Pintor, músico, polígamo y poeta fracasado en las tres disciplinas, Wald Barnes nunca sirvió para nada, salvo para procrear y ser mantenido. Le gustó el personaje del Judío errante y, reacomodado por su sonido, lo eligió para nombrar a Djune. Del sin fin de enredos familiares, Djuna forjó su personalidad desajustada. Desde muy joven publicó en revistas connotadas, como Vanity Fair o The Little Review y reunió en A Book relatos, poesías y dibujos celebrados entre los éxitos literarios de 1925. Desde 1911, a sus escasos veinte años de edad, demostró su original agudeza introspectiva en A Book of Repulsive Women, también combinación de poemas y dibujos y quizá antecedente de Ryder, un extraordinario monólogo novelado, lleno de humor negro, sobre las triples relaciones de un hombre con su madre, la esposa y su amante (como su padre).
La influencia de los Barnes fue decisiva, al grado de borrar o cuando menos disminuir la huella materna, que tampoco era de desdeñar. En su infancia jamás pisó una escuela, pero su padre y su abuela se encargaron de formalizar su educación artística en el Pratt Institute y en el Arts Students League de Nueva York.
Como sus coetáneos Henry Miller, Gertrude Stein, James Joyce, Man Ray, Jane Bowles o Anaïs Nin, vivió y escribió sin máscaras ni prejuicios. También viajo a Tánger en pos de la degradación, el infierno y el misterio. No permaneció en casa de los Bowles por la abundancia de ratas que pululaban en aquel ambiente de prostitución y bajeza; sin embargo, reconoció que Paul, atrapado por su belleza, se contuvo ante ella porque, a pesar de sus propios desbordamientos, consideró demasiado extravagante el maquillaje azul, púrpura y verde con el que Djuna alucinaba a los marroquíes, y peligroso el ritmo inalcanzable de su sensibilidad. A pesar de vivir intimidado por esa joven adelantada, nunca ocultó el novelista que admiraba su genio y la valentía introspectiva, propia de mentes superiores.
El tiempo y una enorme cantidad de registros dispersos han desentrañado el infierno de esta generación de náufragos, habitantes del abismo. Síntesis de la transgresión y el temor, hombres y mujeres decididos a “vivir fuera de lugar” compartieron la lobreguez que cifró lo mejor de la Barnes. Antes de un embarazo indeseado en Tánger y de correr en 1919 a París para abortar clandestinamente en un barrio bajo, trazó El bosque de la noche: un clásico imprescindible. Despreció la opinión de los demás, salvo las de su más alta estima intelectual, como Ezra Pound o T. S. Eliot. Ante la imposibilidad de separar vida y escritura, vació su propia tribulación en la de Robin, su alter ego, y como ella en El bosque de la noche, también se arrastraba rogando el amor de la amante que la desdeñaba. Desde que conoció a Thelma Woods en el Hotel d’Anglaterre, en 1921, comenzó la sucesión de encuentros y desencuentros en un ciclo de unos ocho o diez años de intensidad tal que cuando la escultora la abandonó, Djuna regresó al mismo hotel para beber, llorar y reunir sus fragmentos.
Asidua del grupo presidido por la millonaria Natalie Barney, quien le dejaría en su testamento una renta para aligerar las miserias de su vejez, la no menos legendaria Peggy Guggenheim diría que Djuna era “una mujer célebre que sólo entrevistaba gente célebre”. Y esto es lo que hacía cuando frecuentaban salones de moda en el escandaloso París de los años treinta. Dinero, belleza o un carácter transgresor eran requisitos para que una mujer, cualquier mujer y no necesariamente dotada, se librara del anonimato. Salvo el dinero del que siempre careció por su disipación excesiva y de su natural caótico, la irónica Barnes tenía de sobra todo lo demás, que por cierto administraba con donaire tan singular que cuando le preguntaban si era lesbiana, por ejemplo, respondía “¿lesbiana? No, nunca, sólo amé a Thelma Wood (…) Yo amo a las personas, no al género al que pertenecen”.
