La figura del padre es asunto serio. Unos más que otros, y desde los tiempos bíblicos, saben en qué consiste su Ley y de lo que es capaz su poder. Si su presencia es indivisa del sentimiento de lo Absoluto, basta sentir el hachazo emocional de su ausencia para que los espectros se multipliquen desde el pozo insondable del sentimiento de orfandad hasta la recóndita región de lo inescrutable. Si su solo nombre -el nombre del padre- administra la hebra de identidad que, para bien o para mal, reconocemos como guía del destino, a su sombra el hijo se queda como vacío, expectante y urgido de la palabra que lo dote de realidad, trascendencia y sentido. Sin él, la vida transcurre en una lucha forzada entre la aceptación, el rechazo y el ir y venir del régimen de autoridad imperante al sentimiento de culpa que determina el comportamiento en toda sociedad patriarcal. Con él, el mundo se delimita, se nombra y aun en la opción de la rebeldía el padre subsiste en el eje oscilante de lo que somos, lo que podemos o no queremos y lo que aspiramos a ser.
En una obligada batalla de fuerzas opositoras, en cuyo núcleo se encuentra la naturaleza del ser que podríamos llamar individualidad, el destino encuentra su curso a partir de esta figura, la más tremenda de todas. Nadie, hasta ahora, puede ir en contra del Dios todopoderoso que está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, empezando por su proyección en la mente inclinada tanto a ampararse en la protección absoluta como a identificarse con las divinidades que ella misma discurre, inclusive con la intención de resguardarse de sus alcances nefastos. El ciclo de atadura e independencia se complica hasta que el afortunado mortal atina con cierto equilibrio que lo preserve del desamparo y le permita actuar entre la ruptura y la continuidad de lo que lo identifica y le permite reconocerse. Situado a mitad del referente paterno y su anhelo de libertad, el hijo/criatura que logra desanudar una relación expansiva desde la cuna hasta la mortaja debe enfrentarse a las fuerzas oscuras para cumplir victoriosamente, como Hércules, los trabajos impuestos como condición de cordura. Esta lucha, sin embargo, cifra la independencia del hijo que habrá de repetir la maldición de las sociedades patriarcales que, como la nuestra, no dejan lugar a dudas: el Padre, su palabra y su Ley son tan sagrados como invencibles e intransferibles.
Esto se antoja una condena igual o peor a la padecida por Sísifo porque, de todos los modos y hagamos lo que hagamos, el Padre/padre, ausente o presente, es indivisible de nuestra naturaleza. Anodino, piadoso, cruel, amoroso, abandonador o monumental, el patriarca –o su símbolo- gobierna el espacio reservado al secreto/guía del Orden por excelencia, donde subyace el miedo que nos impulsa a actuar para ir tras él, contra él, en pos de su protección, contra su autoridad o a la sombra de su indeclinable capacidad de construir o destruir al ser que somos o al huérfano que vaga entre el delirio, el sueño y la vigilia fragmentada al modo de un Hamlet atenazado por el espíritu paterno o un Juan Preciado perseguido como muerto/vivo por las visiones fantasmales de Comala y sus habitantes; pero, todas ellas, invariablemente, supeditadas a la figura del Pedro/padre a quien ni la muerte despojó de poder y palabra.
Desde la noche de los tiempos y a partir de las edades del mito y la tragedia hasta las más intrincadas novelas, relatos y biografías, la literatura se ha poblado de padres para ilustrar la complejidad existencial. Si queremos vislumbrar de qué está hecho el hombre, tenemos que comenzar por descifrar el misterio del Padre y el principio de lo absoluto que lo mantiene en su Olimpo desde que existen la memoria y el sentimiento de indefensión que define a toda criatura. Y es que, supeditado a la potestad divinizada por excelencia, por el hecho de su origen el vástago carece de jurisdicción propia, por una causa: el creador está por encima de la criatura. Como de manera genial lo representa el movimiento trágico, no hay clamor de misericordia ni ansia de libertad ni afán de independencia que mitigue la determinación suprema. Si acaso, al hijo estará dado acatar la tensión entre la voluntad y la Necesidad, justo donde el destino adquiere su nombre. En juego queda la pugna del pasado con la inseguridad de un presente difuso, pero obligado a orientar una y otra vez el peso de la memoria convertida en sentimiento de culpa como guía del porvenir.
Más allá del implacable Saturno, devorador de sus vástagos, en el mundo siguen reinando los Zeus implacables que, portadores del rayo, lo mismo engendran héroes que mortales condenados a batallar contra el infortunio, las fuerzas superiores, el miedo y la pasión que obnubila al grado de convertir al emblemático Gregorio Samsa en un insecto monstruoso. Siempre estará Kafka en nuestro inconsciente para ilustrar la metamorfosis del hijo que, tras un sueño intranquilo, se encuentra una mañana cualquiera “echado sobre el duro caparazón de su espalda”. No soñaba, no, asegura el genio del absurdo en una descripción sin rival en las letras modernas. La habitación era la misma del día anterior, iguales los objetos, aunque el espacio parecía reducido en contraste con el repugnante animal de vientre oscuro e innumerables patas “lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas (que) ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.” Confinado en su indefensión, incapacitado para asumir las responsabilidades impuestas por un Orden sin concesiones, Gregorio, quien solo podía soñar pesadillas que la realidad se encargó de fabricar, dejó de ser Gregorio/Franz al sentirse cucaracha en un escenario doméstico sembrado de situaciones intolerables que lo aniquilarían para siempre.
