Gustave Flaubert no era Mme. Bovary, pero trató su insatisfacción existencial con tal agudeza que legó un prototipo de la frustración del clasemediero contemporáneo. Con modalidades que no cesan de multiplicarse, el detonador del “Bovarismo” fue la necesidad de una joven que, por aburrimiento, quiso convertirse a cualquier precio en el personaje idealizado. Por las novelitas rosas que leyó con avidez adolescente en su Normandía natal, elaboró un artificio de refinamiento, lujo, privilegios, banalidades y complacencias, en cuyo centro sobrevaloraba con envidia y fascinación a sus objetos del deseo. Desde su impostura, anhelaba ser admirada y querida. Destacada entre los clásicos de la literatura, la novela de Flaubert (que tantos sentimientos contradictorios provoca) nos permite reconocer formas diferentes de materializar y compensar riesgos del auto engaño: tendencia tan frecuentada en nuestras economías de consumo que sin dificultad se legitiman los estímulos tramposos que exhiben a los ricos, timadores y famosos como modelos idílicos de éxito y felicidad.
Cuando el prestamista llamó a cuentas a Emma, fueron cayendo fantasías y simulaciones como fichas de dominó. Descubierta y humillada, ella no supo qué hacer con la realidad. Se sintió ahogada y sin sentido. En su vaciedad, ingirió arsénico para acabar con su vida. En eso se funda el drama originario: en pretender ser otra, alguien ajeno a la propia experiencia y a expensas de los pobres diablos a los que se entregaba creyéndolos superiores.
Negar lo posible por la supremacía de lo idealizado es uno de los males de nuestro tiempo. Se ha generalizado una suerte de esquizofrenia inducida por la publicidad, el consumismo, las alfombras rojas, las pasarelas de moda inaccesibles para el común de los mortales y las expectativas falseadas. Inclusive en política todo se vale al anteponer la confusión como triunfo sobre el destino. La supremacía de la farsa invalidó la cultura del esfuerzo y la búsqueda de equilibrio, inclusive en el medio ambiente. Sobre su utilidad, también las redes sociales, el cuento del dinero fácil y los medios de comunicación exageran la preponderancia de lo frívolo en detrimento de lo real: justo lo que, a mediados de un siglo XIX saturado de tensiones, alimentaría la avidez insaciable de Emma Bovary de una vida glamorosa, llena de lujos, trivialidades y emociones intensas que la llevó a prefigurar una imagen teatral de sí misma para ser vista, amada y sobre todo admirada.
No hubo grandeza en el perturbador romanticismo decimonónico que inspiró suicidios emblemáticos y muertes de amor como el Werther de Goethe, doña Inés de Zorrilla o el despecho fatal del propio Manuel Acuña. Parteaguas entre dos tiempos, la Emma de Flaubert rompió el molde de exaltación y pasiones desesperadas al significar el conflicto de la impostura, agravado por la quimera del progreso. Tras escribir páginas mediocres y títulos por encargo, Flaubert tuvo el acierto de atreverse con las apariencias para simular prestigio. Aunque fueran familiares las figuras del fracaso de la vida, en 1857 su Emma Bovary provocó un inmenso escándalo al dejar al descubierto el lado oscuro de la verdad femenina. Que reinventó lo que con más o con menos supo que sucedió, afirmó. El caso es que, inmersa en su fantasía, la joven esposa del médico sin aspiraciones aborrece su realidad, pero carece de medios para vencer el tedio no solo por la brutal supeditación femenina universalmente documentada, también porque hallar fisuras liberadoras se cuenta, todavía, entre las hazañas de la historia.
Emma personificó, además, el desencanto teñido de humillaciones, deudas, vergüenza y desesperación que visibilizó la derrota de una voluntad que se negó a repetir la condena de ser ignorada. Condena que se adquiría con el acta de nacimiento. Algunas se rebelaban a sabiendas -o sin saber-, que ser señaladas de locas o putas sería lo menos que les aguardaba al aventurarse con lo distinto. Una que otra desobediente, picada por la curiosidad de la juventud, se atrevía a asomarse a lo prohibido, pero metía la cabeza al presentir los primeros tortazos. De regreso al redil, cumplía con lo que se esperaba de ella: asumirse invisible y útil con la constancia de matrimonio. Con el cambio de estado, lo demás se daba por descontado: ser sombra del marido de puertas afuera y dócil sierva muros adentro. Otra fatalidad aguardaba a las Emmas Bovary y Anna Karenina que confiaban en los amantes, como si por ellos y con ellos accederían a otras maneras de ser. Se consideraba ejemplar el destino de las más abnegadas y repudiables a las transgresoras que querían para sí independencia, conocimiento e ideas. De generación a generación se trasmitía el listado de lo prohibido y lo permitido con la certeza de que nada cambiaría y que sobrellevar desencantos, frustraciones y diferencias era parte del estigma de las esposas. Con buena disposición e inteligencia para vivir irían aprendiendo a disfrutar ventajas de su condición. “Las cosas, decían las abuelas, son como son y no somos nadie para venir a cambiarlas”.
En suma, unos prueban la oscuridad y otros nacen en ella. Es el destino. En cualquier caso, la sombra habla y cuenta historias. Lo misterioso ocurre cuando el deseo insaciable de vivir una ficción paradisíaca genera tensiones y hay que elegir una de dos posibilidades: plantar al soñador en la realidad al demostrar que no hay aspiración sin límites o ceder a lo ilusorio creyendo que la expectativa basta para llenar el vacío emocional y/o existencial.
Lo cierto es que, condenadas al equilibrismo, las mujeres no hemos sabido o podido crear un personaje literario que siquiera iguale el estigma de Emma Bovary. Tampoco hemos vencido las ataduras enajenantes, solo las hemos modificado. Supeditadas a estándares de belleza e inclusive a imposturas de conducta individual, sexual, profesional y social, hemos discurrido vocabularios más o menos sofisticados para nombrar la realidad y acostumbrarnos a ella. Aún carecemos de remedios para la frustración y para creer que hemos superado las causas del desaliento que perviven, en todo tiempo y geografía, en la demostración de que las expectativas más altas chocan contra el fracaso de la vida.