¡Si hubieras visto con qué
gracia movía las piernas!
¡Qué gran equilibrio el suyo
con la capa y la muleta!
García Lorca
De la noche a la mañana le crecieron las tetas a Verónica. Concluyó su infancia en cosa de horas, sin que el cuerpo se adaptara al ascendente ondular de piel y músculos que la transformó en una total desconocida. No tenía vestidos adecuados ni podía dormir porque una sensación extraña la invadía cuando apenas conciliaba el sueño. Al percatarse de que un par de bultos se mecían levemente al caminar bajo sus prendas, se habituó al espejo para ver y ver lo que no podía entender. Juró que escuchaba el estiramiento de tejidos y de músculos y hasta un chirriar de huesos que convertían su desnudez en paisaje de dunas y caminos curvilíneos.
Pasado el trance, modificó su guardarropa, abandonó la camiseta y conoció el secreto deleite de acudir a una lencería. Sin dificultad abandonó sus hábitos de niña y también fue pronta para desatarse la cola de caballo. El día que tiró sus calcetines, Verónica bailó por vez primera. Entonces descubrió un sabroso oleaje que iba y venía de la piel al vientre y de éste a la zona interna de sus muslos en donde la emoción se transformaba en rayo y luego en cosquilleo.
Pronto averiguó que no era el baile en sí lo que le provocaba ese aturdimiento que dejaba en ascuas sus sentidos, sino la proximidad de un adolescente que olía a corteza de laurel y, como el laurel, la incitaba al arrumaco, a repasar su superficie, a mirar y oler a un tiempo; después, tocar sus nervaduras, el camino sinuoso de su tronco, los brotes, la firmeza de sus ramas o hermosos recovecos en los que cabe por completo el día.
De ser curiosa, ya lo era; por eso a nadie extrañaron sus preguntas sobre si éste o aquél estiramiento era natural y si todos conocían el ir y venir del rayo al cosquilleo que ahora se expandía bajo el brassiere como red finísima y húmeda. Los cambios de su cuerpo, tan llenos como estaban de explosiones sensoriales, la obligaban a aplicarse a dialogar con ellos: reconstruía a la Verónica que llevaba en la memoria y luego la enfrentaba al reflejo de esa joven que encontraba en el espejo. Registraba con minucia desde el pronunciamiento de una curva en la cintura o en el hombro hasta la textura mutante de sus cejas. Quizá era cosa de no saber mirarse, pero aseguraba que el frente iba más aprisa en eso de adquirir volúmenes que la parte trasera de su cuerpo.
Lentamente, y no sin incurrir en inofensivas confusiones, aprendió a distinguir cuanto ocurría bajo su piel conforme a la zona o la intensidad del hormigueo que sonrojaba sus mejillas, le ponía en tensión los músculos del pubis, temblorosas las rodillas o erectos como lanzas sus pezones. Bien a bien no acaba de entender las condiciones de la misteriosa relación entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño y el recuerdo del joven erguido como árbol a quien olía mientras bailaba, aquel cuyo cuerpo se expandía según ella se acercara y el primero en advertir el torbellino que en vano pretendía encubrir con los pliegues de su blusa.
Era seguro, sin embargo, que dejaba de dormir cuando ocurrían tormentas como éstas, porque prefería quedarse allí, nomás imaginando, que perderse en el oscuro hueco de otra noche sin memoria.
Si breve, requirió también de cierto aprendizaje para entenderse con su cuerpo. Caminaba con sus libros apretados contra el pecho porque en los ojos de los hombres miraba reflejados sus pezones. Descubrió que a veces se deslizaba por sus muslos una suerte de humedad: hebra poderosa, hecha de gotas diminutas que provenían de algún corredor inexplorado. La percibía primero en lo alto de los muslos y a poco le erizaba el cuero cabelludo o le iba estremeciendo el cuello, la espalda y las partes anteriores de brazos y rodillas. Por eso juntaba las piernas al sentarse, porque así creía controlar esa espiral de cuerpo entero que se alojaba en un posible hueco al frente, pasada la cintura, aunque quizá comunicado con el pubis.
Así como otros recuerdan imágenes, Verónica evocaba sensaciones. Llegó a creer que su aptitud era común y, propio de su género, que lo natural sería sentir y luego transformarse. Se aficionó a la Fiesta desde que una vez en que pecho y ruedo se encendieron mientras un torero dominaba al toro. De obsidiana pura era su estampa y amarilla su divisa. Con traje color del fuego, bordado con hilos de oro, iba el matador por la arena como si envistiera a Verónica. Bufaba el toro y jadeaba ella. Acometía al capote con las astas y a ella se le estiraban los pitones. ¡Olé!, ascendía el clamor en la plaza y el matador avivaba la faena. Alejado del burladero, el matador celaba a su toro en una tarde de mayo que ardía como los muslos de la muchacha.
Él sorteaba con arte en medio del vocerío; ella trasmutaba la capa en luna encendida. Abundaban lances y quiebres. Llovían gaoneras y muchos desplantes. Vino el quite por chicuelinas. Fuera del tirón primero que empitonó al vestido, no sintió Verónica incomodidad ninguna, más bien supuso que el placer venía del ruedo y que en la piel le iban quedando los registran de los lances con el capote.
