Decía T.S. Eliot que el ser humano no aguanta demasiada realidad. Sin embargo, “demasiado” es algo tan irregular como el carácter y los tiempos. Lo que es poco o pasa inadvertido para unos puede ser insoportable para otros. Hay pueblos y/o personas mejor dotados para sortear y vencer las presiones. Es el talante lo que nos distingue. Los modos de ser, manifiestos en la fuerza interior, las disposiciones del ánimo, el cultivo de habilidades y la urgencia de cambiar para mejorar, no están supeditados a los caprichos del destino. Tampoco la virtud que permite decidir al hombre prudente, como aprendimos de Aristóteles, se adquiere por generación espontánea ni su asimilación depende del mesianismo ni de la creencia en los milagros. Si así fuera nos sentaríamos, como tanta gente, a recibir los dones prometidos o viviríamos resignados al envilecimiento agravado por la ignominia. En tanto y la pasividad afianza al sumiso y al derrotado, el proceso de superación, comandado como se sabe por minorías, exige disciplina, inconformidad, educación, mente abierta, recursos varios –incluidos los materiales-, reflexión y trabajo sostenido. Progresar demanda mucho, muchísimo trabajo, costo, estudio y energía: justo lo que se evita donde lo real es más insoportable, donde la confusión es como el hedor del agua estancada. Así que, en vista del furor en contra del cultivo de las artes, la ciencia y la obra de la inteligencia en general, enderezado por la aborregada feligresía de la 4t, hay que insistir en que la fuerza que impulsa el movimiento transformador de adentro afuera y de afuera adentro es inseparable del proceso continuado de la cultura.
La cultura, pues, es el acicate no únicamente de la evolución, sino de las contribuciones tangibles e intangibles para enfrentar, esclarecer, solucionar y subsanar problemas, empezando por los propios de la servidumbre y la correlativa injusticia. La historia demuestra que nada hay más contrario al conformismo y al avasallamiento que la curiosidad intelectual, la crítica y el saber, la valoración del equilibrio y la capacidad de crear, reajustar, analizar e inventar. A partir de la expulsión del Edén, el cultivo de la razón, en sus varias vertientes, ha permitido al ser humano aprender, experimentar, elegir, liberarse e innovar para ir venciendo la inacabada condena de su oscurantismo primitivo. Desde la noche de los tiempos se repite que la superación no es panacea, que hay que estar fomentando el conocimiento y las posibilidades de la razón para enfrentar la realidad y sortear sus ramalazos con lo mejor que se pueda.
Desde los griegos, que tanto exploraron la idea del destino, sabemos que la cultura y solo la cultura puede romper la determinación o lo que creemos imponderable y esclavizante. Gracias a sus individualidades prodigiosas también sabemos de qué se trata la enigmática e ingrata presencia de nuestra especie en el mundo. Son griegos los riesgos de nuestro eterno sentimiento de orfandad y del apego a los dioses. Su legado –el legado de sus minorías- nos muestra lo mejor y lo peor de nuestra condición. Sus enredos, sus caprichos, sus pasiones, sus batallas y sus vicios maravillosamente ilustrados por poetas, escultores, filósofos, historiadores de la talla de Herodoto o Pausanias, etc., dirigen nuestra mirada hacia el apetito de heroicidad, la valentía, la metis, el afán de aventura, el deseo de gloria, la ética y ese eterno empeño humano no solo de inquirir lo desconocido, sino de rivalizar con los Inmortales para adueñarse de sus atributos. Sobre la inmensidad de su herencia –de la que aún dependemos para dotarnos de sentido-, es la tragedia la que atesora las mayores lecciones para entender al Hombre desde sus grandes debilidades…
Cuanto más ricas las culturas mayores las evidencias de que la educación completa la tarea de preservarlas y aprovecharlas. Sin embargo nuestra burocracia, adueñada desde hace casi un siglo de la mal llamada educación, que nada tiene de paideia, arroja medianías, ocurrencias, leyes engañosas y programas de sabe Dios cuántas barbaridades que, en caso alguno, han formado siquiera una generación capaz de enorgullecernos. Nada, pues, que encumbre la virtud, en sentido estricto. Sus fraudes han hecho de México y de decenas de millones de escolares un fracaso no solamente moral, sino político, judicial, social y económico. En suma, entre los vicios de la SEP, las deficiencias del magisterio, las chapuzas sindicales y una reiterada torpeza gubernamental, el Estado mexicano creó a pulso un realidad difícil de soportar, de la que en la actualidad no nos libra ni la cultura. Lejos de distinguirnos por la grandeza de nuestro espíritu, el país está señalado por propios y extraños por su brutalidad, por la violencia, por el imperio del crimen, el abuso, la mentira, la injusticia y un hecho inocultable: la ignorancia mayoritaria que no contribuye a mejorar a su sociedad, porque carece de medios culturales para formar a los individuos como mejores personas, mejores ciudadanos, productivos y correctos miembros de su comunidad.
