Aceptar lo distinto nos dispone a hallazgos y sensaciones múltiples. La estética aunada a grandes hazañas activa lo mejor de nosotros mismos. Sobradamente lo experimentó una inteligencia dotada como la de André Malraux. Así consta en su obra, aunque particularmente en sus Antimemorias, libro que releo tanto y con tal gusto que puedo deletrear pasajes entrañables, como su aventura en pos del reino de Saba, sus preguntas sobre el hombre, la dolorosa realidad colonial de la Martinica, exhibida mediante el ridículo símbolo de la Marsellesa y los uniformes imperiales para disfrazar nativos hambrientos, la consulta a una vidente sobre el trozo de un manto que supuestamente perteneció a Alejandro de Macedonia; ni qué decir de su idea del budismo en la soledad de la selva, de India, China, Hanoi; de las referencias a la muerte o del mundo del arte y la condición humana, del simulacro de fusilamiento o sobre el dolor, pues “no es menos imposible volver del infierno que de la muerte”. Capítulo aparte merece la pieza maestra sobre la marcha de las cenizas de Jean Moulin para permanecer en los Inválidos: Esta es la marcha fúnebre de las cenizas. Junto a las de Carnot con los soldados del año II, las de Víctor Hugo con los Miserables, las de Juarès veladas por la Justicia, que reposen con su largo cortejo de sombras desfiguradas…
Esto viene a cuento porque lo nefasto nos acecha y la figura mítica de la caverna vuelve a nuestros días, mucho más poblada de cautivos en la oscuridad que durante la hora en el Hombre no lo era, todavía. Por el relato platónico sabemos que siempre hay uno que a pesar de los demás descubre la luz y “despierta”. Uno que da el aviso de lo que hay más allá y, aunque igual que Casandra esté condenado a no ser creído, su palabra anticipa algo iluminador, un signo que al menos libere a unos cuantos de su esclavitud. Tal señal es el conocimiento, lo que nos hacer ver, entender e interpretar. Es destello que, a la par, conduce a la madurez para sortear necedades que proliferan en tiempos de oscuridad.
Esta reflexión me regresó a Malraux de manera inevitable. En destino tan abultado como el del Ministro de Cultura durante la V República, no podía faltar su cita, en Lascaux, con la asociación mítica de la caverna, “la capilla Sixtina de la prehistoria”, al final de marzo de 1944. Cuatro años atrás había sido descubierta por un muchacho intrépido que se aventuró en busca de su perro y tres o cuatro chicos que entraron después. Al ser informado de lo que allí descubrieron, Henri Breuil, entonces la mayor autoridad del paleolítico, se apresuró a documentar la importancia de esta joya y, a pesar de que Francia se encontraba bajo el yugo de la ocupación alemana, se concentró en protegerla con los recursos existentes.
Resguardada en secreto, la gruta subterránea de Lascaux, en Montignac, fue un escondite ideal para el armamento de la resistencia en Dordogne, localidad del suroeste francés donde abundan las cuevas. El coronel Berger, nombre de guerra de André Malraux en el frente de Alsacia, iba en esta misión a la cabeza del grupo de valientes guiados por dos o tres lugareños. Su medio hermano recién había sido capturado. La tensión era absoluta. Si el descenso hasta las cámaras pintadas fue tortuoso porque la entrada era estrecha y solo se cabía de costado, asegurar los pertrechos implicaba un tremendo desafío. Cualquier esfuerzo, temor o incertidumbre desapareció sin embargo ante el espectáculo pigmentado en rojo y negro por el hombre de Cromañón, unos 20 mil años atrás. Maravillado y sin dejar de arrastrarse en el terreno accidentado, Malraux se las arreglaba, en medio de cajas amontonadas, para apuntar su poderosa linterna eléctrica hacia cientos de figuras intactas, cuya sola presencia acaso le hacía pensar que los dioses no habían nacido, que la idea de la creación no se había concebido y que el hombre se movía en la Naturaleza sin preguntarse por la verdad, el bien o la crueldad. Todo estaba ahí, sin que nada faltara: un hombre con cabeza de pájaro, el caballo barbudo, ciervos, caballos, vacas, bisontes… Y la sala de los toros, cuya estampida parecía en movimiento por el reflector de su linterna. Era la aventura humana en toda la plenitud de su inocencia originaria: Ese lugar había sido sagrado, sin duda, y todavía lo era: no sólo por el espíritu de las cavernas, sino también porque un vínculo incomprensible unía esos bisontes, esos toros, esos caballos (otros se perdían más allá de la luz). Y esos cajones que parecían llegados allí por sí solos, vigilados por las ametralladoras vueltas hacia nosotros...
Nada, ni la sombra de la muerte, el sufrimiento o los riesgos a los que se enfrentaban los valientes voluntarios de la Resistencia, impidió el sublime goce de estar en contacto con el más antiguo testimonio artístico del hombre: otro de sus juegos con la eternidad, como solía definir su gusto por los relatos, sucesos y museos extravagantes. A pesar de la tensión que reinaba allá abajo, en la tumba verdadera a la que el bisonte daba un alma enigmática, y sobre el angustiante temor a quedar sepultado por un derrumbe inminente, Malraux/Berger miraba cada detalle a sabiendas de que presenciaba algo único e invaluable. Pensaba en el pasado, en éste y otros tesoros escondidos, en la Vía real, en Indochina, en lo sagrado y en la grandeza de que ha sido capaz el hombre. Pensaba dejándose llevar y a la vez evocando otras cavernas, distintas sombras y tinieblas no menos intimidantes.
