Según noticias del primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, una distinguida católica originaria de Extremadura y “de reconocida virtud”, recorría casas de “los principales” para sustraer a las niñas y llevarlas a los diez internados femeninos, fundados por ella misma a instancias de los evangelizadores, a partir de 1528. Brazo complementario del encono contra los dioses y las costumbres locales, se las instruía en artes y oficios “femeninos”, hábitos de higiene (cuando los naturales se escandalizaban por la suciedad y falta de pulcritud de los españoles), obediencia y cuidado del hogar. Fue corto el experimento de transculturación que permitió que muy pocas aprendieran a leer y escribir en español para asimilar la doctrina cristiana, a cargo del único varón que podía pisar esos recintos: el misionero encargado de catequizarlas.
Quizá “la primera educadora de Nueva España”, Catalina de Bustamante atrajo a otras españolas con fama de honestidad y buena voluntad. Iniciada en Texcoco desde el antiguo palacio de Nezahuatlcóyotl y solo en vigor durante dos décadas, la tarea re-formativa o “pedagógica” garantizaba su “integridad física y moral”. Se consideraba fundamental la vigilancia de niñas destinadas al mejor mestizaje porque, en 1529, el hermano del presidente de la Primera Audiencia, Juan Peláez de Berrio, hizo sacar a dos de la huerta de Texcoco para violarlas. Las airadas protestas de Catalina no tuvieron efecto en México. Por su enérgica misiva enviada a Carlos I, en la que denunciaba los hechos y exigía justicia y protección real a sus pupilas, doña Isabel de Portugal –entonces regente por ausencia del rey-, se convirtió en guardiana de los colegios de niñas en Nueva España. Mediante cédula real al obispo electo ordenó apoyar la obra de Catalina para preservar a las colegialas de cualquier tipo de agravios, especialmente en los recintos de Texcoco y Huejotzingo.
Contagiada del furor por cristianizar lo antes posible, la viuda extremeña consiguió atraer para su causa, en 1531, el auxilio de la “Misión Imperial”, integrada por cinco españolas que viajaron especialmente para atender el Colegio de la Madre de Dios, en la ciudad de México. Entre solteras y casadas que iban claudicando por enfermedad, inadaptación o falta de interés, Catalina de Bustamante acudió personalmente al Consejo de Indias en pos de maestras y patrocinio de la Corona. Consigue traer de Sevilla a Catalina Muela, Isabel Pérez y Francisca de Velazco, en 1535. Era tan escasa la existencia de maestras como pobre la calidad de esposas, hijas y viudas de los españoles que su propia ignorancia parecía contraproducente. De ahí que la enseñanza de niñas “bien formadas”, acabaría en vientres para ensanchar el mestizaje.
Apoyada por franciscanos y el obispo Zumárraga, la pedagogía escalofriante de la cristianización eligió en primera instancia a las nobles y futuras madres para extirpar “el demonio de la idolatría” y “las bajas costumbres” de su gente, empezando por el matrimonio polígamo. Según informes de Zumárraga al Consejo de Indias, en 1536, reunieron entre trescientos y cuatrocientas niñas indígenas en cada una de las ocho o diez casas aledañas a iglesias y monasterios. Lo emprendido en Texcoco y la ciudad de México se repitió sucesivamente y con pobres resultados en Otumba, Tepeapulco, Huejotzingo, Tlaxcala, Cholula, Cuauhtitlán, Xochimilco, Coyoacán, Tlalmanalco, Chalco, Coyoacán y Tehuacán; es decir, en las regiones de mayor población indígena y donde mejor se resistían las tradiciones. Para las autoridades solo se requerían dos décadas para inculcar, a tiempo completo, las bondades de la moral del amo, gradualmente derramada a discreción entre las castas inferiores. Una vez concluida la enseñanza de “un nuevo modo de vivir y hasta de vestir”, según la religión y “la práctica de las virtudes humanas” las jóvenes eran devueltas a sus comunidades, para prodigar la semilla. Antes desposadas con indios, se esperaba que “educadas” ellas mismas ya no se dejarían regalar, intercambiar ni vender por sus padres a caciques o españoles. Aproximadamente cuatro mil niñas indoctrinadas se convirtieron en vientres y portadoras del mestizaje cultural. Esta fue la gran aventura educativa de la Colonia, en lo que respecta a las mujeres.
Más allá de aquella tentativa, que no enseñaba más que para ser casadas, “y que supiesen coser y labrar”, no había otro saber que el de la religión mal hablada y “fatigas del apostolado, del hambre, de la desnudez y de la vigilia”. Nueva España era en el XVII y en pleno y prolongado dominio de Felipe IV –calificado de El Grande o Rey del planeta-, una Babel en la que inclusive cabía Ovidio, adoptado con el color local, que por el favor del teatro criollo, el plurilingüismo se iría tiñendo de idiosincrasia mexicana.
