Cuando la masa todavía coreaba consignas alegres, su líder cogió sus bártulos con algo más, rompió pruebas comprometedoras y huyó de manera furtiva en mitad de la noche. Se apagó el entusiasmo, al menos hasta reencontrar el cauce, porque la energía colectiva se sigue moviendo, como impulsada por una fuerza de siglos. En medio de la confusión, las banderas perdieron sentido, el nuevo territorio quedó Nepantla (que en México significa “no lugar”), y abandonada por dirigentes que prometieron y amenazaron con todo, la muchedumbre quedó en vilo, expuesta a su descomposición y exhibida por ignorar una lección de la historia, válida en todo lugar y para todos los tiempos: ni en democracias que se presumen civilizadas, el poder se entrega con facilidad. La caprichosa aspiración “de la mitad que odia a la otra mitad” a ser una sociedad cerrada, desde luego, no es alegato que ayude a nadie ni augura una solución pronta y mucho menos sencilla.
Si por las malas, el poder se arrebata con sangre. A un altísimo costo se paga con dolor y sufrimiento inaudito a plazos muy largos; si dizque por las buenas y mediante las urnas, para conquistarlo hay que hilar fino, presionar, hacer maroma, campaña y media, alianzas, concesiones y acuerdos a puños, dentro y fuera del núcleo en cuestión. Aún así, el beneficio del empeño independentista –que reproduce a la perfección la psicología de la mitad que odia a la otra mitad- es una moneda al aire que suele tardar generaciones en manifestarse. Como muestra, el desigual destino de los ex miembros de la URSS, a pesar de que tanto la circunstancia como los antecedentes son del todo distintos al ya añoso separatismo de Cataluña.
Mientras que el reloj político marca pausas y plazos al curso de un conflicto regional al que aguardan aún varios y negros capítulos, en Europa y sin reservas la prensa califica de circo la aventura de Carlas Puigdemont. A él, huésped incómodo en Bélgica, no lo bajan de “tragafuegos, equilibrista o payaso”. Inclusive es increpado en la calle cuando asoma la cabeza o al lanzar, desde su guarida, nuevos manifiestos incendiarios. No menos aporreados están los cuatro colegas que lo acompañan en su huída, en tanto y en España ha comenzado lo obvio y que sería de esperar por tirios y troyanos: sobre el anuncio de las próximas elecciones, las detenciones de los ocho ex consejeros de la Generalitat, incluido el vicepresidente, Oriol Junqueras, bajo cargos de rebelión, sedición y malversación.
Observar pueblos empecinados en “avanzar” hacia atrás me ha parecido una triste forma de autoflagelación. Especialmente si consideramos lo que era España ayer, antier y aun en su decadente siglo XIX. Formar parte de la Comunidad Europea no sólo les ha significado un salto civilizador y democrático inimaginable que deberían cuidar por encima de todo, sino un privilegio que les ha permitido, a las generaciones recientes, participar de los mejores logros del mundo moderno. Sospecho que la comodidad, sin embargo, los ha hecho desmemoriados y más soberbios de lo que ya se les consideraba desde afuera.
Como mexicana, crecí coreada por la furia, el dolor y la frustración de montones de transterrados a causa de la Guerra Civil. Yo los quería y respetaba, sin distingo de las ideologías que los separaban entre sí. Por su fatigante y obcecado vocerío, aunado a un enojo indeclinable y fatalmente heredado a los hijos nacidos aquí, supe que la mitad de España ha sido y es la eterna agresora de la otra mitad. No hay modo, al parecer, de que atinen con el punto intermedio para convivir sin rencores. Eternamente ocupados en mantener la inútil etiqueta de anarquistas, republicanos, comunistas, antimonárquicos y su largo etc., no bien disfrutábamos de su saber o de sus cualidades cuando, a propósito de pum, emprendían la retahíla que si antimonárquica, que si antifranquista y separatista, que si contra la transición y contra Felipe González… No había dios, logro, conquista, razón, cambio o política que apaciguara un ardor más que rancio que me llevó a creer que los españoles sólo estarían en paz cuando consiguieran hacer pedazos al otro y “barrerlo todo y barrerlo bien”.