Por la singular mezcla de curiosidad, talento, aventura y pensamiento, con André Malraux no solo se acabó un modelo de ser fascinante, sino capaz de contribuir con su sola acción personal a las mayores transformaciones del siglo XX. T. E. Lawrence, Sir Francis Richard Burton y Alexandra David-Néel compartieron esa materia en desuso por escudriñar lo desconocido. Con la argamasa de un nuevo saber, confirmaron que el mito, el desafío del destino, el apetito de saber y la tentación de la historia están tan fusionados a la humana naturaleza como la espiritualidad, el poder o el no poder y el vano impulso de engañar a la muerte. Y pretender engañarla es lo que hacemos ahora ante la real amenaza de un bicho imperceptible, pero tan letal que para sobrevivir hay que renunciar a la que supusimos libertad, al menos respecto de lo cotidiano.
Malraux destacó por su intervención en grandes capítulos de la moderna cultura de Occidente. Hasta el último de sus días lo movió un peculiar apremio por estar en el lugar y la hora donde se fraguaba la historia. De ahí que, desde su juventud, acudiera a dónde y con quién suponía que algo trascendental estaba ocurriendo. Entregado a la creación literaria de meditaciones estéticas que asombraron a los lectores desde sus primeros títulos, fue criticado por lo que omitió, no por lo que relató en sus Antimemorias publicadas 1967, cuando todavía era Ministro de Cultura. Deslumbrante, su relación con el lenguaje, la política y “la verdad” –sin merma de verosimilitud- asestó un golpe a los prejuicios, inclusive ideológicos, al reinventar el pasado y el poder sin más fidelidad que la que profesó a la historia de la cultura. Esta manera suya de ver e interpretar la vida, el destino, lo inexplicable, la fábula, las dudas y aun la muerte que osciló entre la ficción pura y la verdad ficticia de menos desconcertó a quienes esperaban de él –a saber por qué- un relato sin reflexiones perturbadoras.
Al fusionar lo vivido a lo imaginado, deseado o reelaborado desde el mito de sí mismo, el lector queda literalmente prendido a su prosa. Hay pasajes sublimes, como la estremecedora evocación de Jean Moulin, el heroico líder de la Resistencia escarnecido, salvajemente golpeado, con los órganos reventados.... Es tal su capacidad envolvente que no hay más que aceptar que el hombre no llega jamás al fondo del hombre, ni recobra su imagen a través de los conocimientos que adquiere. Si acaso, profundizamos nuestra propia interrogación. Lo escribió respecto del destino y la vida frente a la muerte: No hablo del hecho de que nos maten –que apenas supone un interrogante para quien tiene la trivial fortuna de ser valiente-, sino de la muerte que asoma en todo lo que es más fuerte que el hombre: en el envejecimiento y hasta en la metamorfosis de la tierra…
Mucho se ha dicho de cuán difícil es vislumbrar a André detrás de Malraux. Me pregunto por qué o para qué habríamos de hacerlo y en qué se funda el disgusto de los que todavía exigen fidelidad documental o doctrinaria a sus páginas. El autodidacta decidido a encontrar la imagen de si mismo en las preguntas que se hace no fue distinto al pensador solitario que discurre Las voces del silencio. Tampoco el político dialogante de De Gaulle, abandonó al militante aventurero que, además de embustero y conocido ladrón de arte en Indochina, fundó un periódico de combate en Asia y atestiguó el ascenso del Kuomintang. El protagonista de una tragedia familiar es el mismo creador de L’espoir en su carácter de jefe de la primera escuadrilla de la aviación de la Segunda República Española. Escritor de raza, encumbrado en un ego monumental, es el patriota que se une a la Resistencia durante la ocupación alemana para realizar, al término de la Guerra, el sueño del gran civilizador elevado a Ministro de Cultura. La suma de todo ello y más era el Hombre, el que siendo como los demás de su especie, no se parecía ninguno. Tantas y tan apretadas experiencias en sus 75 años de edad parecen burlarse de quienes se quejan por la falta de tiempo para realizar lo esencial pues a él nada le impidió escribir sin parar obras notables hasta su muerte, ocurrida en noviembre de 1976.
De la muy envidiable y abultadísima biografía del prisionero de la Gestapo, víctima de un simulacro de fusilamiento, hijo de suicida, testigo y partícipe de los principales acontecimientos del siglo XX se deduce que cada instante es insustituible. Cuando lo distinto e inesperado nos saca del ámbito de lo conocido, nos descubrimos con temor presos en el estado que no sabíamos que ignorábamos o, algo peor: corroboramos que no somos capaces de estar en lo que, por no saberlo, ni siquiera podemos nombrar. Sea lo distinto, la soledad, el silencio, lo indeseado, el miedo o el aislamiento que en apariencia nos permitirá sobrevivir, en realidad un virus nos ha enrostrado que nada nos acostumbra a la idea de morir. Lo verdaderamente humano, tarde o temprano, se da cuenta de que no se vive de acuerdo con lo que uno piensa de su propia vida, sino aferrados a todo lo irremediable que a fin de cuentas atribuimos al destino.