No ser como los otros y ya no poder ser como ellos mismos no sería el único conflicto existencial de la población novohispana, ni todos los novohispanos reaccionarían del mismo modo. Lo fue de los grupos más afectados, incluidos mestizos que, resentidos, no podían franquear los privilegios del criollismo. Esta franja de ambivalentes estancados fueron víctimas de los rigores excluyentes de la educación, a cargo exclusivo de la Iglesia. Únicamente una minoría de mexicanos pudo liberarse de la inercia paralizante del resto. La mayoría quedaba “nepantla”, en ninguna parte, sin identidad, en tanto y el régimen virreinal agravaba el drama de nuestros pueblos: vivir y crecer de espaldas al conocimiento.
Del catecismo es imposible extraer diversidad ¿Cómo aprender el idioma sin alfabeto ni literatura? Confinados en su tradición oral, se gestó un mundo donde los libros pintados eran un bien perdido y la lectura en español no sólo no llegaba a sus manos, sino que su acceso estaba rigurosamente controlado, como rebote de la Inquisición. Los “latines” quedaban en el coto atesorado por el clero, a condición de no contaminar su uso litúrgico con el paganismo romano.
Si la aduana era el primer filtro para evitar sediciones y brotes de independencia, la astucia de los poquísimos lectores encontraba artimañas para burlarlo. El reto era sortear el cíngulo amenazante de la Iglesia y su pedagogía espeluznante. En todo se anteponían los negocios del cielo: “primero Dios y al último Dios”. Y alrededor de la palabra, también la principal función de la Real y Pontificia Universidad en donde ni de casualidad habría mujeres.
Para los antiguos mexicanos era imposible concebir el universo sin el eje humano que sostenía la causalidad de sus dioses. Descubrirlo escandalizó a los evangelizadores. Les parecía inconcebible y “mera idolatría” la dualidad de su pensamiento. Opusieron el catecismo al legado náhuatl fundado en la continuidad energética de adentro hacia afuera, desde el corazón hacia el Cosmos. Con ello mutilaron la raíz de su esperanza trascendental. Desasidos, los vencidos perdieron el equilibrio que les permitía relacionarse armónicamente con la naturaleza. Quizá por eso alcanzó tal hondura el problema de identidad que aún agobia a los mexicanos y que se fomentó al través de los vientres femeninos: trasmisores vitales de una cabal ignorancia. La mayoría, excluida de la educación y del contenido del logos de sus dominadores, fue expandiendo a las generaciones el vacío que los abuelos llenaran con una fantasía mítico/poética poderosa. Gracias a eso daban a las cosas admiradas el ser sustancial de sus propias ideas y creencias. De que perduró su religiosidad singular, no hay duda. Lo interesante es examinar qué tan cristianos serían los conversos analfabetos en dos lenguas, la materna y la tartajeada y qué tanto la ignorancia femenina impidió que el mestizaje fundara un universo propio. La palabra, hasta nuestros días, continúa viajando de manera oral entre la población marginada, que ha sido y es la mayoría. Esto se agrava porque se repiten los vicios discriminadores. Todavía, como hace siglos, sigue siendo mayoritaria la población que tambalea entre el analfabetismo y una elemental aproximación al saber, que apenas sirve para entender unos cuantos mensajes compuestos con frases simples.
No es que varíen los modos del pensamiento, son las actitudes frente a lo real. Portador deficiente del libro y de la escritura, el de la Conquista no fue solamente un embate desigual entre dos concepciones de la vida y de lo humano; de la verdad y lo sagrado; de lo profano y lo divino; del hombre integrado a la naturaleza de la que dependían su vida y su proceso evolutivo y los dogmas de fe, teñidos de escolástica, neoplatonismo y un sinfín de prejuicios enredados a la amenaza del pecado; fue, en lo esencial, un portazo al destino, una ruptura sin recursos propios. Por la ignorancia aunada al drama vital, esta mezquindad educativa es de los capítulos más atroces de la intolerancia teñida de codicia.
De haber logrado una verdadera castellanización otro, civilizado y con instituciones, habría sido la independencia de las colonias. Tan no hispanizaron, en el cabal y helenocéntrico sentido del término, que los hispanohablantes o tartajeantes quedaron sin un discurso lógico y propio. Bastaría que sólo fuera apropiado, pero suficiente para comunicarse y avanzar en el saber. El faltante les impidió gobernarse bajo principios y normas generales en bien de un orden individual y común, como sería la aspiración de las republicas en ciernes. Empezando por la justicia, en el orden social no cabía otra lógica que la de la obediencia y el sometimiento. Sembrado de contradicciones, el lenguaje dejó huecos en los mensajes relacionados con lo inefable y la sabiduría, entre el saber de experiencia y los términos liberadores. También entre la comprensión razonable de los actos y la irracionalidad de los mandatos. De espaldas al universo de los libros, la lengua se constriñó con la preeminencia de la oralidad vigente.
Si educar a las niñas era entrenarlas para servir al amo, al padre, al cónyuge y en suma, “al señor”, esta brutalidad no sería muy diferente después de dos siglos de independencia. Hoy, como ayer, la realidad del país sólo se mide por la situación femenina. Esa es la verdad desde la infancia hasta la senectud; desde los derechos adquiridos en la cuna, en las aulas, en pareja o en soltería, en el mercado de trabajo, en la Iglesia… hasta la muerte. La verdad está en la maternidad, en las finanzas, en la abuela o anciana solitaria, en el desamparo femenino agravado por el azote de la violencia, que azota a todo el país.