Clavaba en el otro su mirada de águila, y una de dos: se la sostenía a duras penas o se corría el riesgo de sucumbir a sus alegatos. Suave en apariencia, buen conversador y con el ojo en alerta sobre los aspectos espinosos de la política, fue periodista de cuerpo entero. Como era frecuente en el México de su juventud, se formó “desde abajo” en la prensa y llegó a dominar el oficio. Lo enriqueció con dosis de intuición y talento para olfatear y “reportear” la noticia, desplazarse con habilidad en medios aún hostiles y denunciar lo que su honestidad demandaba. Como director de Excélsior, elegido por la Cooperativa en 1968, tuvo el acierto de atraer intelectuales y representantes de varias vertientes para emprender una línea crítica que situó la calidad y el prestigio del diario a nivel internacional.
Caló la temperatura de su hora. Fernando Benítez, de tiempo atrás y principalmente en el extinto Novedades, dotó de vida y carácter al suplemento cultural, donde formó o al menos contrató a numerosas personas que, directa o indirectamente, se sumarían al exitoso proyecto de Julio. Congregar el empuje de una generación inconforme que, producto del Baby Boom, abultaba las aulas de la Universidad y la libre expresión, en pleno dominio del autoritarismo echeverrista, incrementó considerablemente el número de lectores, pero también dejó en claro cuán importante puede ser el poder de la palabra, a pesar de las deficiencias educativas del país, o tal vez por eso mismo. Al superar sus indudables aciertos con la dirección autónoma de Octavio Paz en Plural, Scherer advirtió que después del Movimiento Estudiantil no era posible continuar supeditando la opinión pública ni la función de la prensa a los dictados presidencialistas.
No hay que olvidar que la prensa dependía económicamente de los anuncios oficiales, que la Secretaría de Gobernación controlaba el papel e inclusive voceros y repartidores estaban enchufados al sindicalismo charro. Los rangos de movilidad eran limitados no solo en lo público, también en lo privado. Los colaboradores apenas recibían paga por sus escritos o, en el peor de los casos, daban por gratificante el solo hecho de aparecer en el diario. Había que discurrir argucia y media para mecerse entre el poder y las letras, entre el poder y la prensa y entre el poder y las urgencias financieras. De ahí que se fortaleciera la necesidad de que tanto políticos como periodistas y voces críticas cultivaran relaciones de amor/odio, mutua necesidad y atracción/rechazo entre ellos hasta que Echeverría cometió la torpeza de romper con lujo de violencia un equilibrio que, en su circunstancia y de haber entendido su significación, le hubiera sido enormemente provechoso. Pero Echeverría nunca se distinguió por sus luces, menos por su sagacidad ni por su agudeza política.
En lo que a Julio respecta, agregó el acierto de fundar, como parte de Excélsior, LA revista Plural con Octavio Paz que por sí misma habría de marcar un hito en la historia de las publicaciones culturales. Tras su sonada renuncia a la Embajada de México en India a causa de los sucesos sangrientos, Paz respondió con creces a la vanguardista apertura de Scherer y uno en el periodismo, el otro en cuestiones de arte, letras y pensamiento, ambos establecieron formidables vasos comunicantes. No obstante breve, este fue el periodo de oro del periodismo político y cultural mexicano, a pesar de la escasa y por demás ostensible presencia femenina entre las firmas.
Hombre recio y de grandes contrastes, recuerdo cómo sonrió con inocultable satisfacción cuando, entre desacuerdos y burlas veras, le dije: “Julio: tú eres de los que por las buenas es bueno y por las malas, peor”. Enfatizaba el sustantivo “¡señora!” al hablar conmigo y con otras mujeres a quienes no dudaba en tratar con extrema cortesía, no siempre cómoda. Escuchaba inclinado hacia delante y la cabeza ladeada, con ojos y oído clavados en las palabras. Cuartillas en mano, prefería el lápiz para garabatear, tachonar, agregar o quitar apostillas que quizá solo su fiel secretaria entendía. Era obstinado, de los que peleaban a muerte, sin conceder ni perdonar. Encerraba al rival contra la pared y a regañadientes compartía con sus pares la certeza de que había que dejar una rendija para dejarle escapar. Después, alguna evocación enojosa lo reanimaba y volvía a arremeter. Tardaba en aceptar reparos, aunque a poco y a veces, dejaba caer algún indicio de rectificación salvo en casos, como la ruptura con García Cantú, que le provocaba un ostensible disgusto, quizá porque nunca resolvieron sus diferencias.
