Extraño la risa. No cualquiera, sino la risa feliz que se dejaba venir con la sacudida del cuerpo, cuando comíamos pizza mirando viejísimas películas de Chaplin y del Gordo y el Flaco en una pizzería. Las carcajadas bobas eran reparadoras: no había propaganda sobre dietas saludables ni el ejercicio se publicitaba como obligación para distraer el envejecimiento. Tampoco abrumaba la abundancia en las tiendas; las marcas no eran motivo de ostentación ni teníamos que usar prendas, zapatos, gorras ni objetos especiales para movernos o practicar deportes. Se crecía de cualquier modo, sin perrhijos, sin gimnasios ni entrenadores personalizados. Los cumpleaños no se calculaban con la adicción a clínicas de belleza. No existían teléfonos “inteligentes” ni términos como cardio, boxing, spinning, cycling, siclo o fitness. Lo adelantado eran, todavía, los radios de transistores, los cassettes y los primeros cd’s, las fotocopias, los cinturones de seguridad en los coches automáticos, las librerías italiana y francesa que nos abrían el mundo y las escaleras eléctricas que se multiplicaban a la velocidad de los centros comerciales. Si acaso, las calles servían de canchas; triciclos y bicicletas se heredaban de los mayores y al embarazarnos usábamos ropa y utilería de las primas, las amigas y las hermanas. Y entre la abundancia de signos del subdesarrollo, lo infaltable en pueblos y ciudades: perros callejeros de inaudita capacidad reproductiva.
Estábamos conscientes de las limitaciones que había que sortear especialmente tratándose de mujeres que, como algunas amigas y yo, nos habíamos atrevido con estudios universitarios y con trabajos donde, inclusive en este siglo XXI, éramos irremisiblemente acosadas sexualmente por la cáfila de pobres diablos y machines que, por supuesto, cobraban salarios superiores a los nuestros. Sin embargo, todavía no nos atenazaban el SAT, el predial ni el pago de vigilancia obligada en casas y apartamentos. Aún era posible librarse de asaltos a mano armada, robos furtivos y noticias escalofriantes. No conocíamos tan de cerca el yugo del consumismo, de las “mañaneras”, de los comentócratas ni del narcodominio. Ni de lejos podríamos imaginar que los feminicidios serían el santo y seña de un México controlado por el crimen organizado, y lo mejor: cultivábamos la amistad en mesas bien servidas en las que nunca faltaban conversaciones inteligentes, anécdotas divertidas, lecturas, música, ocurrencias y presencias tan inesperadas como intocadas por el resentimiento social elevado a postura política.
Capitalismo al fin, era visible la contaminación. Las advertencias de los ecologistas eran tan desoídas como imparables la producción industrial y el “me vale” distintivo del mexicano. Tocados por el sentimiento de eternidad, minas, fábricas, talleres y cualquier individuo arrojaban, con idéntica irresponsabilidad, tóxicos, cadáveres y basura donde mejor dispusieran: en lagos, canales y ríos, en solares de riesgo, en el mar, en las aceras… Sucios y destartalados, taxis, autobuses y camiones inauguraban el tercer milenio como el “avío avío” cargado de humos pestilentes; y yo, mientras tanto, leía por aquí y por allá que si el terrorismo, el ébola o alguna pandemia similar a la peste negra arrasaría con buena parte de la población mundial si no cambiábamos nuestros impulsos depredadores.
Sin embargo y hasta que la brutalidad cometida contra las Torres Gemelas demostró que nuestro mundo era una bomba de tiempo y que la covid y su tridente pandémico estaban a la vuelta de la esquina, la vida emergía al que supusimos “su ritmo”. El destino de cada uno se iba cumpliendo con mayor o menor resistencia a condición de ser medianamente indiferentes al destino compartido. Pero, para todos, por fin llegó la ocasión de saber que entre la memoria y el presente se tendía un abismo, sin importar cuántos años o décadas quedaran en medio.
Si, añoramos los detalles felices. Echo en falta la alegría que nos causaba un gesto idiota, el empujón obligado, cualquier torpeza o la huida en falso del par de perdedores nos hacían sentir que nada o casi nada faltaba en nuestras vidas. Eran días en que el olor del pomodoro, albahaca y mozzarella salía del horno hacia la Avenida de los Insurgentes en aquella pizzería que asocio a momentos radiantes. Nos han cercado la enfermedad, el odio y la muerte. Para sobrevivir nos aislamos. Extrañamos momentos perdidos, los no vividos y lo que no tenemos. Yo extraño la risa. Extraño el estado que nos permitía reír con el Gordo y el Flaco. Extraño la amistad espontánea.