Algún pase por aquí, la mano en la cintura, un quiebre armonioso o la mirada del torero puesta en los ojos de su toro. Le llamaban “El Moro” por sus ojos olivados, por sus cabellos oscuros y una piel como de cobre. A ella le gustaron sus piernas largas, la cabellera aceitada bajo la montera y esa figura suya tan de torero gitano en traje de fuego. Cuando “El Moro” alistaba la muleta, Verónica sintió que la tela se rasgaba. Agitaba su abanico para ventilar sus mejillas, pero la brisa caliente se le metía en la camisa. Atenta al desliz de la pañosa, el paseíllo rítmico del matador en pleno centro y el desplante entre muleta y cornamenta, descuidó Verónica su cosquilleó de pezones y el abultado espesor de sus lunas como manzanas.
El Sol se agarraba a la tarde como si quisiera encender la arena. Iluminaba el rostro de “El Moro”, mientras esperaba en los medios, con una pierna doblada y la espada dispuesta. Observaba el toro la escena en ese juego de muerte: o lo quitaba él o lo mataba “El Moro”. Ya se sentían los pañuelos en los tendidos y desde un palco gritaba Verónica: ¡Olé! ¡torero!, ¡Torero!
El matador perfilaba su arma de plata. Brillaba en el rostro el filo y el Sol se reflejaba en la hoja. En Verónica ascendía el fuego como si estuviera en el ruedo. No miraba la plaza ni escuchaba al gentío; ojos y cornamenta se orientaban al “Moro”, en tanto y un hilo húmedo le ablandaba los muslos. Pesaba el silencio en esa hora de desafíos entre la espada y el toro herido. Allí nada se movía; quietos el toro al acecho y el matador en alerta, tenían a Verónica con el alma en un hilo.
Echado palante, “El Moro” quiso atraer al toro, éste bufó con fuerza y se arrojó a envestirlo con todo. Allí estaba el acero en punta; allí la muerte segura y una mancha de sangre tendida en la arena. Albeaba la plaza por el ajetreo de pañuelos y la afición vitoreaba al triunfador de la tarde. Paseaba “El Moro” con orejas y rabo cuando le acometió el galardón de Verónica: punta en asta y redondez perfecta, mostraba desnuda, sin darse cuenta, su extraordinaria cornamenta. Poco quedaba de su camisa de hilo, a no ser que los jirones contaran. El abanico brillaba en cambió, nada más de acercarse a la tersura de la muchacha. Clavado “El Moro” en el burladero sintió el rayo en su bajo vientre y una tormenta en sus muslos. Como no le ocurriera ante el toro, allí perdió firmeza y arrojo. Le sudaban las manos, sentía alas en la entrepierna y sueltas las zapatillas.
Se miraron los dos como se miran la Luna y la noche, y de ahí salió Verónica para encontrarse con el fuego. Estaba “El Moro” de pie, con su traje bañado de sangre y la montera en la mano. Llevaba un mantón Verónica, todo seda y claveles, que le caía por los hombros como señal luminosa. Ondulaba el cosquilleo por su cuerpo y la pasión la abrasaba. Matador en el ruedo y hombre donde se debe, sus ojos estaban prendados de aquellos pitones. Se miraron de nuevo los dos. Se encontraron como se encuentran el deseo y la pasión. Él se echaba palante y ella envestía con roces. A más se le acercaba “El Moro”, más le crecían sus astas. Dura su piel como el bronce y afianzada por el antojo, le susurraba Verónica palabras ardientes a su torero.
Sin capote ni chaquetilla iba saliendo el hombre de su traje color del oro. En camisa de olanes y corbatilla delgada, le quedaba estrecha la tela al ensanchamiento de sus tributos. Con prisa desajustaba su taleguilla; daba tirones aquí, acomodos allá y no faltaban los empujones cuando intentaba librarse de la prisión de su vestimenta. Verónica se acercaba o retrocedía, según mirara al torero enredado en sus prendas. De haber faena, sí que la había, pero el matador recelaba ante la inminencia de una estocada. Jadeaba, gemía “El Moro”, ¡cómo gemía!, mientras Verónica recordaba otras tormentas del pubis, algún cosquilleo de pezones y el aroma a laurel que se le fundía a la memoria.
Ya no miraba al del paseíllo gallardo, noble torero de cepa. En vez de quiebres torcía la seda y a cambio de dorso erguido se le nublaba la tarde. Con el estoque era diestro, ni quién lo dudara. Conocía la disposición del morrillo y el punto exacto donde clavar su espada. Todo ignoraba el gitano, en cambio, de los muslos de brasa o de ese cabello negro extendido como la parra. Seguía Verónica empitonada, aunque ya poco encendida, porque ese torero desnudo le resultaba de pocos antojos. Pesaba la sombra en el encierro de los postigos. Pesaban también un extraño temblor de sangre y tantos ruidos que llegaban de fuera. Ella continuaba echada en el manto como si fuera el capote. Sin tarde de luces ni Luna en el pecho, la muchacha lloraba, ¡cómo lloraba!