El olvido no fue lo suyo ni bajaba la guardia. No por nada repetía el episodio del golpe a Excélsior en cualquier ocasión. Lo escribía y reescribía hasta el agotamiento y a pesar de que para las nuevas generaciones está lejos de significar lo mismo que para sus protagonistas. Lo relataba escarbando renovadas razones para abundar en la agresión que sufrieron él, el diario a su cargo y sus colaboradores y también los lectores. Sabía que, pese a otros aciertos, su revista Proceso ni de lejos se acercaría a los logros del glorioso periodo 1968-1976 en que él y un puñado de mexicanos hicieron posible lo que parecía imposible.
Guardó un encono desmesurado contra su otrora gran amigo Gastón García Cantú, a quien, a la salida del también “incómodo” y antigobiernista autor de “El estilo personal de gobernar”, Daniel Cosío Villegas, invitó a colaborar los viernes en ese mismo espacio de la Página Editorial.
Eran de talantes similares, inteligentes sin duda, apasionados de la política, polemistas e igualmente batalladores. Uno y otro, con sobradas y fundadas razones, se ufanaban de su autonomía moral y mutuamente se reconocían por cultivar un nacionalismo a toda prueba. Julio no se cansó de acusarlo de “traidor” y Gastón, en lo propio, respondía que no era ni sería su “rehén”. Nunca acepté, ni siquiera a la muerte de Gastón, servir de correo y menos aún partícipe de sus respectivos recelos; sin embargo, cuando Julio se empeñó en devastar su memoria en uno de sus últimos libros, tuvo la decencia de mostrarme el texto al que me opuse con energía y no pocos argumentos. Al fin, a tiros y jalones que ameritaron algunos encuentros amistosos, rectificó al aceptar –no sin dificultad- que sus rivalidades personales afectaban sus juicios. Lo cierto es que quedó mucha miga de historia contemporánea en esta relación de dos amigos que se fueron a la tumba añorándose y maldiciéndose mutuamente.
Varias veces, en público y en privado, oí decir a Julio que las críticas de Gastón enfurecían a Echeverría, especialmente porque se avecinaba el “destape” y no quería ruido que enturbiara el proceso sucesorio. Comenzaron sugerencias para que “bajara el tono”. La inconformidad se extendió y vino la orden de sacar “al del segundo apellido”, pero Julio, valiente como fue, no cedió; luego, el Gobierno ordenó a todas las dependencias oficiales retirar los anuncios y, tras enfrentamientos varios, jalones directos e indirectos, conversaciones infructosas, más presiones y amenazas, se dejó venir la debacle que tanto se ha descrito, publicado e interpretado.
Pasada la tormenta, Julio fundó y se concentró en Proceso; Gastón aceptó la dirección del INAH y fue criticado y atacado por ello en la revista del amigo. Brotaron así sus primeras desavenencias. Eventualmente colaboró en Siempre! y, años después, regresó a Excélsior bajo la dirección de Regino Díaz Redondo, para escribir semanalmente en la Primera Plana, algo que Julio, en definitiva, consideró imperdonable.
Lo importante es recordar que con Julio Scherer se va un capítulo importante en las batallas por la democracia. Con él, también, va desapareciendo un modo de ser que caracterizó a los hombres de su generación, resultado de aquel México cerrado en el que, para sobrevivir, solo había dos caminos: plegarse como “hombre del sistema” y compartir canongías y beneficios o desafiar el dominio piramidal mediante habilidosos capoteos o enfrentamientos temerarios. Pienso en la intensidad y los excesos de aquellos hombres inmersos en un país en el que todo o casi todo estaba por hacerse y me repito, una vez más, que hay que atreverse con esas biografías para llegar al hueso de la memoria, a lo más oculto que solo se ha examinado hasta ahora en la superficie.