No es el único polemista, pero si el de mayor renombre en las letras españolas. Tanto, que acaso sea distinguido con el Nobel. Que sea respetado, reconocido y traducido a decenas de lenguas no alivia el disgusto de Javier Marías contra el mundo. Ser un Grinch con buena prosa lejos de demeritarlo ennoblece su natural republicano: cualidad probada en sus artículos, aunque no indispensable en sus ficciones. Nada limita su libertad de expresión ni él se retuerce en pos de metáforas para dejar en claro que, para desgracia de los pensantes, la estupidez es el mal de los más. Tiene razón: estamos rodeados. Ganas no faltan de unirse a la costumbre del deshogo, pero aprudentamos por cobardes, por impotencia ante la fuerza con la que avanza la ignorancia perversa o porque solo unos cuantos, como él, disfrutan de privilegios editoriales y académicos para ejercer de emperadores del despotrique: función nada desdeñable si tomamos en cuenta que la vulgaridad, la mentecatez y la insolencia van ferozmente unidos a la vanguardia política y al declive de la cultura.
Si callar se consideró virtud apareada a la resignación y al sacrificio, callar en tiempos envilecidos, cuando justicia exige elevar la voz, fomenta la debilidad y acaba por fusionarse a la maldad compartida. Ya se sabe que en eso de jerarquizar la conformidad la religión ha sido maestra, a pesar de que con la imprecisión que procede leemos en el Eclesiastés que hay tiempo de callar y tiempo de hablar. Es tan difícil atinar con la oportunidad para lo uno o lo otro que mejor elegir el riesgo del razonamiento sobre la complicidad del silencio. Eso, por las evidencias del descenso, del yerro y de los vicios del mando.
Allá, en España, a Marías lo pone muy mal el corte ocasional de las calles; le fastidian las feministas cuyos excesos dejan a los varones atados de manos, expuestos a infundios y con la boca cerrada; odia -y con sobradas razones- a los que elogian las malas letras por piedad, por simulación, por identificarse con la medianía o por la dicha estupidez. De tanto sufrir a los paseantes de perros que no recogen los excrementos, sus lectores le han dicho de todo, hasta solterón y enemigo de las mascotas. Si a más y peor los políticos arrojan dislates sin inmutarse, en paralelo se multiplican los que hablan de todo y no saben nada: de eso también se nutre Marías. En cambio aquí en estas tierras guadalupanas nos quedamos como golpeados, como jalonados por tanta y tan burda palabrería de políticos y opinantes que sin pudor escupen barbaridades por éste o aquel bando o a excusa de cualquier ocurrencia. Sin soltar mis lecturas observo cómo crece a mi alrededor el Gran Señor del nuevo credo y no puedo dejar de asociarlo a los signos nefastos, a las señales del riesgo y al vocerío de los mandamases, gorilas y tiranos que Marías podría describir con maestría.
No era mi intención dedicar este espacio a las fobias ni a las filias de un escritor en particular. Sin embargo, cuando la cabeza y el gruñido de un Grinch se atraviesan con el nerviosismo de la escritura, Javier Marías brilla en El País que frecuento hace décadas. Cascarrabias he conocido a puños, pero de pocos podría decir que a su carácter de buen narrador merecerían agregar el mote de mala leche en el periodismo. Cuánto habría apreciado al que, con buena pluma, se hubiera atrevido a arrancarle la máscara a tanto advenedizo, simulador y abusivo que anda por la política como buen gente, “trabajando” de listo y redentor de idiotas.
Marías no tiene carta aborrecida, y eso me gusta. Es el aborrecedor oficial de los que ponderan a las poetas que ni lo merecen ni nos dejan líneas dignas de recordarse. La mediocridad le causa escozor. Y no lo disfraza. Su disgusto es legítimo. Tiene la gracia de dar en el blanco al arremeterla contra paisanos, desde Pablo Iglesias e Irene Montero hasta Isabel Díaz Ayuzo y Pablo Casado, por citar algunos. Pero además, cual corresponde al lector que es, sabe mirar más allá para detectar índices de idiotez por toda la geografía: su indiscutible especialidad.
Perlas como “Famosos imbéciles morales I”, merece ser recordado por su manera de criticar políticos que se merecen el pitorreo. Aunque insiste en que “como de costumbre, España se lleva la palma”, reconoce que “vivimos una época llena de famosos imbéciles (…) que mientras mandan, influyen o son elogiados, su imbecilidad no resulta palmaria ni por tanto célebre y consabida”. Y, faltaba más, por aquello de las obviedades no dejó de citar a Trump y a López Obrador a la cabeza de Bolsonaro, Maduro, Daniel Ortega, Erdogan, Lukashenko, Orbán, Duterte y etcétera, etcétera.
Reconozco que he disfrutado tanto su memorial de odios que con gusto lo traería una temporada a este infierno para que sepa que eso de convertirse en Grinch es cuestión de niveles. No ignoro que los hay dignos de Dickens, a la altura de Valle-Inclán o de otros dos o tres que me rondan en la memoria, pero el de Marías está tan golosamente engordado de aciertos que ganas dan de enseñarle “lo que es amar a Dios en tierra de ateos”. Aquí Marías vería de lo que es capaz el populismo de verdad, de cómo es inspiradora la patanería, de lo que se trata la convivencia con la narcocultura y con los crímenes más feroces… Aquí pués y en breve lapso vería cómo se denigra a periodistas e intelectuales o cómo se fustigan las instituciones que, débiles de por sí, reciben el golpe del Ángel Exterminador sin que le tiemble la espada. Vaya, que para Grinches de verdad hay material de sobra, aunque para parecerlo y serlo se requieren condiciones solo posibles en las democracias también de verdad.