es la ficción –su poder insustituible- a la que se acude para hacer soportables los días. Es también el relato de lo anhelado el que divide en dos la existencia, nada más que para convertirnos en esquizofrénicos o equilibristas. Esos dos lados, tan infaltables y juguetones, tan tramposos el uno y el otro, tan mentirosos ambos y frecuentados por los amantes.
Sin la invención del porvenir promisorio que nos aguarda con quien, por descontado, no existe, nos sentiríamos como desnudos, como sin rumbo, sin sentido y a la deriva. Al menos así lo espejean los grandes autores. Pienso en Stendhal, en Baudelaire, en Tolstoi, en Dovsteievski, en Cervantes… Vaya, pienso en el drama, en la tragedia y la infelicidad que, según lo demuestra Sandor Márai, se van tejiendo desde el mero principio, con las elecciones e intenciones equivocadas. Lo demás llega solo y se escribe con dificultad porque duele; duele de cerca cuando acerca, y de lejos porque espejea, advierte y desenmascara al errático y débil que llevamos adentro.
Distante del común de los mortales, el amante fabulado se va refinando en nuestras cabezas al ritmo en que lo que hay, lo que conocemos y se toca está lejos, muy lejos de parecerse a nuestra ficción amorosa. Sin embargo ahí nos quedamos, en la primera, segunda y tercera estación del error. Y si damos el salto, Anna Karenina asalta, Mme. Bovary nos espanta, Ekaterina Máslova, la seducida abandonada y encarcelada de La resurrección, obra tremenda de Tolstoi sobre los prejuicios y la hipocresía de la sociedad y la Iglesia, nos infunde terror. Y de ahí en adelante, hasta abarcar decenas y centenas de destinos femeninos arrasados por la sinrazón y la barbarie patriarcal. Esa barbarie tremenda que por más instruidas, creativas y autosuficientes que seamos algunas mujeres, se nos aparece en la intimidad para revelarnos el verdadero secreto que nadie nos dice: no es Medusa, es Meduso el monstruo que paraliza. Es el hombre coronado de serpientes; es el depositario del veneno letal que hacia fuera se muestra paternal, protector y sabe dios cuánto más y muros adentro se arranca la máscara para dejar en libertad sus culebras.
Presentimos que “algo” falla todos los días. Algo recóndito no nos acaba de contentar. Falta o sobra de todo: un tirano domiciliario, demasiado machista para nuestras ansias de libertad: violento, celoso, egocéntrico, con visos de envidia de sabe Dios qué, no tan brillante como presume, indolente, miedoso, un alma agreste… El catálogo de peros y observaciones calladas brilla en nuestro interior o administra el silencio brutal que Márai transforma en obra maestra en El último encuentro. Hecha para sufrir, hay que aguantar. Y yo, tú, ella, nosotras aguantamos. No darse por vencida, es la consigna: a fin de cuentas, todo va a mejorar. Para eso está la emoción perturbada, para construir destinos a dosis de deseo, inexperiencia, dolor y presión social. De todas maneras, siempre quedaremos mal.
Lo sabemos: los fracasos se anuncian por todo lo alto, pero mejor no moverse. ¿Qué sería de las letras si los amores tuvieran finales felices? No es que los dioses cieguen a quienes quieren perder: es que paralizan, más bien. Es la Medusa/Meduso la culpable. En medio del ir y venir de la ficción al recuerdo, del libro a la evocación, de sueño a la vigilia y del deslinde entre la verdad ficticia y la ficción verdadera, se impone a mi pesar un momento en que la voz de Pessoa retumba allá adentro. Traída de lejos, cada palabra pega, como una denuncia: Soy quien no acerté a ser.// Todos somos quienes nos supusimos.// Nuestra realidad es lo que no logramos nunca. Y más allá, el tic-tac restallante, lo inevitable y la urgencia de arrancarse la máscara, porque el sabio Pessoa, otra vez, lo probó con razón y nos lo espeta, otra vez:
Todos tenemos dos vidas:// la verdadera, esa que soñamos en la infancia// y seguimos soñando, adultos, en un sustrato de niebla,// y la falsa, esa que vivimos en convivencia con los otros,// la práctica, la útil,// esa en la que acaban por meternos en una gran caja.
Y en esa suma/resta entre lo ficticio y lo real me queda claro que hay un momento en nuestras vidas en que le asignamos al intruso o enemigo domiciliario virtudes. Inclusive le disminuimos defectos y a su alrededor construimos un futuro llevadero a pesar de que la realidad resuene como campana de catedral. Fabuladores somos, pues, aun sin páginas de por medio. Y lo somos de punta a punta, como si de una enfermedad congénita se tratara.
Así es el Dictado, la Necesidad: hay que iniciarse sexual y socialmente en pareja, para lo cual se aprende a no mirar más allá de la frente. Eso, porque hay un momento extraño o un mandato secreto en que por cuestión cultural, deformación del prejuicio adquirido, comodidad o incapacidad de entender dividimos en partes inconciliables el mundo deseado del mundo tangible, el que aguardamos como se espera la lotería y el que todos los días se presenta como agenda a cumplir: hacer esto y lo otro, ir por aquí y por allá, contestar a éste, procurar a aquél o aceptar que hay cosas que tenemos que hacer.
Tolstoi, ese santurrón y demonio que se cansó de hacer trabajar y reescribir a Sofía, la esposa al final repudiada, tuvo el acierto de iniciar su Ana Karenina con una verdad de a kilo: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Y vaya que él abundó en su vida en motivos para hacer sufrir a los más cercanos. Mucha, muchísima gente está condenada a la infelicidad. Los que descubren o persiguen el codiciado secreto de amar, ser amados, vivir sin sobresaltos y sin que las pasiones los desborden, no suelen ascender a las letras. Tampoco se dan a notar ni en general nos parecen tan atractivos para siquiera desear una biografía similar.
Entre anodinos, buena gente y almas felices permanece un estado de flotación que contrasta y mantiene en vilo a los equilibristas tan maravillosamente descritos por Kafka. Kafka: santo de mi devoción, cucaracha bendita, pluma si par, odiador de su padre, genio de tempestades, incapaz hasta de amarse a si mismo, perplejo si los hay. Los “otros”, los torturados de la tierra, los que suelen poblar el teatro y la novela y tarde o temprano se convierten en manjar del psicoanalista, son los problemáticos que han hecho pensar a filósofos, prelados y poetas sobre el sentido del ser y del sufrimiento. Por ellos tengo por sagradas a las letras, por ellos creo en la redención y gracias a la fusión de dolores propios y ajenos sigo creyendo que no hay libertad que se paladee mejor que la que se conquista cuando se ha sido rehén de un tiranuelo mayor o menor. Siempre estarán Antígona, Sócrates, Wan Fo y Galileo, por ejemplo, para probarlo.
De los motores que mueven al espíritu humano, sin duda el poder y el amor se cuentan entre los más potentes. Múltiple, diversa, expuesta al juego engañoso de la interpretación, la idea del amor es tan ambigua que acepta cualquier interpretación. De ahí su riqueza, su insondable capacidad de inspirar páginas deslumbrantes.