Cuando era niña el mundo era ancho, el futuro muy largo y las fantasías posibles. No que deseara aventuras irrealizables ni que no cupiera mi realidad en los bolsillos de mi vestido azul con lunares blancos que tanto apreciaba. Tampoco es que atesorara motivos de presunción en la caja gris de metal donde en vez de herramientas escondía mis secretos. Es que unos cuantos objetos me permitían fantasear muchas y muy convenientes boberas. Podía percibir, por ejemplo, la inmensidad del misterio que me marcaría de por vida con un perfumito de sándalo traído de India y una piedra blancuzca dizque de Grecia. La pequeñita aunque laboriosa talla en marfil de un chino estrambótico me inspiraba historias extraordinarias. Así también la noble energía de un pañuelo finísimo, bordado a mano, que sabe Dios de dónde saqué, pero doblarlo, repasarlo con el borde de los dedos y desdoblarlo otra vez para examinar sus puntadas era una de muchas simplezas que me hacían inmensamente feliz. Ni qué decir de la Esterbrook azul de punto fino: primera pluma que tuve y conservo a la fecha, y del tintero antiguo de tapa dorada que solía rellenar como si se tratara del Santo Grial. Coleccionaba además hojas de árboles, flores secas y cositas pequeñas, el Kempis en miniatura que alguien me dio y jamás comprendí, la moneda antigua que supuse romana y creo que una campanita de plata, quizá regalo de nacimiento. Eran objetos de origen anónimo, de los que nunca se sabe cómo ni de dónde llegan a nuestras manos pero tan cargados de significado que miles de años después sigo creyendo que vinieron a mí como guías del destino.
No recuerdo una edad específica ni sucesos tan singulares que merecieran contarse. Tampoco los cumpleaños se dejaban sentir como frontera de cambios drásticos. La provincia era un calendario de repeticiones ociosas, a veces péndulo interrumpido por relatos de viajeros ocasionales, enfermedades puntuales e invariables recuentos sobre abandonadores, adúlteros y muertes “que apenas podían creerse”. Y yo, un niña incapaz de conformarse con la medianía que impregnaba los días aprendí a estar en las partes sin estar en ninguna. Crecí con el oído y los ojos abiertos en mi Guadalajara natal, cuyos árboles maravillosos contrarrestaban el desfile de analfabetos, locos, majaderos, borrachos y furibundos que hoy me parecen de broma frente a la cáfila de criminales, funcionarios corruptos, ladronzuelos de cuello blanco o descamisados, narcotraficantes y uniformados que, adueñados de las vidas de los demás, saquean, extorsionan, intimidan, asaltan, torturan y matan sin que les tiemble la mano y sin que para ellos exista una ley divina o humana que castigue y frene sus fechorías.
No obstante el engolamiento de nacionalistas exacerbados que publicitaban las glorias del México “como no hay dos”, la fealdad urbana era simiente traída de lejos que se iba apoderando, a pasos agigantados, de construcciones antiguas, monumentos, símbolos y espacios abiertos que, pese a mi corta edad, me parecían hermosos y dignos de aprecio. De entonces data mi repudio a la índole depredadora de esta cultura, agravada por la arrogancia que primero con timidez y con agresividad hacia el fin de siglo, impuso la convicción de los necios de que, en nombre de la modernidad, a la Naturaleza había que abatirla, explotarla y degradarla para sembrar en su lugar cemento, plástico, químicos irrespirables, asfalto y edificaciones monstruosas.
El resultado de la demolición ambiental, desencadenada con ferocidad a partir de la segunda mitad del siglo pasado, confirma que la pobreza estética del mexicano es correlativa a su incapacidad secular para labrarse un destino digno. Esa conducta contraria al dictado de la moral, al amor por la vida, a la compasión y al sentimiento de fraternidad es propia de pueblos vencidos o de espíritus intocados por la pasión de aprender y sobreponerse a la adversidad. No solo percibí el lado oscuro de un mestizaje forjado en el caldero del odio, también, al inaugurar mi estancia universitaria, me di cuenta de que Cronos continuaba devorando a su hijos y nada ni nadie podría evitar que, en lo sucesivo, los jóvenes fueran tenidos por estirpe maldita, condenada al fracaso o a empeorar el deterioro social mediante la multiplicación de delitos cada vez más espantables.
