Coincido con Marcel Schwob en que el arte de la biografía consiste en destacar rasgos, manías y anomalías que, a diferencia de las generalidades de la historia, singularizan a la persona en su contexto. Como el oído del músico o el ojo del anticuario, el biógrafo tiene el don de reconocer la individualidad. Por la destreza de Diógenes o de Jenofonte sabemos que las polémicas de Suetonio eran simples alharacas rencorosas o que Aristóteles caminaba con una bolsa de cuero con aceite caliente atada a la panza. Quizá fue Quinto Curcio Rufo quien escribió que Olimpia, la madre de Alejandro, copulaba con serpientes y que persuadió a Filipo de que no él, sino un dios egipcio la había preñado del que sería “rey del universo”. Campeones del arte de biografiar, los ingleses son el oro molido del género especialmente desde el siglo XIX.
Aseguró José Vasconcelos que no tenemos una gran literatura porque los mexicanos no nos atrevemos con la verdad. Nos falta cultivar la biografía: el filón más pobre de nuestras letras. De mandatarios para arriba y para abajo, sin descontar líderes sindicales, criminales, empresarios, intelectuales, artistas, mujeres y gente común hay decenas de imprescindibles que aguardan que alguien los escriba. Si yo inquiriera la vida del expresidente Echeverría, tan llena de manías cual corresponde al talante autoritario, no olvidaría describir su costumbre de desafiar entrecerrando los párpados para aparentar mirada de águila e intimidar al de enfrente.
Del montón de datos personales recogidos durante estas semanas y ya meses, leo que Joaquín Nin presumía públicamente la lujuria incestuosa que compartía con su hija Anais, que Carlos Fuentes tecleaba con el índice a toda velocidad, que la mañosa Isak Dinesen solo se alimentaba de ostras y champagne, que el pintor Hokusai esperaba llegar al ideal de su arte al cumplir 103 años de edad, que mi querido José E. Iturriaga fantaseaba sentarse en un cuarto en medio de cientos de naranjas, que Salvador Novo se vestía con la ropa y las alhajas de su madre, que Carlos Montemayor solo calzaba botas norteñas e infiel irrefrenable, nunca se apartaba de su pistola; otro Salvador, Elizondo, quemó su biblioteca en un arranque de celos… ¡El anecdotario local e internacional da para decenas de páginas!
La personalidad de Winston Churchill no cesa de arrojar extravagancias que se han convertido en la delicia de cineastas, escritores y lectores. Y no se diga del inagotable semillero de dictadores, mandatarios y “líderes” latinoamericanos que compiten con africanos del siglo XX en adelante en brutalidad, bajezas, delirios, crueldades y comportamientos ridículos. Casi inédito, este capítulo del revés del poder es un cuerno de abundancia que nos permitiría ver y entender con mayor claridad las vejaciones y fracasos latinoamericanos. Pillar al hombre en la alcoba, al amador real, al simulador y nada respetuoso de la condición femenina, al resentido social, al de los pantalones arrugados, mal puestos y casi enrollados en los tobillos, al de los zapatos eternamente sucios, mal vestido, panzón, de modales repugnantes y lenguaje agreste.... Me refiero al rey desnudo que ha poblado la historia del poder, al hombre real, al gañán que desconoce la decencia y disfruta lastimando a los demás.
Qué tentación, la verdadera biografía del revés del poder... ¿Por qué no nos hemos atrevido con los miedos, el arrepentimiento por lo hecho y lo eludido, con lo no realizado, las venganzas, la cobardía, los daños causados, la taras, los vicios? Lo fundamental está pendiente: la vida/viva del individuo común que lucha por gobernar con tanto ahínco que al fin lo consigue y hace del dominio un arma de destrucción. Con esos sujetos sobre nuestras cabezas hemos crecido y nos hemos multiplicado, pero no los hemos rescatado para que su monstruosidad perdure en la memoria colectiva. Unos a otros se repiten para demostrar que el tirano puede más que sus adversarios, que es más que todos, que puede cobrarse con creces las ofensas… Qué tentación, pues, conocer a sus madres, la calidad de sus padres, su relación con los hermanos, sus deficiencias secretas, sus armarios…
Mientras que el historiador clasifica y atiende hechos y situaciones, el biógrafo se concentra en lo único, lo privativo de cada quién, y en la significación de pormenores que enseñan más y mejor que el registro documental. Mucho antes de que como buen inglés y coetáneo de Shakespeare Ben Jonson reparara en que Hobbes se volvió completamente calvo en la vejez y que le costaba evitar que las moscas se posaran en su cabeza descubierta, Plutarco ya aseguraba que “no escribimos historias, sino vidas”. Gracias a que se interesaron a fondo en las peculiaridades, escritores tan distintos entre sí como Diógenes Laercio, Jenofonte, Lytton Strachey, Marguerite Yourcenar, Doctorow, Vargas Llosa, Carpentier y por supuesto el gran Danilo Kîs en su Enciclopedia de los muertos, tenemos ideas más fidedignas sobre la naturaleza del ser, el efecto de las deficiencias, contradicciones, fantasías, sueños o virtudes personales. Este es el género que nos permite establecer correlaciones entre un conquistador, un dirigente o cualquier cabecilla y la verdad que subyace detrás de la historia.