Entre la avanzada del fascismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, los que vivían al límite en los años veinte y treinta quedaron colgados en un limbo, sin pasado ni futuro. De hecho, cuando de vuelta a Nueva York, los nostálgicos de París trataron de recobrar las reuniones sexo-culturales. Así las organizadas por Mariane Moore en honor de la poeta Hilda Doolitle, que serían legendarias por su capacidad de convocatoria y la atmósfera intelectual similar al “Templo de la Amistad” de Natalie Clifford Barney. Era el memorable salón de la parisina Rue Jacob al que “todos los que eran” querían acudir cuando Colette, Renée Vivian, Janet Flanner y otras celebridades enmascaradas por la Barnes en su Almanaque de las mujeres —(Ladies’ Almanack, 1928)— hablaban de temas cultos sin aflojar su pasión ni dejar de intercambiar amores. Era la hora en que las mujeres, convencidas de su singularidad, se creyeron parte de una especie demasiado sutil para el Infierno y muy impetuosa para aspirar al Cielo.
Arrepentida del tiempo perdido, -confesó a Eliot-, una Djuna cuarentona y desencantada se encerró en el decimonónico Patchim Place, un conjunto de apartamentos del Greenwich Village que solía albergar a inmigrantes vascos. Allí emprendió la estación neoyorquina que duró hasta su muerte, en 1982. Allí padeció la obsesión epistolar de Anaïs Nin que tanto detestaba porque Anaïs utilizó su nombre para uno de los personajes más turbios de sus novelas. Sin embargo Anaïs, indiferente al odio que le profesaba la Barnes, acuñó un elogio que perduraría para siempre: “Ve demasiado, sabe demasiado, es intolerable”.
El mundo de los treinta y cuarenta se pobló con mujeres excepcionales. Abundaron las obras de arte y a nadie interesó ocultar su gusto por lo proscrito. El tiempo de entreguerras tuvo una profusión de vanguardias protagonizadas por actrices, escritoras, bailarinas, pintoras, escultoras, biógrafas, amantes o disolutas, cuyas aventuras demostraron que sin rebeldía ninguna obra decisiva es posible. En este sentido, Djuna apostó por el terrorismo espiritual y atinó con una de las alusiones literarias más poderosas del siglo xx. Prosa poética, dijo T. S. Eliot del estilo embravecido de El bosque de la noche: gemido de la humanidad más profunda y recreación descarnada de los atribulados. Reconstruyó su “noche oscura” para hacer más soportable la vergüenza no tan intima de los itinerantes tenebrosos y menos vil la miseria de quienes todo supieron de la degradación y de la noche, y nada del arrepentimiento y la contrición.
De obra escasa pero de gran aliento, a ella debemos uno de los más intensos paisajes literarios de la desgracia y la esclavitud humanas. Desenmascaró a los temperamentos “normales” que vagan con la miseria escondida. No la arredraron los convencionalismos ni se plegó a lo conveniente o provechoso. Padeció y disfrutó la vida, endureció su talento, enriqueció su cultura y hasta el final conservó la brillantez de su ingenio, el sentido del horror distintivo de los convencidos de que es trágico el destino del hombre y la fatalidad de los llamados a explorar el alma atormentada. Su biografía llena una época de decadentismo e impaciencia del corazón. Su obra, en cambio, permanece a la cabeza de los residentes descarnados, los que nacen tal vez como los demás, aunque se van deslindando por su trasfondo cenagoso. “Sin embargo”, como ella misma dijera, sobreviven por una estremecedora lucidez.
