Era el 15 de febrero de 1971. Marcado por una inocultable impopularidad, el gobierno de Luis Echeverría, por obvio interés político, decidió conmemorar el Día Internacional de la Mujer en el Museo Nacional de Antropología e Historia. Casi desconocida hasta entonces en el muy masculino ámbito cultural, se eligió a Rosario Castellanos como símbolo de escritora adelantada y representante del feminismo que ya era inocultable en el país (por incipiente que fuera), al menos entre universitarias. Reconocer públicamente a una mexicana era tan inusual como ventilar su marginalidad. La ceremonia adquirió notoriedad no solo por haber tocado la llaga de la invisibilidad femenina, sino porque en su discurso que tituló: “La abnegación, una virtud loca”, la homenajeada levantó el velo de una verdad incómoda, no obstante su tinte irónico.
Con unos 50 millones de habitantes y escandalosa minoría de escritores, artistas, científicos y personas con licenciaturas, maestrías y doctorados comprobables, el país estaba fragmentado. Pesaban el dolor y la huella nefasta del ’68 que dobló a más de una generación, además de meter freno a la democratización. Una sombra muy larga se extendía desde las calles hasta el corazón de quienes anhelaban otro modo de ser humano y libre. Rulfo, Paz y Fuentes presidían las vanguardias literarias. Surgían más nombres y se notaba apertura, aunque abundaban lamentos y frustraciones. Casi nada de luz ni alegría en prosa o verso porque las voces mexicanas tienden a cerrarse sobre sí mismas, a pesar de que en ocasiones aparezcan un Carlos Pellicer o un Jaime Sabines a celebrar los colores del paisaje y las emociones amorosas.
No que no hubiera belleza, es que el ánimo dominante frecuentaba la denuncia, la dificultad de vivir o -traído de tiempo atrás- el característico abatimiento, la jeremiada y la muerte. Aunque por Platón algunos supieran que la belleza “puede alegrar la mirada o la mente, pero no está directamente asociada con la verdad”, el gozo no era recurso de salvación ni lo bello en las letras búsqueda o consuelo de nada. Salvo el excepcional humor en las parodias de Jorge Ibargüengoitia, predominaba la solemnidad y la tendencia a lo lastimero. Nacida en 1925 y asociada a la generación del medio siglo, Rosario Castellanos pronto, desde sus primeras publicaciones, encontró su voz propia en su yo más íntimo y en el penar cerrado del pasado intolerante que la marcó. El resultado fue una obra singular por sus temas, sin antecedente en nuestra historia cultural.
Mientras daba visibilidad al través de su poesía y su narrativa a los dos asuntos prescritos de nuestra realidad -indios y mujeres-, el mundo era un hervidero de reivindicaciones por las libertades y los derechos civiles. Principalmente Virginia Woolf y Simone de Beauvoir eran influencias inseparables de los feminismos en varias lenguas, español incluido. Los gorilatos parecían inamovibles en la América Latina y el Caribe. Persecuciones, asesinatos y discriminación formaban parte de los días y para la mayoría, acá, vivir era tan difícil como sembrado de obstáculos. Se culpaba a la Conquista, a la Guerra Fría, al imperialismo yankee, y “al otro”, en los términos del existencialismo sartreano, de la espantosa situación del Tercer Mundo, del horrible apego al atraso lastimero y de la postración de los vencidos. Por extensión de lo dicho por Yoko Ono en plena Beatlemanía, nada era más despreciado que ser india y mujer. A Rosario se debe la inaugural observación literaria de esa realidad que, por desgracia, continúa arrastrando sus peores estigmas.
Con la mirada atenta a Chiapas, a su cerrado origen conservador y antifemenino y a los indios que aprendió a comprender desde la distancia de culturas inconciliables, como eventual colaborada del Instituto Nacional Indigenista y en particular en su carácter de escritora, se atrevió con lo innombrable. Era un México ignorante de la libertad de expresión y agarrado a sus limitaciones como si fueran logros. Era un país tan reacio a los cambios como inhabilitado para acceder a las democracias modernas al través de la justicia, educación, libertades, derechos, salud, etc. Se resentían, en todos los órdenes, las consecuencias de las mayores carencias en la historia de indios y mujeres: el eje de su obra, desde la perspectiva autobiográfica. Como niñas, jóvenes, adultas y ancianas tanto, en las ciudades como en el medio rural, conquistar la dignidad y formarse era como si se tuviera que escalar el Éverest: todo era difícil, todo reprobable y espinoso.