Borges no se equivocó al afirmar que entre las mayores novelas del siglo XX destacan La metamorfosis y Pedro Páramo. En ambas es aplastante -por no decir aniquiladora- la autoridad del padre. Tanto Juan Preciado como Gregorio Samsa son víctimas de una crueldad invisible e indivisa del orden social; peor si en ese orden anda mezclada la religión, lo absoluto sella de antemano cualquier tentativa liberadora. La supremacía masculina elevada a norma es el rasero de la debilidad. Este proceso es tan real e infalible que después de pretender huir o tratar de entender una situación sin fisuras ni explicaciones, el subyugado enloquece, trasmuta en insecto repugnante, cede a la dinámica del absurdo y finalmente muere de manera horrible, como Josef K, sin sustraerse de la Ley que de antemano lo condena. Colmada de alusiones alegóricas que refuerzan la sensación de espanto y misterio, la obra kafkiana arroja metáforas espléndidas sobre los desafíos supremos en sociedades que no otorgan consuelo ni ofrecen salida a las víctimas de las figuras paternas totalizadoras. Así lo confirmó este genio sin par en sus obras y en sus diarios: “Estoy condenado, y no solo estoy condenado hasta el final, también estoy condenado a defenderme hasta el final.”
Desde los días en que los griegos discurrieron al Zeus lujurioso, humanizado y monumental, los hombres probaron el alcance de su debilidad. Ir contra él, tras él, a su sombra o a por él -como ejemplifican los casos de Electra, Antígona e inclusive de la mismísima Atenea, la “prudente” inmortal nacida de la cabeza del Padre-, equivale a quedar supeditado a la persecución de un mismo propósito: de una parte, plegarse al mandato instituido y, de otra, tomarle el pulso al miedo, asumir el latigazo del sentimiento de culpabilidad y reconocer que cada uno, como el memorable Josef K, es sujeto de un proceso en el que se habla de muchas cosas a las que no basta la razón para contrarrestar la sentencia de un tribunal que se va convirtiendo paulatinamente en la sentencia irremisible. En síntesis, el padre es El Padre, lo que impide que el vástago se vuelva Hijo en un mismo espacio. Nada ilustra mejor esta imposibilidad y el proceso de transformación de la autoridad que las edades fundadoras de la Grecia arcaica, cuya condición de cambio y progreso dependía de que el hijo matara al padre para asumir él mismo un nuevo y poderosísimo patriarcado. El símbolo de esta ruptura necesaria es uno de los ejes intransferibles del moderno psicoanálisis.
En las honduras del ser se inscribe no solamente la supeditación distintiva de nuestra condición de criaturas, sino el impulso liberador y de ruptura necesaria que habrá de definir nuestra individualidad o nuestra fatal supeditación. Las religiones entienden y administran esta potestad superior de manera magistral: de ahí su poder y su permanencia como símbolo de lo tremendo. Maestro del secreto motor que activa el poder/poder, Shakespeare puso nombre, rostro y escenario a la dificultad que entraña la relación con el padre y, por extensión del mando, del tirano, como suprema figura política y psicológica. Impotentes ante el hachazo emocional que provoca su ausencia algunos, como Malraux, crearon una ficción verdadera para hacer soportable su existencia mediante la invención de una historia mejor a la autobiografía verdadera. Más sinceros, otros como Joseph Roth se atrevieron con el ajuste de cuentas, no obstante su levedad. Aun a los escritores más valientes, sin embargo, lanzan destellos de culpa en sus páginas al dejar que la palabra explore no los claros, sino las regiones tenebrosas del padre.
En mi caso, al verlo yacente hace varios años medí su dimensión exacta, pero también la rendija por la cual escaparme. Frente a su cadáver entendí a cabalidad -inclusive a mi pesar- cuán hondo puede ser el sentimiento de orfandad. Temor y temblor: era la patria. Imposible sustraerme de su influencia, del alcance del rayo, de su significación, de su palabra: el nombre del Padre. Entonces, ya sin él, busqué mi lugar y mi libertad, su reflejo y palabras para nombrar cuanto se negaba a ser mencionado. Como si fuera mortaja, me incliné sobre la página en blanco y dejé que el lenguaje trazara el mapa de mi debatida orfandad, que tanto y por tan largo tiempo me había esclavizado. Desde el pozo de lo que sabía sin saber que lo sabía desperté una mañana bañada por el lenguaje. Reducido a ceniza, todos los días confirmo que la Ley del Padre es La Ley, es La Ley… Y sin embargo, la Palabra es la Palabra, llave liberadora.