Desmitificó el mundo de la noche: dimensión tenebrosa, donde deambulan los atribulados. Estado espiritual lleno de pavor que comienza en el temor, sigue a través de las dudas, transmuta en figuraciones perturbadas por un crujido seco, de los que asaltan el sueño, balancean las pantorrillas y acaban fundidos a una identidad enajenada hasta enfrentarse con una muerte sin concesiones. El mundo de la noche, aseguró “Miss Barnes”, atrae a voluntades modificadas por un sufrimiento atroz, anónimo, que “duerme en una Ciudad de Tinieblas”. Hermandad secreta y oscuridad variable, perdura adherida a las profundidades del alma. A ella pertenecen los que se arrojan al dolor como si fuera el único pozo de la vida, de donde extraen el sentido de la sinrazón al rendir la cuenta de sus días.
Obsceno, inhóspito, duro de escalar y estéril es el tronco de la noche. Espejo puntual del deterioro, sólo él puede reflejar la gran incógnita del desasosiego errante. Desprotegidas por la ausencia de luz, dueñas únicas de su tormenta, tales víctimas de una ronda de muerte van descendiendo entre tinieblas, con la cara por delante, hasta beber aguas negras en el “abrevadero de los condenados”. Los perturbados nocturnos de Djuna no son de los que nacen tras el postigo de la vida ni envejecen con el cobijo de sus recuerdos. Sobreviven en un círculo de muerte, de cuyo centro proviene el impacto decisivo, la huella dolorida. Su existencia es un constante retroceso hacia la nada. Su oscuridad está en alerta, en el rincón del alba, al acecho de un quebranto, en la orilla del ser desesperado.
Los signos de la noche están en las calles maltrechas y vertederos recónditos. A veces se estacionan en cantinas malolientes, como les ocurriera en Tánger a los Bowles y a la propia Djuna, o transitan, impúdicamente, con las fantasías grotescas, como las de los travestidos o encuentra asiento entre desvaríos exagerados por las drogas. Pendones del dolor, se les mira en rostros de niños que lo mismo lavan parabrisas que cabrillean en las esquinas. Hay mujeres que ostentan su índole nocturna en reflejos demoniacos que se vuelven galardones de una imposible absolución y hay hombres atildados que procuran simular su talante atribulado. No hay edad, género o condición sin pobladores de este averno. Los hijos de la noche van por el mundo con la cabeza hundida en el crepúsculo y los sentidos esclavizados a su aflicción.
Nuestras ciudades tienen mucho de nocturnas. Djuna rasgó hipocresías. Desnudó la podredumbre y espíritus a la deriva. Exploró las cloacas y no salió airada, sino revestida de una segunda piel que la homologaba a sus personajes mejor logrados. En ese sentido, el fundamento autobiográfico fue semillero de su extraordinaria literatura: monólogos, diálogos, descripciones y el yo dominando un paisaje poético sembrado de tribulaciones. No deja duda de cómo abunda el tormento entre nosotros, a pesar del intenso sol que nos abruma. Los atribulados arrastran su condena como uniforme familiar. Drogadictos, depresivos, borrachos, pícaros o dolientes domiciliarios: de todo hay en la región existencial de la tiniebla, zona reservada a la impotencia, al grito mordido entre los dientes, a la profecía de una violencia irremisible y en la carcoma del alma. Si algo nos deja es que de tales avernos sólo los privilegiados se salvan.
Su fatídico bosque contiene las claves del lenguaje de la muerte. Sus pasajes remontan un infierno nombrado desde horas ancestrales. Es el miedo en la dimensión del terror, donde se sufre a solas y en posición horizontal. Pariente del insomnio, espeta su ráfaga de azufre. Perturba la emoción, no la lucidez. Encarna en sus víctimas y relabora con líneas siniestras sus movimientos y sus caras. Se trata, pues, del miedo insoportable, “porque sólo en sentido perpendicular puede enfrentarse con su destino el ser humano”. Víctima de esa tiniebla que recubre a la vez que afina el espíritu, ningún sosiego le está dado a esta especie de durmiente atormentado, al residente de una noche inacabable.
