México no está preparado ni al Poder se le ve intención de prepararse para enfrentar y subsanar los inmensos problemas que padecemos: violencia, inseguridad, pobreza, ignorancia, desigualdad social, justicia, vivienda, salubridad, cambio climático, creación de empleos, desarrollo agrícola, inmigrantes y emigrados, infraestructura, vivienda… Aunque las prioridades son evidentes, el grupo dominante no puede ni quiere actuar con responsabilidad, madurez ni inteligencia política en bien de los gobernados. Los desafíos globales contrastan nuestras deficiencias científicas, tecnológicas, ecológicas, etc.; y a pesar del atraso ostensible, el Gobierno no define un modelo de país ni existe ningún plan para disminuir las tensiones internas y externas.
La improvisación ha sido santo y seña de la historia mexicana. Es un estigma enredado al “estilo personal de gobernar”, afianzado desde Santa Anna y viciado hasta el caprichoso individualista López Obrador. El que llega inventa el mundo y se encumbra aborreciendo al pasado. Antes, el presidente-de-llegada solía destruir al antecesor, pero la fidelidad a su preceptor de la actual (vice)presidenta, la aparta de la tradición. Esta supeditación afecta lo urgente y necesario: gobernar para hacer del país una verdadera república democrática, con instituciones y poderes modernos, inclusivos y al servicio de las mayorías que deben educarse y participar para igualarse hacia arriba, en vez de ser carne de engañifas, paliativos y demagogia populista.
Carecer de modelo de país y de ciudadanía es mal indicio. En este mundo convulso debemos aplicarnos a ser demócratas y procurar un crecimiento civilizado, con progreso equitativo y pacífico hasta lo posible. Para desgracia del futuro inmediato, no se vislumbran cimientos ni estructuras, tampoco instrumentos culturales adecuados para activar -transformándola- esta complejísima población multirracial de más de 130 millones de habitantes que gastan la vida confrontándose entre sí.
Indicar hacia dónde, el cómo, el para qué y con qué recursos es inaplazable. Se debe aprovechar el capital intelectual de los mejor preparados en vez de combatirlos o denigrarlos. Concentrarse en la salud física, cívica y mental de millones y millones de niños y jóvenes que deben alimentarse adecuadamente y aprender a cuidar de sus cuerpos, de su entorno, de sus relaciones y de su mente. Insistir en la enseñanza y divulgación de las artes, las ciencias y la tecnología para vivir mejor en vez de sobrevivir miserablemente. Respetar la separación y funcionamiento de los poderes de la República. Combatir la impunidad, el encubrimiento y la complicidad delictiva; en fin, que por donde busquemos da la impresión de que todo o casi todo está por hacerse y/o corregirse de raíz, lo cual indica, en términos de la teoría del orden y el caos, que se requiere un inaudito esfuerzo material, político, creativo, económico y mental para emprender la hazaña de mitigar el tremendo desperdicio de energía que explica nuestra situación desventajosa.
Con asegunes y balanceos, “el compromiso social de la Revolución” fue guía durante décadas de los mal calificados “gobiernos de la Revolución”. Como todo ideal, los multimancillados artículos considerados esenciales de la Constitución de 1917 (1, 3, 27, 123 y 130) servían de algo parecido a “modelo para armar” o guía para salir (alguna vez) si no de la postración ancestral, al menos del caos arrastrado del siglo XIX: siglo que no conoció estabilidad ni justicia desde la Independencia, la “entronización” de Iturbide y la subsecuente presidencia de Guadalupe Victoria, hasta la dictadura de Porfirio Díaz. Con razón consideran algunos historiadores que nuestro siglo XX en realidad comenzó en 1910, con el estallido de la revuelta armada y se definió en 197, con la Constitución. Como todo ideal, incluida la etapa de la cultura del esfuerzo ahora abolida, los sucesivos gobernantes destruyeron el dicho “compromiso social” a cambio de fomentar el caos, el invidualismo y más improvisación en el casi eterno proceso de construcción del Estado.
En suma, sin una sociedad civil sólida y actuante para abatir tantas presiones internas y externas es imposible acabar con los vicios sociales, económicos, judiciales y políticos que han alcanzado tan alto nivel de degradación. Sociedad capaz de exigir educación de calidad, salud pública, diplomacia razonable, justicia, transparencia y rendición de cuentas de los servidores públicos. Sociedad apta para cuestionar, criticar, exigir y modificar políticas públicas. Sociedad suficientemente educada para deliberar y exigir procesos límpios y auditables. Sociedad participativa y solidaria para descentralizar las funciones pertinentes y apoyar economías sostenibles y modernas. Sociedad conciente de lo que significa ser el núcleo del Estado que la dota de sentido. Sociedad, en fin, responsable y que en verdad sepa que los gobernantes son servidores no sujetos entronizados a quienes de manera vergonzosa el “pueblo” trata como figuras divinizadas.
Ser pues ¡y ya por favor! una República digna, porque motivos de vergüenza ya tenemos demasiado.