Las relaciones humanas son cada vez más difíciles. No es que seamos demasiado distintos de los cavernícolas o de los griegos remotos, pues igual hay individuos que odian, aman, se ensañan, golpean, lloran, sufren, ríen o se creen redentores, aunque sean disímiles e inclusive incompatibles las maneras de entender y abordar la vida. Como nunca antes, sin embargo, las palabras desunen y las conversaciones se extinguen bajo un barullo que nada dice ni facilita el contacto, cualquier contacto. Eso de que algo "está bien chido, al güey le van a romper la madre, el pinche cabrón es un hijo de puta, me vale verga, hay que chorar unos baros y no manches, pendejo", me ha caído como bomba mientras viajaba en un metrobús al lado de unos “huéspedes de paso” con los que solemos cruzarnos con explicable aprehensión.
Durante los 40 minutos del trayecto compartido con semejante vocerío no escapó una sola frase inteligible ni en momento alguno disminuyó la estridencia verbal de un grupo de veinteañeros tatuados y mochila al hombro. Unos con cachuchas al revés y otros peinados en revoltura de mechas y picos hacían lo que fuera no solo por darse a notar, sino para intimidar a los pasajeros silentes –y de preferencia fastidiados- que simulaban no advertir tamaño escándalo mientras gente, mucha gente, entraba y salía del vehículo en cada estación de la Avenida Insurgentes.
Entre que todo es una mierda y ya ni chingas güey, tírate a la vieja, yo trataba, con el libro inútilmente abierto, de concentrarme en la lectura de Michel Houellebec: un autor francés ahora amenazado por sus arrestos desafiantes y sin embargo alejado de este rompecabezas mexicano, al que sobran experiencias dramáticas o demasiado crípticas, como ésta. Al ritmo de su palabrerío babeante, los jóvenes competían entre sí para alargar el sustituto de conversación. Sin dejar de azuzar, gritar y reírse, movían los dedos a la velocidad de la luz sobre sus teléfonos móviles para duplicar, quizá mediante whatsApp, las frases sin sentido que espejeaban un lenguaje tan mutilado como la realidad fragmentada del país, igual que la vacuidad que campeaba en sus vocablos.
Vivimos mundos aparte. Si es que podemos decir que alguno nos define, nos acerca u ofrece siquiera un espacio como de sentirse en casa. Identificarse con algo, al menos con un estado de ánimo cargado de insatisfacción, es ya imposibilidad compartida en esta ciudad tan parecida al laboratorio conductual de Skinner. El Marshall McLuhan de mis años universitarios resbalaba en mi memoria como lápiz desgastado: “El medio es el mensaje”, recordaba mientras imágenes de La rebelión en la granja, de un Orwell nacido en la India británica y asimilado en la bohemia romántica de París se encimaban al paisaje de marginación que trasciende las condiciones terribles que se perciben en los desencuentros callejeros. Veía ilustrado el lenguaje como extensión de aquellos cuerpos que “hablaban” con más energía que su incapacidad verbal para expresarse. Leía también en su nerviosismo evidente, en su agresividad a flor de piel y en la pobre vestimenta menos sofisticada que consecuente con su marginación social una historia de desaliento y crueldades. Afloraba con la incultura esa verdad que fluye y palpita a pesar de vagar enmascarados. Llevaban consigo la herida abierta de un quebranto añoso, defensivo, hiriente como puede ser el gesto de un anciano desvalido que exhibe en la mirada el fracaso de su vida.
No hay como viajar en metro o en metrobús en horas pico para medir la temperatura social, psicológica, económica y emocional de esta compleja urbe que nunca conseguimos abarcar. Apretada en un vagón, iba expuesta al azar de entrada por salida, sin ceder a la tentación de huir. Por momentos era más fuerte la curiosidad sociológica que mi natural repudio a las conductas intimidantes. Sentí que en espacio tan cerrado la humanidad desplegaba sus gestos más íntimos y, desde el temor hasta la compasión y de la falsa indiferencia a las actitudes provocadoras, en solo unos minutos de sofocante hacinamiento se imponía la certeza del Orestes sartreano, en Las moscas, cuando en voz de un actor aseguraba que el otro… el otro es el infierno. Angustia; angustia pura se respiraba en todas sus modalidades, a sabiendas de que las personas a menudo se empeñan en distinguirse mediante rasgos de carácter, defectos o actitudes nada sutiles.
Duele, sí, el grueso filón de un país que con frecuencia y en situaciones distintas nos hace creer que su tensión interna puede estallar en un segundo. Al margen de este encuentro furtivo que muestra más de lo que oculta, en las masas que frecuentan los saturados transportes públicos de nuestra agobiada Capital se percibe la llama de una hoguera que poco a poco va creciendo. Es imposible no darse cuenta de que algo se está gestando en esta sociedad deshechurada. Las carencias se reflejan en la ropa, en los rostros, en los centavos estirados, en cientos o miles de figones de frituras pestilentes y tendidos de toda suerte de chinerías baratas que se venden en calles inmundas en las que ya ni existen los perros de nadie que décadas atrás formaban parte del paisaje urbano.
Ignoro cómo fueron los síntomas del día a día que al término del Porfiriato y durante el maderismo derivaron en el levantamiento armado. Al margen de los registros generales, a pesar de nombres y de cambios consignados en los libros, imaginé que algo equivalente a este temblor apretujado debió gestarse entonces. Los males no se ocultan, salvo en sus orígenes. Y aquí hay indudablemente un cáncer que, aunque muchos no lo quieran aceptar, ya despide hedores fétidos. Cuándo, cómo y hasta dónde explotarán las llagas colectivas es la duda que ni el más listillo nos podrá aclarar.