Los acontecimientos recientes han enderezado, de Madrid a Barcelona y al revés, un torneo de torpezas. Pero así suele desencadenarse el caos y, una vez desatadas las Furias, la dinámica de la degradación social se vuelve impredecible. Y en eso están atareadas las partes en conflicto. Luego de golpear, empobrecer la casa, abominar del “gobierno del Estado español”, despreciar a Europa y montar una mise en scene ultra nacionalista en todo lo alto, al saberse abatido el ahora líder en fuga cambió el mensaje. Ahora resulta que si hay un Estado español, si un poder Judicial y una Comunidad Europea porque, ante su inminente detención, pretende condicionar su regreso a la Península a “la garantía de un juicio justo”. ¿Cómo? Si hasta hace unos días no daba crédito a las normas ni reconocía los poderes instituidos… Un enorme galimatías pues, que compromete el destino de millones de personas que no tardarán en probar, de manera irremisible, nuevos sufrimientos, peores enfrentamientos, declives económicos y odios nefastos.
De principio a fin, lo que observamos a distancia demuestra que el oportunismo encaramado a un viejo, real e innegable conflicto local no da por resultado un milagro. Nadie en su sano juicio y para no ir más lejos en atención a la memoria del acoso franquista, puede negar que en Cataluña se hayan invernado rencores, enojos y un cada vez más cerrado e infranqueable nacionalismo. Pero en este siglo XXI que por fin ha conseguido ampliar aspiraciones y conquistas democráticas, parece inconcebible que se pueda levantar la bandera del atraso y presentarla, en plena globalización, como divisa de libertad y puerta de acceso a la modernidad, a pesar de que abiertamente conlleve más aislamiento, peores restricciones económicas y sanciones múltiples y tremendas.
La política es compleja, sembrada de vericuetos, subterfugios, trampas y acertijos. A veces, como en este caso, se divisa el abismo, pero ya decían los oráculos griegos que “los dioses ciegan a quienes quieren perder”. Tan enredada es la lucha política –y peor la politiquera-, que suele enmascararse de adjetivos, profecías, alardes, ideologías, engaños, ficciones verdaderas y fanatismos que invariablemente enardecen el ánimo colectivo. Bajo esa red de apariencias que aglutinan a las masas, se mueve lo fundamental: intereses concretos, de preferencia económicos, que en realidad estrechan las libertades que las masas suponen ampliar disminuyéndose.
Ya sabemos que especialmente en África y aun en el continente europeo, los brotes independentistas son algunas de las tentaciones antiguas que aún palpitan en nuestros días. Ejemplo moderno de derrota colonial, el orgulloso imperio británico tuvo que aceptar, a medio siglo pasado, la pérdida de su “joya de la corona” después de largas y avezadas movilizaciones. Estrategias internas, culturas arraigadas, hartazgo de una feroz explotación y el liderazgo de un Gandhi confiable vulneraron al invasor hasta expulsarlo del país ocupado. Ni la aún ejemplar independencia de la India, sin embargo, se logró sin sufrimiento, sin jalones, sin rupturas territoriales y sin muertos, a pesar del pacifismo emblemático, no obstante la importancia de la desobediencia social y aunque se tratara de una de la regiones más pobladas, ricas en recursos y complejas del mundo.
Ultranacionalismo, repudio a la monarquía y separatismo no son sinónimos de independencia, aunque los términos se han enredado al separatismo sin ofrecer solución. Desde siempre se sabe que, en política, las profecías acaban en mala literatura. El caldero catalán, sin embargo, apunta a arder a más altas temperaturas y eso no ofrece un panorama alentador para nadie. ¡Qué pena, si, qué pena que los pueblos no aprendan de sus errores! ¡Qué intimidante resulta la imagen de las masas envalentonadas que ondean banderas y vociferan como si el mañana no existiera, como si el ayer no les hubiera servido de nada. Pero el destino es así y así se empinan los necios, enemigos de la razón y de la concordia.