Solo en los cuentos infantiles hay gobernantes sabios y rodeados de consejeros y funcionarios aún más sabios que ellos. Por tales regentes ficticios, cuyos logros jamás se citan, crecemos sin preguntarnos por qué los infames, los ineptos y los necios abundan y hasta son aclamados y confundidos con dioses. Si la historia fuera un inmenso costal estaría repleto de locos y excéntricos adueñados del destino de los pueblos. Los demócratas, en cambio, cabrían en una cabeza de alfiler. Un solo hombre, de preferencia desquiciado, puede hacer, deshacer y someter a capricho a decenas, miles e inclusive a millones de personas sin que nadie ni nada lo detenga, hasta que las evidencias trasciendan lo que nuestra humanidad es capaz de soportar.
La ficción palidece ante la megalomanía de un Qin Shi Huang creador, en el s. III aC. del primer imperio fundado en el estado de Qin, con las provincias que aún integran a la China monumental. Fue el precursor de la Gran Muralla que costó cuando menos dos millones de muertos. Autócrata y conquistador, unificó la escritura y el sistema de pesos y medidas; reformó el sistema feudal para mejor controlar a cortesanos y súbditos; creó la primera red de caminos en el territorio y, con otros testimonios de su crueldad y apetito de eternidad, dejó en el mausoleo de la moderna Xian (Shaanxi) 8 mil guerreros de terracota que lo acompañarían en su viaje infinito. Los arqueólogos han desenterrado cientos de réplicas de artesanos, concubinas y sirvientes, carros, caballos… Sin embargo, falta descubrir la cámara real: modelo del cielo y la tierra con ríos de mercurio, luces y maravillas fabulosas. Evocado con asombro, Qin Shi Huang demuestra que la realidad supera la ficción.
Aunque la Antigüedad esté sembrada de relatos sobre hazañas y perversiones de quienes han querido igualarse y superar a los dioses, acaso solo el universo faraónico compita con la aspiración de inmortalidad de los chinos. De Ciro a Darío o de Filipo y Alejandro a César, Aníbal y hasta Carlo Magno y cuantos puedan agregarse al memorial de dominadores, una sola característica iguala a los grandes con los pequeños: la ambición de poder. Sea domiciliaria o universal, esta avidez se trasmite de generación en generación como santo y seña de la condición humana.
Antes que cualquiera lo imaginara, la persa Schahrasad tuvo la genialidad de descubrir el antídoto contra la infamia: la palabra. Dedicado a decapitar muchachas para vengarse de una supuesta infidelidad, el misógino, cruel y loco Schahriar transfería su insoportable insatisfacción a cuanta mujer pasaba por su lecho. La ignominia encontró un límite a partir de que la hija del visir se dedicó a contarle fragmentos de la gran aventura humana. Confiada en el poder sanador y de seducción del Verbo, la supuesta relatora de Las mil y una noches se salvó a sí misma y salvó a las que podrían haber sido víctimas del opresor por la magia del arte de narrar. Aunque otras Schahrasadas en tiempos distintos, como Isak Dinesen, hayan compartido la gracia de embelesar, nada ha impedido la proliferación de monstruos como el belga Leopoldo II, mal llamado “conquistador del Congo” y por añadidura hermano de Carlota, la dizque emperatriz de México, cuya maldad no merece perdón.
Silenciado por complicidad o ignorancia, los daños causados por el primer genocida de la historia europea, fueron desenmascarados en varias lenguas hasta que Adam Hochschild publicó, en 1998, su aterradora e invaluable biografía: El fantasma de Leopoldo. Aunque Conrad había dado señales de los horrores que atestiguó en el Congo, y aunque las fotografías de una valiente inglesa fueron divulgadas por la revista Life, nada abarcaría la destrucción humana, moral y territorial que esta bestia ocasionó durante décadas de dominio colonial (1908-1960).
Al compendio casi inabarcable de autócratas, tiranos, déspotas, conquistadores y opresores deben añadirse otros ejemplares del siglo XX de tan inaudita ferocidad que harían palidecer al mismísimo Goya, autor de “Los sueños de la razón”, cuyos dibujos de empalados y muertos todavía nos quitan el aliento. Hay que recobrar la importancia de las biografías para no confundirnos respecto de los cuentos alegres sobre la condición humana. No hay más que auscultar el revés y el derecho de Leopoldo II (a la sazón padre de Alberto I y abuelo de Alberto II), Mao Zedong y su inaudita esposa, Muamar el Gadafi, José Stalin, Nicolae Ceausescu, Hitler, Saparmurat Niyasov y ni qué decir del ejército de latinoamericanos y africanos de la talla de Videla, Rafael Leónidas Trujillo Idi Amin, Fidel Castro…, para que leamos de otro modo el revés de lo aparente.
Es cierto que la memoria del Mal se concentra en figuras como Gengis Kan, Aníbal, Eric el Rojo, Calígula, Nerón, César, Antonio… Sin embargo, la especie de excéntricos, perversos y crueles está lejos de desaparecer por la intervención de los demócratas. Inclusive la democracia sirve de excusa para encumbrar y legitimar a sujetos tan demenciales como Trump, Chávez/Maduro, Ortega y su inaudita esposa, Putin… En fin, que estamos rodeados y no queremos mirar a nuestro alrededor ni frente a nuestras narices. ¿Qué nos salva del poder del Mal, del abuso y de la locura en el poder? No lo se porque es uno de los grandes misterios. Lo que se es que es mucho más difícil someter, engañar y subyugar a los pueblos educados y, desde luego, a las inteligencias forjadas al calor de la crítica, aunque siempre nos sorprendan de lo que son capaces los locos.