Desde muy joven, participó en los vaivenes subversivos de la bohemia internacional. De ella extrajo los elementos macabros que ponderó Kenneth Rexroth, el gran poeta estadunidense y traductor de clásicos griegos y chinos, al definirla como “arquetipo de la mujer liberada”. Su prestigio como escritora se consolidó con las semblanzas apesadumbradas de El bosque de la noche: obra única, sin antecedentes ni continuidad, y consagrada por la fuerza poética de su expresión desbordada. Elevada a leyenda, aparece en los temas, cartas, diarios y novelas de Anaïs Nin, en los diarios de Henry Miller y en las evocaciones de Paul Bowles. La Nin, inclusive, confesó que nada deseaba más que escribir una novela poética como la de Djuna o siquiera páginas al modo de Giraudoux. De hecho lo intentó. Rellenó diarios y páginas con el anhelo de aproximarse al talento de esta mujer observada, envidiada, admirada y temida. Anaïs tenía lo suyo, en cuanto al fondo cenagoso de sus más escandalosas colegas: “quiero drogarme de experiencia”, escribió mientras sostenía una correspondencia apasionada con Henry Miller, a tono con la lujuria y la perversión de ambos. Al conocer a June, una antigua prostituta desposada por Miller, que la introdujo en el safismo y el voyerismo, Anaïs, con un entusiasmo acaso tan exacerbado como el que acostumbraba al ponderar sus virtudes literarias, dijo de esa experiencia: “He descubierto el placer de gobernar mi vida como un hombre haciéndole la corte a June”.
Ejemplo de los extremos de aquellas mujeres arrojadizas es la suprarrealista La casa del incesto: “estoy influenciada por Transición, Breton y Rimbaud”. Así es como, según sus palabras, la propia Anaïs se encargó de relatar la obscena relación sexual que durante años sostuvo con su padre, el pianista Joaquín Nin, tras reencontrarse con él en París. Un hombre a la medida de tal inmoralidad que no dudaría en afirmar, de su propia hija, que era “la síntesis de todas las mujeres a las que he amado…” Seguramente sabía lo que decía ya que, de manera simultánea, Anaïs experimentaba un tórrido amasiato con Henry Miller y también con su psicoanalista. Esta era, pues, la materia exacerbada por el furor de entreguerras que se extendió en algunos como río contaminado.
El trasfondo poético de Barnes provenía del deseo de fusionar a las voces el misterio hechizante de la música. Algunos escritores estadunidenses inclusive exploraron analogías sinfónicas en prosa para armonizar, en una sola expresión, el canto y la lectura. Pretendían, como Djuna o Anaïs, que la cuartilla trasmitiera el ritmo melódico de una partitura para que las letras hicieran de la palabra un arte musical y metafórico, sellado por la armonía sonora.
Djuna y Anaïs fueron amigas durante una época. Parecía casi imposible sustraerse de aventuras y encuentros cruzados. Su medio era el mismo e iguales los asiduos a sus reuniones profanas, en los Estados Unidos o París. De pronto el mundo se les hizo pequeño para abarcar un desenfreno enmarcado por el supuesto aliento creativo. Las dos bucearon en el alma perturbada; ambas fueron rebeldes, inconformes y ávidas de construir un mundo interior resistente a las acometidas devastadoras que ingenuamente hicieron creer a Jean Paul Sartre que el infierno era el otro, cuando en realidad lo engendraba la propia tiniebla. Lo supieron estas representantes de una especie a cuyos nombres podríamos sumar, con peculiaridades, los de Virginia Woolf, Alma Mahler, Zelda Fitzgerald, Misia Zert, Gertrude Stein, Vita Sackville-West o a la propia Jane Bowles, la más decadente y estremecedora de todas.
