Primera expresión narrativa de lo sagrado, los pueblos discurren historias extraordinarias para explicarse lo inexplicable, como el origen de la vida y de todas las cosas o como su situación en el mundo, el destino, la muerte, los fenómenos naturales y la complejidad de los dioses. Cuanto más tremendo y portentoso un suceso, más singular y reveladora resulta su riqueza/baúl. Así, por ejemplo, el invaluable mito del Edén y de la primera pareja, de cuyo único acto de decisión -nefasto a los ojos de su creador- procede el destino humano. Origen de todas las lenguas, la Torre de Babel, por su parte, lleva en la imposibilidad de comunicarse el signo del supremo castigo a los hombres por haber pretendido alcanzar a Dios. Incontables, aunque unas más fascinantes que otras, estas fábulas que por primitivas no son menos complicadas, encumbran la heroicidad con imágenes que pertenecen a la tradición y a la memoria colectiva aunque, por encima de todo, demuestran que el misterio, la argucia y el afán de vencer obstáculos son tan inherentes a lo humano como la conflictiva intervención del poder absoluto en los asuntos de los mortales.
Tramados de sueños, aventuras, trampas, engaños, portentos y desafíos inauditos, los mitos crean su propio contexto teñido de realidad. Así su lógica y las jerarquías que transitan entre lo inmortal y lo mortal, entre lo verosímil y lo inverosímil. El impulso de probar límites humanos se extiende al ingenio de los héroes para burlar la supeditación absoluta a los poderes supremos, lo cual destaca la condición de criatura en estado de orfandad del hombre común, invariablemente urgido de protección compasiva. Y a pesar de desplegar tramas y desarrollos fantásticos, los mitos no dejan de mostrar una cara y un revés tanto del héroe como del hombre, del dios, del desafío e inclusive de la solución, como si de antemano se supiera que lo principal no se nombra porque está oculto más allá de lo aparente, “en los confines de la noche”. No por nada ahí habitan las Grayas, las Moiras, las Ninfas y cuanta criatura temible y monstruosa resguarda los grandes secretos. No hay duda de que los remotos abuelos advirtieron cuán profunda y simbólica es la hondura inexorable del ser; sin embargo, tuvieron que pasar siglos para que Freud le pusiera nombre a “esa región oscura del alma” que, desde el pozo del inconsciente, abrió las puertas a la doble riqueza de la interpretación y del psicoanálisis.
Los mitos son al pensamiento lo que la pintura rupestre a las primeras huellas humanas. Cuando unas manos remotas trazaban figuras y animales en las cuevas, las palabras primordiales comenzaban a convertir sueños, deseos, miedos, fantasías y modos de ver y estar en el mundo en fábulas que irían engrosando el entonces delgado hueso de la memoria. Puente entre lo sagrado y lo fantástico, el pensamiento mítico sería de tal modo el ingrediente más prodigioso de la creatividad humanizada por la feliz unión de la poesía y lo sagrado; del arte y el pensamiento.
No hay religión, creencia ni versión de la vida que no se vincule, siquiera por una vez, a la tentación de los mitos. A diferencia de otras ficciones, su carácter portentoso o descomunal despliega un tiempo distinto al que suponemos real o contingente. Suyo es el espacio del sueño, donde fluyen la simultaneidad, la razón y la sinrazón, lo bello y lo siniestro y cualquier imagen, sensación o suceso entre lo posible y lo inaudito, por absurdo que parezca en estado de vigilia. Cuando el durmiente sueña algo de preferencia tumultuoso e inquietante, sin saberlo está tocando el rico depósito individual y colectivo, donde subyace el pensamiento mítico. De tal sedimento enigmático proceden los mitos, donde “se oculta” y vibra la memoria compartida. De ahí que decir mito es decir misterio, antes que fábula o cuento extraordinario: espejo de la parte de sí que el hombre no puede descifrar, aunque la intuición pertenezca a su ser esencial. Por eso, para aproximarse al entendimiento o la claridad, debemos interpretar y rehacer el relato con múltiples y espontáneas versiones que, sin alejarse de lo esencial, se va ajustando al cambio de las edades y las culturas.