La explicación de la vida, por consiguiente, está en los detalles. Hasta el más humilde de los mortales enseña algo sobre las relaciones humanas, los parajes que lo rodearon, los conflictos en los que participó, las personas que amó o despreció, los trabajos que disfrutó o detestó, los secretos que jamás reveló, las enfermedades, alergias o frustraciones que lo convirtieron en un vinagrillo miserable, en un criminal, en un santo o en un indiferente incapaz de comprometerse. Rellenar los faltantes del emperador Adriano y presentarlo como un hombre solo con su conciencia es lo que hace tan fascinantes las Memorias de Adriano. Una buena lectura de La enciclopedia de los muertos, por otra parte, nos incita a desentrañar lo cotidiano y el largo camino de los muertos que llevamos a cuestas.
Desde que tengo memoria atesoro pormenores. No deja de sorprenderme el lenguaje de los gestos y, por supuesto, el uso de las palabras. Las biografías tienen respuestas que la historia ignora y las apariencias disfrazan. Durante este infinito confinamiento exploro vidas remotas y cercanas; vidas de escritores, aventureros, filósofos, pillos, políticos y tantos déspotas y autócratas que sus peculiaridades me hacen dudar de las virtudes de nuestra especie. Tan iguales y tan distintos, los tiranos comparten la obsesión por ser aceptados, temidos, adorados o auto considerados indispensables. Éste es un sentimiento tan pernicioso, que se convierte en detonante de sus peores decisiones. Confirmo, además, que el común impulso de combatir la libertad de expresión es el primer paso hacia el control de cuanto derecho, principio, institución o norma asocian al poder popular. El horror a ser exhibidos, cuestionados y criticados los lleva a tejer una red de alianzas y complicidades para desacreditar el saber, deformar la justicia, evitar la armonía social y, en suma, a discurrir políticas restrictivas y persecutorias.
Todas las biografías coinciden en probar que el gran enemigo de los dictadores es el saber, la inteligencia crítica, el pensador avezado, la educación. Lo que no entienden los rebasa, por lo que su ignorancia incrementa su paranoia en la medida en que acumulan poder y se sienten más vulnerables. Sospechan del conocimiento, del que nos permite entender quiénes somos, de dónde venimos, de qué se tratan grandes cuestiones de la convivencia y la superación; es decir, la cultura se vuelve peligrosa. Gradualmente o de golpe, sus yerros agravan sus delirios. Y es que el tirano, cualquier tirano, se atormenta porque se siente engañado, espiado, traicionado, defraudado, humillado, ridiculizado, rechazado, amenazado u ofendido. Entonces, en vez de aflojar sus políticas restrictivas agrega más y peores sanciones, burlas, mensajes amañados y de desprecio contra quienes califica de “adversarios”, “enemigos”, “traidores”, “corruptos”, “vende patrias”…
La hermosa frase kantiana que dice que “el ser humano es lo que la educación hace de él”, también es aplicable en sentido contrario; es decir, “el ser humano es lo que la mala educación o su carencia hace de él”. No podemos explicar el largo camino de confrontaciones que desde el siglo XIX y hasta el presente, enturbia nuestra sociedad sin que nos hayamos atrevido a desvelar la clase de hombres que directa e indirectamente se han apoderado del destino de los pueblos. Es tiempo de mostrar a esos sujetos tal como son, con los pantalones mal cortados y arrugados sobre sus zapatos horrendos, siempre sucios quizá como indicio de su mal gusto y peor educación. Mostrar su indecencia, el desfiguro, la expresión del insulto, el gesto de la envidia, la mentira inclusive en la intimidad y los resentimientos que influyen en la historia. Conocer, en suma, lo que los historiadores no registran. Ir tras los detalles que explican más y mejor la realidad que, por necesidad, se hace parte inseparable de la nuestra.