El estilo deslumbrante de Djuna obcecó al Henry Miller autor de los Trópicos y creador de Primavera negra, entonces amante de Anaïs, quien en uno de sus arrebatos comunes a su vez mantenía unas complicadas relaciones con su psicoanalista Allendy, con su marido el banquero Hugo Guiller, con el idílico Antonin Artaud y, secreto entre secretos, también con el compositor catalán Joaquín Nin, su propio padre según dijimos. , De ahí Incesto: aterradora confesión que permaneció inédita cincuenta años hasta 1995, según instrucciones previstas.
Barnes influyó a Nathanael West y a Nelson Algren al crear la atmósfera del horror existencial y la pesadilla que crece con el apogeo capitalista. Entre Djuna Barnes y Anaïs Nin hubo más de una coincidencia. Vidas paralelas, estuvieron orientadas por el empeño emancipador y regidas por una voluntad liberadora. No es casual que ambas adquirieran el “pozo personal” de los residentes de la noche entre afanes desesperados. A diferencia de su rival, sin embargo, Anaïs sucumbió a la tentación de la vorágine y mucho de sí misma fue agravado por el incesto que la llevó a decir públicamente: “soy neurótica, pervertida, destructiva, ardiente y peligrosa”.
Más que el nuestro, su tiempo, hasta el medio siglo, dio la espalda a la inteligencia femenina, pero se impusieron sus obras por el vigor y la fuerza del estilo, no obstante la ola de repudio que ensombreció las biografías femeninas. Djuna significó el tiempo de entreguerras: melancolía y conciencia frente a la muerte; Anaïs, el descenso del alma hasta donde no era posible caer más porque la imaginación, el cuerpo o la circunstancia habían dado de sí hasta caer en su fondo insondable.
Las feministas de los años sesenta, ávidas de pendones y guías, exaltaron a Anaïs e ignoraron a Djuna. Inmune al ruido pasajero, el universo de la Barnes acabaría por imponerse en la década finisecular, en la que concurren lo mejor y lo peor del siglo. A más se exploran los recovecos de este delirio más y más destaca la duda de si existe una responsabilidad moral de la inteligencia. Las crisis bélicas, posbélicas y sociales son proclives al estallido de personalidades tan desquiciadas como el ámbito urbano que las engendra. De pronto a la vida se funde el vértigo de la velocidad y no es La náusea ni el nihilismo puro lo que aparecen como divisas, sino la pesadilla que arrasa como un huracán el sentido de humanidad.
La hondura del desasosiego se manifiesta cuando lo sagrado se ha eliminado y queda la existencia tan descarnada e instintiva que desnuda la pureza exacta del dolor, la aflicción de Matthew O’Connor, eje en El bosque de la noche, lo demuestra a plenitud. Casi se toca su ridícula peluca de mujer. Casi lo miramos enfundado en su camisón con mugre entramada con encajes, reinando con impiedad su caos. Y allí, en cada sucesor de la tiniebla, perdura Matthew O’Connor afligido aún, con su olor a cuerpo vencido por la fuerza del absurdo. Nora y él representan los extremos de la pasión que pernocta. Ambos podrían encabezar un almanaque de atribulados. Si Robin es peregrina de una pasión confusa, Nora encarna el vacío. El afán de posesión, forma divagada del deseo de ser al través del otro, es lo único permanente y firme en la naturaleza de quienes se han olvidado de la propia cara, a cambio de viajar hacia el día, después de explorar el oráculo nocturno.
La vida, a veces, se parece a la literatura. La de Djuna Barnes es como la de sus caracteres mejor logrados. Suyos fueron el ánimo viajero, la tormenta y una pasión insaciable por inquirir el lenguaje de la noche. Murió sumida en el silencio, con la lucidez distintiva de los ciegos, furiosa, amargada y sin importarle el agitado caudal que removió al crear la gran metáfora de nuestro siglo atribulado: una asfixia ávida de aliento, añoranza del orden y una tristeza que duele hasta el hueso.