1.
Líbano era un polvorín a consecuencia de la guerra civil y la ocupación siria. El sur del país estaba tomado por fuerzas palestinas que realizaban infiltraciones clandestinas contra Israel. Procedente de Ankara, donde la familia de mi condiscípula en Holanda, Esin Tezer, me acogió en Turquía durante un mes como una de los suyos, al llegar al aeropuerto de Beirut vi que ni allí ni en el Hotel que él mismo me había reservado “por su hubiera algún contratiempo mientras regreso de Siria”, estaba esperándome mi amigo Hans: primeros indicios de la inestabilidad armada que me aguardaba. “Los accesos están cerrados y no es conveniente salir. Hay ataques por todas partes. Su taxi fue de los últimos vehículos que pudieron entrar a la zona…”, me informó el empleado al entregarme la llave. Hasta asomarme por la ventana de mi habitación, en un alto piso con vista al Mediterráneo, pensé que las barricadas entre cascajo, visibles en tan irregular geografía, quizá no eran distintas a los cercos defensivos contra invasores que, desde los remotos hititas, han tenido en vilo al Medio Oriente.
Nunca antes estuve cerca de un fuego cruzado. De camino al hotel me impresionaron los contrastes: era obvia su diversidad cultural, inclusive en la mezcla de lotes baldíos y edificios en construcción. Tal vez en los opuestos se imponía la pulsión de construir ante el impulso de muerte. Había basura amontonada contra bardas y esquinas ruinosas y muchos hombres que supuse árabes iban y venían en las calles campechanamente, comiendo panes rellenos o cubiertos de zaatar. Sin luz ni teléfono y entre cortes de agua, a ratos reinaba un silencio inquietante; de pronto, baterías de disparos. Cuando cesaban las balas o los bombardeos el oído seguía inventando estallidos. A media noche el horizonte se iluminaba por las descargas y bajo el sol radiante se dejaban ver los caídos y nuevos despojos dispersos en la que fuera “la Suiza del Medio Oriente”.
La adrenalina subía/bajaba. Me sentí atrapada por el destino. Pensé en los trágicos, en Kafka, en Nietzsche, en Malraux…, en mi misma y en el sentido o sinsentido de la imposibilidad. Todo era extraño, muy extraño. Hacía poco había leído La tregua de Primo Levy, a propósito de la visita al campo de Monowitz, subalterno de Auschwitz, en Polonia. Afectada por sus descripciones, en aquella época me debatía entre la esperanza de lo posible y la confirmación del horror de que es capaz nuestra especie. Aunque con su imagen ya debilitada en la memoria, Oriana Fallaci brillaba aún en mi imaginación como logro que demostraba que ni la valentía ni el arrojo y mucho menos el talento era atributos masculinos, según aseguraban los prejuicios. Era el tiempo en que nombres como el de ella y el de Yourcenar imponían la calidad de sus obras y su defensa de la vida sobre el sombrío listado de escritoras suicidas que dejaban en claro que para nosotras -mujeres sin un lugar propio-, no había cabida en la acción ni en el pensamiento; menos aún en la libertad ni en las letras.
Miraba armas en ristre, rostros masculinos cubiertos con el típico keffiyeh o con trapos sucios; hombres en tensión que oteaban en todas direcciones cuando no disparaban o comían. Lo que más me impresionaba, particularmente de los árabes, era su impúdica costumbre de rascarse los güevos, picarse los dientes, hacerse tocamientos obscenos o escarbarse los dedos de los pies, por no citar otros choques culturales, empezando por su desprecio a la mujer. A veces algún empleado me llevaba dos o tres platillos tan deliciosos que pensé que en Líbano, como en México y en tantos países subdesarrollados y violentos, coexisten tiempos y realidades paralelas: aquí se mataban de manera inmisericorde y a poca distancia reinaban el lujo y rutinas inalteradas. Hoy mismo, muchos años después de aquella vivencia que me acompañará de por vida, la criminalidad en México arroja más número de muertos, feminicidios y desaparecidos que muchos enfrentamientos armados. Y es que, por donde se la vea, la realidad supera la ficción: de ahí la dificultad de escribir una gran novela, como demuestra la evidencia y la profusión de medianías que editoriales y autores se empeñan en publicar.
La zona se suponía a resguardo por considerarse turística, pero el odio desconoce límites. Quedé pues atrapada y alimentada en lo fundamental gracias al montón de dulces y frutos secos con que me despidieron en Turquía. Gastaba horas leyendo, observando, escribiendo y esperando a Hans, confiada en su habilidad para resolver problemas. Mi idea del mundo y de la humanidad cambió radicalmente. Mantenía el ojo en alerta sobre la chispa en sordina de un disparo, un cohete o una ametralladora. No tardé en distinguir señales y cambios de luz. Divisaba vallas cercanas o distantes, al herido tumbado de cualquier modo con el arma al lado, sangre, piedras, más basura, gestos imprecisos y, más allá de la línea costera, el Mediterráneo soportando impávido agresiones desde hacía miles de años. En las pausas se recogían heridos y muertos, de preferencia sin camillas y de cualquier modo, para no caer abatidos.
Director de una organización internacional dedicada a mediar en conflictos armados y reubicar huérfanos de guerra, especialmente armenios, no he conocido inteligencia similar a la de Hans: de origen suizo/alemán, hablaba y leía unas 20 lenguas. Era tan culto como rápido en las cuestiones prácticas como en las filosóficas: un dialogante sin par. No conocimos día sin disfrutar una maravillosa amistad, desde que coincidimos en las aulas holandesas. No dudé al aceptar su invitación para conocer, durante meses, su complejísimo trabajo en el Medio Oriente. Al concluir mis estudios, México no era una de mis opciones. El destino, sin embargo, tenía otros planes: observar tan de cerca el gesto que queda después de matar selló en mi mente la pregunta de qué es el hombre que tanto me sacude desde entonces. No me hice escéptica en Beirut porque llevaba camino andado en México: una feroz escuela de supervivencia; sin embargo, mi estancia en Líbano y la riqueza de lo aprendido fueron decisivas al consolidar mi pasión por Grecia, la Antigüedad y el Medio Oriente en general.
Con viajeros y residentes extranjeros atrapados como yo en hoteles y oficinas, los combatientes se daban con todo, destruían a más no poder y de tanto en tanto se desplazaban a otra dirección no anunciada y regresaba la calma. A veces y por minutos, funcionaba el teléfono y mi amigo conseguía comunicarse. Confiábamos absolutamente en el otro y sabíamos que un saludo fugaz significaba que hacía todo a su alcance para rescatarme. Nunca desempaqué. Libro que leía, libro que regresaba a la maleta: había que estar lista para salir en cualquier momento. Después de no preocuparme por las noches ni los días, alguien tocó la puerta: era Hans. Sin cruzar palabra corrimos al coche con registro diplomático y sin dejar atrás el equipaje ni los frutos secos, respiré, respiré… Condujo hasta su departamento, lejos de allí, situado en una colina que de un lado se entraba por un tercer piso y por atrás desde el sótano: peculiaridad que sería significativo por lo que nos aguardaba experimentar. Una guerra civil es tan irracional y perversa como la criminalidad. En ambos casos se sabe cómo empiezan nunca como terminan ni con cuáles resultados nefastos.