El pequeño fragmento de vida que nos toca es la historia que damos por sentada. De que todo cambia, ni quién lo dude; lo importante es que el cambio no sea para retroceder hacia peor; tampoco para abominar de lo bueno heredado. Los referentes históricos son tan estrechos como nuestro paso por el mundo, pero con ellos construimos un modelo de ser, de estar y, entender lo que nos rodea. Sin una formación histórica sostenida, repetimos y nos repetimos en los errores. Desde esa perspectiva interpretamos lo recibido y establecemos ideales con la certeza de que, sin ellos, ninguna sociedad camina ni los individuos se superan. Los ideales resumen sueños, luchas y logros de generaciones que marcan la calidad de sus culturas.
Nací durante la Guerra Fría en un México cerrado y a la vez fascinado por la larga sombra de los Estados Unidos. Vasconcelos lo etiquetó de “pueblo de vencidos”, “sin impulso de grandeza”. La virginidad era la única moneda de cambio que hacía visibles a las mujeres. En los sótanos se susurraban secretos que se gritaban en las azoteas. Los prejuicios redondeaban el pensamiento primitivo y la pobreza lingüística de la mayoría. Se ponderaban las instituciones como triunfo de la Revolución y era tan valorada la presencia social de los escritores que los gobernantes temían el alcance de su crítica. Eran años en que el imaginario popular creía en la movilidad social, en la meritocracia y en el valor moral del trabajo e inclusive, con ese espíritu liberador, un buen porcentaje de mujeres nos aventuramos en los estudios superiores.
Entre mi ayer infantil y el ahora marcado por la antipolítica, se impusieron la demagogia, las trampas del lenguaje y el populismo hasta alcanzar los excesos de AMLO, gracias a la propaganda. Ya somos algo más de 130 millones de habitantes y los grandes problemas nacionales no parecen resolverse. El de las multitudes que oscilan entre la miseria con ignorancia y el imperio económico de la minoría, no obstante inspirado por el hombre-masa, fue un fenómeno que estalló a partir de la segunda mitad del siglo XX. La explosión demográfica se volvió realidad, santo y seña de las ciudades, causa de la industrialización deshumanizante y móvil de la destrucción ambiental que ha puesto al planeta al borde de la extinción. En países como el nuestro, la multiplicación de la gente agravó el efecto de los problemas que durante tanto tiempo se arrastraron sin resolver.
La marea humana también trajo consigo el paisaje de fealdad y neurosis que desencadena el ritmo doble de las desigualdades abismales y la uniformidad de las masas, confusión, frustraciones, soledad, ruido, un paisaje maloliente de cemento, explosión y lucro inmobiliario, basura, coches, camiones, contaminación, codicia, rapiña, multifamiliares, medios masivos, supermercados, aniquilación de parques, jardines y áreas verdes… Y, en medio de la complejidad sin rumbo, ascendió la burocratización que diversificó las contradicciones, se ensañó contra el poder transformador de la individualidad, del pensamiento crítico, de lo distinto y creativo y, en suma, se fue con todo contra la superación de la vida en común.
Empezando por el culto al yo, a la explosión demográfica debemos el sin fin de novedades que hoy son lugares comunes, como la producción en masa, la industrialización de la comida y un cambio radical en las concepciones del nacimiento, la edad, la salud la enfermedad y la muerte. Ni qué decir respecto del bienestar, el deseo, la expectativas vitales, los derechos y el surgimiento de la antipolítica que ha triunfado tras la mascarada de los procesos democráticos. Males y bienes cayeron como granizada después del ’68. El famoso generation gap, creativo en tanto aspectos, desencadenó fenómenos que se han vuelto amenazantes, como la economía de consumo, la partidocracia ahora en declive y la narcoeconomía, el monetarismo y una especie de estancamiento no solo en la política, sino en las formas de concebir, examinar y ejercer el poder.
Pese a la ampliación de lenguajes asociados a la democracia, podemos decir que tanto el arte de gobernar como la inteligencia de ser gobernados son algunos de los renglones de la vida en común que menos han progresado desde el siglo pasado. Así también la concepción y el ejercicio de los derechos y libertades.
Los grandes cambios del neoliberalismo, tan celebrados en su hora, habrían de revertirse contra la humanización de la vida. Imagino que así son las trampas del progreso y los juegos de la democracia. La cuestión es que los males se han hecho demasiado visibles y, presididos entre nosotros por el imperio de la antipolítica, vislumbramos con espanto el futuro inmediato, supeditado como está a la vara del Tlatuani, sumo sacerdote y pastor que, enemigo del derecho, elige gobernar a capricho, mediante galimatías y dádivas que alegran el bolsillo y la ociosidad del hombre-masa.
La historia, pues, es memoria y guía del aquí y ahora. En tal sentido, la antipolítica es el hoy de la historia, la consumación mejor lograda de una carrera de máscaras, fracasos e imposturas distintivas de nuestra herencia secular. Hemos conseguido negar aquello que, supuestamente, queríamos ser desde la Revolución. Quizá Octavio Paz se hubiera pasmado al ver cómo logró realizarse esa doble realidad de ser -desde la Conquista- “un hecho histórico y una representación histórica de nuestra historia subterránea e invisible…” La historia del vencido.
Si en el pasado era frecuente que los jóvenes desalojaran a los viejos para ocupar su lugar, hoy los viejos –y entre ellos los más retrógrados- presiden una “peculiar” idea de “transformación”. Oscilamos entre el fin de la economía de prestigio y una gran edad media con alta tecnología y poderosa burocratización que valida el poder de la antipolítica. Al burocratizar la cultura e institucionalizar las dádivas, el proteccionismo y su complementario repudio a la razón impusieron un cambio visible no solo en el estilo de gobernar, sino en los modos de desviar la corrupción hacia la “base social”: fuerza viva y vociferante aglutinada a billetazos, dizque becas y componendas que aniquilan el principio del trabajo y el afán civilizador.
Abatir la presencia social de los intelectuales es propio del populismo y su modelo de poder. No hay mejor manera de conocer la identidad, los ideales, la libertad, el alcance de los errores o el estado de sujeción de los pueblos, que historiar la cultura. De que los populistas prefieran negarla. El intelectual ha dejado de ser escalpelo de la administración, y eso tendrá consecuencias tremendas porque, ¿quiénes y cómo contendrán el avance del poder absoluto? En un campo minado por intereses monetaristas, populistas y antipolíticos al pensamiento crítico corresponde insistir en los peligros que entraña esta veloz descomposición de la sociedad y su correlativa degradación del derecho, del ejercicio del poder y de la política.
Es inminente examinar, mediante las oscilaciones del poder personal del Presidente, la fortaleza y las debilidades de la sociedad mexicana. Si durante el XIX fue imprescindible la tarea de periodistas y escritores en la creación y defensa de la República, el México posrevolucionario dependió de la colaboración de los intelectuales para crear las instituciones. La ignorancia y la improvisación han sido tan alarmantes que para gobernar una sociedad en harapos fue indispensable apoyarse en la razón educada. Hay grandes problemas nacionales, pero nada justifica empeorarlos degradando la responsabilidad del poder y de la autoridad.
Dígase lo que se diga, si existen grandes motivos de preocupación derivados de este estilo caprichoso, antipolítico y errático de gobernar.