Lo dijo Alfonso Reyes desde hace casi un siglo. Lo creyeron sus coetáneos y miembros de la generación del Ateneo de la Juventud, y sigue siendo válido para nosotros: la obra de la cultura, la gran cultura, la esencial como pionera en el cultivo de los atributos espirituales, ha sido y es producto de las individualidades. Si esto se quiere entender como minoría privilegiada, pues si, somos privilegiados por cultivar por derecho propio o apropiado la inteligencia educada y convertirla en obra. Privilegiados, sí, por no renunciar a las capacidades recibidas, no obstante la adversidad. Privilegiados por el talento y por mantener activas las aptitudes; por aportar cosas e ideas nuevas y abrir camino a las masas que se benefician del genio creador.
El talento no se reparte en las urnas. Se tiene o no se tiene, aunque requiere cultivarse y en eso es tremendamente exigente. La educación, en cambio, es una obligación del Estado para que toda la población eleve sus condiciones de vida. En esa formación colectiva se insertan los logros de la cultura. Y son los creadores, los pensantes, artistas, científicos y humanistas en general quienes van adelante, como punta de flecha, abriendo camino y facilitando el cultivo de multitudes que vienen atrás a distintos ritmos. En ese puñado directriz descansa, pues, la formidable herencia espiritual de la comunidad. Es eje y motor del verdadero desarrollo, cuya aplicación práctica acude a la técnica a y otros recursos previamente discurridos también por minorías. La cultura es la medida del avance o del retroceso. Es el indicador inequívoco de libertades o represiones, de logros, derechos o atrasos, de esperanzas y, por encima de todo, de la identidad compartida, los grandes ideales, aspiraciones y realizaciones que no dejan lugar a dudas respecto de lo que es la calidad del Estado.
Es la minoría la que se adelanta, se rebela, difiere, observa, analiza, critica, advierte, señala... Es la que entiende antes y de mejor manera de que se trata la realidad y cómo está conformada. Entiende la hondura del compromiso de educar y los riesgos de no hacerlo. Las minorías y no las masas aportan los mejores contenidos de la cultura, aunque son las mayorías las que -sin saber ni preguntarse de dónde provienen- se benefician del producto del mayor de los privilegios: la razón creadora.