Quizá la primera pareja conoció el pavor al ser expulsada del Paraíso. Desde el punto de vista religioso, el miedo esencial, expresado mediante el “temor de Dios”, fundó con su temeridad o pecado un punto de partida en la memoria de todos y de todo. Memoria primordial e inseparable del sentimiento de culpa, de la “vergüenza” y de la indefensión que dota de sentido al símbolo de la caída que se perpetúa con cada generación. Profano o sagrado, lo cierto es que en los pueblos, sin saber cómo ni por qué, prosperó desde aquella noche de los tiempos un saber esencial que, enriquecido con versiones múltiples, perduró para siempre como lo que se sabe sin saber que se sabe. Inclusive nosotros, habitantes del complejo y materialista siglo XXI, compartimos un mismo sedimento del humano saber que podríamos ilustrar como zona arqueológica del alma. Allí están, latentes y listos a manifestarse o germinar, los frutos de la Antígona que desafía al tirano y dirige su voluntad contra las leyes de la ciudad. Está la Electra vengadora de la muerte del padre quien, con su hermano Orestes, asesina a Clitemnestra, su madre. Asimismo los indispensables Edipo y Yocasta, desde Freud, que no dejan de dar vida a las interpretaciones psicoanalíticas. Ni qué decir de Medusa, la de cabeza de serpientes, que paraliza a quien la mira. Intemporales son además, Sísifo y su referente de la enajenación del hombre moderno. Fausto, Don Juan, Frankenstein, Peter Pan, Supermán… Nada falta a la humana capacidad de mitificar que por igual sedujo a Platón que a nuestra contemporánea Yourcenar, al sabio, al maestro, al terapeuta o al modesto campesino.
Inseparables en Grecia de las figuras trágicas, de la estética, la ética y en general del estallido del arte y del pensamiento fundador de nuestra civilización occidental, los mitos contienen la materia de lo humano en primer término; después, modos de expresar la razón, la intuición y la argucia. Sea Perseo, Helena la de Troya, Narciso, Orfeo, Prometeo, Atenea, un Cronos devorador de sus hijos, Cupido, Afrodita, Deméter o la Guadalupana, invariablemente brotará desde el inconsciente un indicio para recordarnos cuán frágil y previsible es nuestra humana condición.
Algo extraño debe haber en estos enredos de hombres y dioses que se envidian mutuamente donde, no obstante su poder de seducción, nadie ha podido definir al mito, siquiera de manera satisfactoria. De lo religioso a lo profano, de la filosofía a la moral y de lo meramente antropológico al intrincado psicoanálisis pasando por el arte, la ficción pura, la poesía y los relatos primitivos, cada disciplina ha tenido queveres con estos modelos irreductibles de la existencia y lo sagrado. De suyo entrañan una belleza tal, inclusive tremenda y simbólica, que con la misma intensidad los mitos conmovieron a Aristóteles y a Goethe; a los poetas griegos y latinos; a Shakespeare, Marlow, Wagner y Thomas Mann… Aun el alma más simple cita a los héroes y celebra sus hazañas aun sin saber nada de ellos y sea niño o anciano, letrado o patán no hay quien escape al rigor de este espejo que, tarde o temprano, desentraña lo que lo aparente oculta o enmascara.
Sin imaginarlo siquiera, cualquiera tiene en su vocabulario personal conexiones mitológicas. Se refieren a Edipo como pariente cercano. Ponen Caronte o Hércules a su perro furioso sin conocer la mínima referencia de estas figuras. Perviven Pegaso, las Furias y la temible Medusa porque se niegan a declinar su poder sobre el miedo, el arrepentimiento y las culpas; se reacomodan atributos y nombres, pero el genio de Grecia, invariablemente, continúa fascinando con su intensa auscultación del espíritu humano. No deja de ser asombrosa la vigencia del pensamiento mítico y su capacidad de adaptarse a tiempos y culturas distintas. Será por la interacción de monstruos, dioses, fuerzas, conflictos, magia y seres sobrenaturales con semi dioses y simples mortales, como sucede en nuestra mente. O tal vez sea la heroica hazaña de vencer sentimientos oscuros, pero nada impacta tanto como los mitos en el laberinto que nos habita. Es quizá el extraño poder de entrometerse en la conciencia a golpes de realidad. O puede ser también que de suyo se trate del poder de demostrar que la vía más directa hacia la razón es el absurdo, la desmesura y la sin razón, pero una cosa es cierta: ninguna cultura, hasta ahora, se ha sustraído al poder de los mitos.
Remotos o cercanos, los mitos son la huella de la identidad intransferible: sintetizan el carácter, las fantasías, los ideales y aun los temores de la época. Aunque en versiones distintas los de hoy son lo que fueron y han sido sus precedentes: relatos de aventuras, hazañas que triunfan sobre lo desconocido, actuaciones memorables enmarcadas en su ficción verdadera, en su espacio y sus tiempos distintivos… Pensemos, por ejemplo, en los héroes que se aventuran a las estrellas en la Guerra de las galaxias: como sus remotos abuelos, estos también se trasladan al misterioso universo del bien y el mal, donde confirman los mismos delirios, pasiones, rivalidades, tormentas y temores ya consignados por el genio griego, lo que viene a probar que el hombre es el mayor de los misterios.