En realidad tan aciaga aprendí que para sobrevivir había que aislarse para reflexionar, estudiar con ahínco y escribir sin desatender los asuntos del mundo, pues respecto de los locales y más inmediatos nadie podría sustraerse. Entre actos de rebeldía, alguna esperanza que a mi pesar ha burlado mi natural pesimismo y alegrías que no faltan porque nada es tan negro tan negro que nos refunda en una irremisible melancolía, también descubrí que aún tenemos país por “los garbanzos de a libra” y que debemos más a los menos –que son los mejores- que a la cohorte de aduladores, codiciosos, bribones e insaciables que década a década se echan a saco sobre nuestros recursos como si los pájaros, los ríos, las semillas, el aire, las personas y la tierra fueran eternos o pudieran renovarse como milagro del cielo.
Ser mujer, elegir la soledad creadora y vivir en México ha sido por consiguiente un desafío que no acaba ni deja de ser fatigante. La ignorancia mayoritaria es como un plomo que aplasta lo que queda de vivo, colorido, respirable y alegre en este Altiplano cuya riqueza biológica fue alguna vez de las más altas del planeta. Me repito que la criminalidad, la ínfima calidad moral de los gobernantes y el envilecimiento social alguna vez podrán subsanarse, aunque no toque a mi generación ni acaso a las que nos siguen probar el orgullo de pertenecer a un Estado confiable y decente.
No se requería en el pasado, como ahora tampoco, una inteligencia notable para darse cuenta de que la sabiduría no estaba ni está entre las aspiraciones mayoritarias. Más bien la autocomplacencia del mentecato relucía en las dos expresiones imborrables del carácter que aún nos distingue: el machismo ranchero –ahora contaminado por la narcosociedad y la demagogia política- y su complementaria discriminación femenina, invariablemente teñida de tal violencia, gestecillos de ridícula irracionalidad y menosprecio que cualquier expresión de agudeza, ingenio, originalidad, imaginación o curiosidad femenina era acreedora de etiquetas vitalicias, sin distingo de edad, que estigmatizaban a las mujeres calificándolas de “peligrosas”, “descocadas” o de “malas inclinaciones”.
De que en unas décadas mucho ha cambiado, nadie lo duda, aunque es innegable que el desmesurado crecimiento demográfico no ha contribuido a construir un habitat mínimamente satisfactorio. Hoy, como ayer, los prejuicios persisten aunque en vez de atosigarnos con el trillado discurso de “los gobiernos de la Revolución”, padecemos galimatías enredadas a mentiras insostenibles sobre los logros de la ciudadanía. No faltan promesas cargadas de supuestas reformas redentoras y el infierno en la tierra se exhibe mediante una partidocracia que no hace más que espejear la ínfima calidad de nuestro sistema político. Y es que todo viene de atrás y todo sigue anudado a la mala herencia.
Cuesta reconocerlo, pero desde los días de la Independencia hasta los crímenes cometidos hoy la historia del poder no ha hecho más que avergonzarnos y dejarnos la cara roja de vergüenza.
Pese a la evidencia que nadie en su sano juicio puede negar, el amor a la vida es más fuerte que la espantosa realidad que nos ha tocado en suerte. Debemos insistir en que hay mucha gente que sin alarde y sin ruido es mejor que las sombras empeñadas en reducirnos a nada. La fraternidad, la compasión, el entendimiento esencial, el trabajo ordenado y la alegría de amanecer cada mañana con el deseo de contribuir a mejorar lo que tenemos a mano es suficiente razón para no ceder a la tentación del desaliento.
Ya no tengo el resguardo de mi vestidito azul de la infancia ni conservo una caja con objetos sagrados, pero ahí está la página blanca para mostrarme cuán sanadora puede ser la palabra, cuán maravilloso es el lenguaje y cómo se alegra la vida cuando fluyen los nombres después de la primera frase.