A cargo de la reciente población de universitarias conscientes de su invisibilidad secular, del sacrificio consagrado como virtud, de la abnegación forzada y, en suma, de la marginación indivisa del prejuicio de su inferioridad intelectual y social, el feminismo absorbido por Rosario al través de las grandes influencias en boga comenzó a adquirir fuerza y presencia en un México atrasado, intolerante, demagogo, enmascarado y reacio a cualquier apertura. Con el estigma del Movimiento Estudiantil y consciente de la impopularidad que acompañaría al presidente Echeverría de por vida, en tal realidad cerrada se publicitó el Día Internacional de la Mujer como acto iniciático, que sin duda lo fue en términos políticos. Puso las luces sobre la autora de Balún Canán, Ciudad Real y Oficio de Tinieblas. De la noche a la mañana su nombre se antepuso al de sus colegas, incluido el de la autora de Los recuerdos del porvenir, Elena Garro, cuya mala prensa y ruidosos conflictos personales empañaban el reconocimiento de su indudable talento. Al punto y contra la masculinización imperante del servicio exterior, Echeverría convirtió a Rosario en embajadora en Israel y en figura tutelar de las jóvenes que hallaban en el activismo de género la reacia liberación necesaria. Y con su muerte temprana comenzó su leyenda…
En suma, Rosario Castellanos fue consagrada en primer término no por lectores ni académicos ni amigos de las letras, sino por el jefe del Estado: grandísimo y oportuno ejemplo del otrora vínculo entre intelectuales y el poder y de las tantas contradicciones de nuestra historia cultural. Historia -con sus horrores y aciertos- que ella probó en carne propia durante las etapas de su vida: invisible y marginada hasta su juventud; esposa enamorada en lucha consigo misma, víctima de infidelidades e inequidad y divorciada y madre en pleno dominio de una voz propia y una obra singular. Maestra universitaria en lo fundamental y durante algún experimento, promotora cultural en comunidades indígenas de la Chiapas indivisa de su eje creador. Embajadora sin antecedentes en el servicio exterior y, a cincuenta años de su extraña muerte sin haber cumplido medio siglo de vida; una figura consagrada que, con insuficientes lectores y menos críticos puntillosos, crece en la imaginación principalmente femenina y/o huérfana de héroes tutelares.
Con buenas razones se la honra en su Comitán natal. Acaso sea la única escritora mexicana -salvo sor Juana- acreedora de alguna estatua y de un enorme reconocimiento local. Ni que decir de su reposo en la Rotonda de las Personas Ilustres: datos de gran merecimiento, sin duda, pero indicadores de la peculiar relación entre el poder y las letras que con omisiones y desmesuras, yerros y unos cuantos aciertos, no deja de arrojar capítulos fascinantes para una biografía de peculiaridades mexicanas al través del también peculiar mundo de las letras.
Narradora y poeta en lo esencial, desde su breve estancia en Israel -murió en 7 de agosto de 1974-, escribió artículos para la página editorial del diario Excélsior. En estricto sentido no fue ensayista, pero por algunas páginas de análisis más bien académico se le atribuye el cultivo del género. Mantuvo hasta el final de su vida el tinte autobiográfico que frecuentó con maestría. Infortunada en el amor, su infeliz matrimonio con Ricardo Guerra, a quien conoció en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, le dejó un hijo amadísimo y tema para buenas letras, pero padeció maltrato, desdicha e infidelidades que no dejaban de comentarse entre quienes los conocieron.
Única escritora chiapaneca en posesión de una obra literaria de gran madurez, Rosario Castellanos se convirtió en símbolo femenino, feminista a su manera y de interés por la realidad de los indios. A distancia vislumbramos avances y retrocesos ocurridos durante el medio siglo que conmemoramos en 7 de agosto de 2024. Con casi 134 millones de habitantes, el país que ella conoció, disfrutó y padeció tiene nuevas y tremendas contradicciones, empezando por el deterioro del medio ambiente, la violencia imperante y descontrolada, concentraciones urbanas infernales, una multiplicación asombrosa de escritoras y universitarias, carencias culturales ostensibles, dramas educativos inocultables, atraso imparable del Poder Judicial y del sistema de salud pública… Acaso no se asombraría Rosario al ver lo ocurrido en las comunidades indígenas de su Chiapas amada: el alcoholismo que denunció, el maltrato que denunció, la situación femenina que denunció, la imposibilidad de conciliar culturas ajenas entre sí, el conflicto de los lenguajes sin vasos comunicantes, que también conoció… Es decir, Rosario Castellanos es tan actual como su obra. De ahí que pueda leer su narrativa como si fuera ayer y repetir su poesía como si hubiera sido escrita hace una hora porque las letras, cuando dan en el blanco, son el espejo de la vida, de su tiempo y de sus máscaras.