Sin embargo en México la muchedumbre moldeada en el resentimiento y la frustración vocifera contra supuestos privilegios del puñado –literalmente puñado- que recibe un subsidio o “beca” ni siquiera equivalente a los jugosos salarios de los altos funcionarios, para realizar su trabajo sin padecimientos mayores; un trabajo que únicamente muy pocas personas están en aptitud de realizar. Quienes nos dedicamos a tiempo completo al trabajo intelectual de manera independiente, conocemos los rigores y los obstáculos de esta realidad, a veces insoportable. Como escritora y con una abultada obra a cuestas, continúo esclavizada a regalías insignificantes y limitaciones editoriales. Impartir conferencias equivale a exponerse a humillaciones tremendas: mal o nada pagadas y peor organizadas porque en especial los organismos del gobierno, incluyendo escuelas y universidades, se defienden diciendo que “no tienen presupuesto”. Agréguese la ausencia de agentes literarios y especializados en las áreas distintas de la creación. Es además obvia la dificultad para acceder a revistas y publicaciones que podrían pagar las colaboraciones, pero son verdaderas cofradías… En fin, que para subsistir como escritor, artista o intelectual en general hay que literalmente subsidiar el proceso de la cultura o enchufarse a algún organismo para obtener un sueldo aun a costa de sacrificar lo fundamental: la realización de la propia obra. Hay que hacerse de lo que Alfonso Reyes llamó “trabajos alimentarios”para subsistir; trabajos que roban tiempo y energía y nada retribuyen a cambio. Hay que decir que el intelectual mexicano es, en esencia, un desclasado, un condenado a dedicarse a lo suyo por amor, por pura pasión creativa y creadora. Nada importa que algo sepa hacer mejor lo que muy pocos saben hacer, porque hay que hacerlo a sabiendas de que, salvo excepciones, ni será reconocido ni apreciado ni retribuido económicamente en términos de justicia. Ésa, así, es la verdad verdadera para la mayor parte de la comunidad de privilegiados fifí.
La cultura mexicana se encuentra aún en sus peldaños básicos. Venimos de un siglo XIX atormentado y apenas con individualidades y recursos contados para participar de la obra espiritual de la naciente república. Puede decirse que apenas durante las primeras décadas del siglo XX y muy especialmente a partir del medio siglo, comenzaron lo que los ateneístas llamaran al término del porfiriato los fundamentos culturales, sin los cuales ninguna gran obra es posible ni las mejores mentes consiguen desarrollarse. A cuenta gotas y de manera visible las mujeres empezamos a incorporarnos al mundo de las letras, a las ciencias, a las humanidades en general, a la música y a las grandes artes a partir de los años sesenta, con las limitaciones propias de un medio naturalmente excluyente. En mi caso personal, nunca he recibido “apoyo” económico del FONCA y no porque no lo requiera, sino porque reiteradamente me lo han rechazado. Así que nada de casta de vagos y mantenidos que no entienden las necesidades del pueblo bueno y sabio. México necesita con urgencia más talento y mayores presupuestos en todos los campos. Nos urgen científicos, grandes artistas, escritores, bailarines, cantantes, dramaturgos, músicos verdaderos, de calidad y bien formados actores, filósofos, filólogos, traductores…
No será por las patrañas ni por los crímenes ni las demagogias gubernamentales por lo que habremos de enorgullecernos y pasar dignamente a la memoria por venir, sino por las obras de las grandes cabezas que iluminan y enriquecen la realidad. Todos sabemos quién fue sor Juana, aunque los más no hayan abierto una sola página suya, pero nadie sabe quiénes ni cómo la atosigaron en un tiempo dominado por la Iglesia y los enredos de la corte. Reyes, Paz, Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Elena Garro, Sergio Pitol, Miguel León-Portilla… son nombres cuyas obras nos han abierto camino y nos han mostrado de qué estamos hechos los mexicanos. Así respecto del puñado de notables y civilizadores, vivos o muertos, a quienes tanto debemos. Son los creadores, los científicos y los pensadores los que honran a los gobiernos y a los países y no al revés, pues bien se sabe que lo primero que combaten tiranos y dictadores es a la inteligencia educada. Nada temen ni aborrecen más los malos gobernantes que la crítica y el poder transformador del teatro, de la literatura, de las ideas y del arte en general.
La cultura no elimina los defectos de la humana naturaleza, pero los pone en evidencia. No impide la construcción de nuevas Babel, pero ofrece medios para entenderse entre sí. No evita las bajezas ni los actos de crueldad, pero discurre los instrumentos para reducir sus alcances y sancionar con justicia. En resumen, los pueblos más infortunados y miserables son también pobres en individualidades y en obras de la razón. Así que en lo recibido y en lo que se realiza en presente está la prueba de lo que será el porvenir. Por consiguiente y por favor, quienes publican sus fobias y repudios al proceso creador, dejen de divulgar barbaridades.