La mayor parte de la humanidad no lee libros. Inclusive muere sin haber caído en la tentación de hacerlo. La lectura es y ha sido pasión de minorías, a pesar de que la imprenta humanizara la voz que se decía revelada. Desde el siglo XV el libro ha estado al alcance del que quisiera o pudiera leer, pero no todos ni todo el tiempo se han interesado en conocer cómo es el otro, de qué son capaces las ideas, a dónde van a parar los secretos, de qué se rellena la memoria, en qué consisten la dificultad y la aventura de la razón, hasta cuáles territorios ignotos conduce la fábula, qué desencadena una experiencia estética o su contrario, cuántas emociones se activan mediante la lectura, qué impacto causa la exploración del ser o de qué enredos está hecho el olvido. En síntesis, desde sus orígenes el libro ha sido indistintamente sagrario del lenguaje, sustento de la fe, depósito del saber real e imaginario, objeto de culto de lectores, coleccionistas y/o editores a pesar de crímenes cometidos en su nombre y profanaciones tremendas. También es causa de envidia, robo frecuente y tesoro de brujos, hechiceros y mercachifles. En suma, hay de libros a libros al grado de también hallarlos como conjuro y/o advertencia contra fantasmas.
Borges afirmó que a diferencia de los instrumentos que el hombre ha creado como extensiones de su cuerpo, el libro es una extensión de la memoria y la imaginación. Entre sus diversas funciones recoge la historia para prevenir la repetición de errores. Además, al registrar quiénes fuimos, de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde apuntan las divagaciones sobre el porvenir esclarece no solo los propios límites, sino nuestra situación en el mundo, aun con divagaciones. Al respecto, siempre estará Spengler en su Decadencia de Occidente para abundar en preciosas consideraciones sobre las posibilidades múltiples del libro que parecen anticipar la respuesta de Bernard Shaw cuando, en entrevista, le preguntaron si creía que la Biblia fue inspirada por el Espíritu Santo: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu…, respondió. Y qué más alegato a favor del Libro que la Poesía que nos llena de sentido. Tal grandeza, salvaguardada por la minoría, nos protege de la invasión de poetitas y escribidores que, a punta de lugares comunes y esa monstruosidad calificada de best sellers, invaden editoriales y librerías. El lector que lo es en verdad sabe reconocer el valor del libro. Sabe que el complemento del párrafo está en la emoción, en lo que no queda dicho o que puede ser leído entre líneas: de ahí también la peligrosidad que intimida a los gobernantes espurios. Para el lector verdadero nada consigue enturbiar la palabra inicial, ni el barullo ni la basura impresa.
Los libros no han sido hechos para ser entendidos, sino para ser interpretados; es decir, para conectar con algo e ir más allá de la intención del autor, así se trate del Quijote, de Hamlet, de la República de Platón, de El proceso de Kafka, de Los anillos de Saturno de Sebald, etc. De suyo activan algo tan humano, íntimo y creativo como la emoción, la curiosidad, el saber oculto, la intuición o la ruta del pensamiento. Depósito y espejo de sueños y sensaciones, de la grandeza o la bajeza de quienes los inspiran, los escriben, los leen e inclusive los fabrican, publicitan, distribuyen y venden, por su valor implícito no ha dejado de ser objeto de intimidación y de la codicia mercantil. Como cualquier otro producto, el capitalismo los ha banalizado; sin embargo el libro, cuando en verdad lo es, conserva su magia a pesar de todo. Así como hay autores intocados por el síndrome de la masa, también existen obras, editores y lectores que mantienen viva la secreta dinámica de sus vasos comunicantes.
En contrapunto y por su natural perezoso, el hombre medio vive sin ser tocado por la pasión del libro. Gasta sus años sin responder al llamado, hasta que consigue apagar la curiosidad. La mayoría apaga sus sentidos a la intensidad múltiple de La Palabra y decide vivir a medias, sin el nutriente de la plenitud de adentro afuera, de la oscuridad a la luz. No deja de ser paradójica la atracción que provoca el universo dual de la escritura y el libro. Cuanto más ajena a la lectura más proclive es la gente a presumir sus no lecturas. Arrojan expresiones de entusiasmo respecto de las letras que jamás han frecuentado, cuando en realidad no hacen sino fomentar el drama de identidad de quienes ni saben quiénes son ni a cuál personaje concreto pretenden imitar para ser valorados o reconocidos por el otro. Para probarse mejores, usan el libro a modo de máscara quizá porque la escritura y la figura del escritor fascinan a las mentes oscuras a saber por qué.
A fin de cuentas, el universo del libro se parece al cautivo liberado en la alegoría de la caverna: por curiosidad ha descubierto la luz y se maravilla con ella: al fin es libre y está solo. Los demás esclavos no creen sus palabras. Se burlan de él y, encadenados hasta la muerte con la cara frente al muro, tampoco entienden nada más allá de su oscuridad.