El ambiente está enrarecido. Huele a advertencia, a pólvora social. Las calles se agitan y las mujeres se levantan: último reducto de paciencia, el agua llegó a los aparejos. Por todos los modos y durante décadas, algunos advertimos que la mujer es el eje reproductor de la miseria, que las madres son trasmisoras de la civilidad o la ignorancia, que si de veras se pretende subsanar el atraso hay que empezar por la condición femenina y, en suma, que los derechos humanos comienzan y se afianzan por la vía de la maternidad. Lejos de atender el llamado, el Estado incrementó la pobreza en límites de miseria. No contento con extremar las desigualdades, envileció o abandonó a los hijos de la marginación. Para coronar su fracaso, hizo que madres y abuelas llevaran el luto como una segunda piel.
De mandil y entusiasmo entrenado por diestros operadores, eran carne de acarreo para el PRI; después, “capital político” de izquierdas que vi actuar bajo rubros distintos en Chiapas, en el DF, en Oaxaca, en el Edomex…: gorra, pancarta, camiseta y, a veces, algo que supuse despensa, aunque cuando en el mitin de López Obrador o de quien fuera llegaban las camionetas, la “feligresía” abandonaba al orador para arremolinarse en pos del reparto. Los tiempos cambiaron: esa población femenina utilizada por la partidocracia proveyó de sicarios al crimen organizado, de policías y militares a “las fuerzas del orden”, de indocumentados y caídos en el intento, y de muchos, muchísimos muertos, secuestrados y “desaparecidos” arrojados a fosas clandestinas de manera inmisericorde.
A este universo discriminado, sin acceso a viviendas, alimento ni escuelas dignas, heredero del malestar de la cultura, pertenecen decenas y decenas de miles de viudas, madres, abuelas, hermanas, hijas, novias, amasias (como gustaban definirlas en la página roja, que ahora es todo el diario), y demás miembros del contingente femenino que ha sufrido en carne propia las consecuencias del engaño de los “gobiernos de la revolución” y sus descendientes directos e indirectos.
No se habla de las mujeres en México; no de las mujeres de carne y hueso, las verdaderamente maltratadas dentro de sus hogares y a todo lo ancho del territorio, las que llevan a cuestas el atraso y la injusticia de siglos, a cuenta de un machismo arraigado en el inconsciente colectivo: con niños e indios, esta es la población que, por millones, fluctúa entre la invisibilidad, el relleno electoral y la excusa para sustentar la demagogia sobre la inexistente equidad de género. Desde los remotos y sin embargo impunes feminicidios inaugurados en la frontera norte, la ineptitud gubernamental dejó las manos libres al crimen y a la degradación institucional. Otro habría sido el curso de la violencia de haber actuado legal y oportunamente. Con justicia, trabajo y formación, la vida social no habría descendido hasta la ignominia; tampoco el oportunismo partidista habría acarreado la furia popular a su molino ni las mal llamadas izquierdas habrían discurrido el “lavado de candidatos y de nombres” para acomodarse en los más sucios juegos del poder. Hay que insistir para que se entienda con claridad: las mujeres han sido usadas, sus necesidades menospreciadas, su clamor desoído y sus derechos ignorados.
Partidos políticos y gobernantes desdeñaron el impacto que el dolor femenino provoca, como ondas expansivas, en su prole, en su pueblo, en su familia extensa, en su país. Sistemáticamente se desestimó la función femenina, integradora de la sociedad. Justo cuando la “renovada” coalición priísta entonó la oda a las reformas del progreso, incluida la electoral, cargada de subsidios vergonzosos a la partidocracia, cayó la bomba de una verdad que, encabezada por un gobernador, un alcalde amaridado al narco, y una tribu guerrerense extraídos de las filas perredistas, arrancó el velo a la mascarada democrática y se atizó el avispero.
De un día para otro se dejó venir el tsunami popular. El dirigente del PRD medio que asomó la cabeza para pedir perdón por haber incurrido en una de tantas patrañas electivas; luego, silencio y el síndrome de la avestruz para sortear los embates del reclamo masivo: no vaya a ser que, en medio de la vorágine, queden aún más raspados y las urnas, en vez de votos, se llenen de impugnaciones. Nadie, sin embargo, puede acallar el grito doliente del ejército femenino que exige justicia. Ya se sabe que cuando La Bola se mueve, no hay quién la pare.
Impotentes frente a la batalla campal entre criminales y uniformados o al revés, que lo mismo da, las mujeres llevaron su luto con discreción durante las masacres enderezadas a cargo de los panistas y continuadas hasta la fecha, en nombre de una “limpieza armada” contra la delincuencia. No se consideró entonces ni ahora la señal femenina que continuó aportando muertos y sufrimiento al caldero de la brutalidad. Tampoco disminuyó la ilegalidad ni se ofrecieron satisfactores a las víctimas. Como sería de esperar, la hecatombe empeoró hasta que el infortunio de los normalistas encendió la pólvora de la movilización interna y la protesta internacional que, a la par, exigen respuestas y acción expedita al Estado mexicano.
Madres, abuelas, hermanas, amigas e hijos de aquellas muchachas que, por miles, fueran brutalmente destrozadas y arrojadas al descampado, comenzaron a engrosar el ejército de dolorosas que aún vaga entre lágrimas clamando justicia. Nadie oye. A nadie interesa arrancar el velo a la apariencia. Nadie quiere saber cómo se rompe el alma de la familia, del pueblo y del país con el imperio de la violencia. A ninguno conmueve el sufrimiento de quienes, al padecer de la pérdida, agregan la humillación de saber que los asesinos andan sueltos y que no hay autoridad ni sanción que los frene. Pero el feminicidio impune no es el único ni el peor rostro del conflicto. A la memoria de las infelices jovencitas se sumaron atroces asesinatos de indocumentados locales y sudamericanos, decapitados y “empaquetados”, secuestrados, niños robados y desaparecidos, miríadas de adolescentes obligadas a prostituirse y el sinfín de evidencias que han mermado, corrompido o exacerbado a una o dos generaciones cuyo daño irremisible prefigura un porvenir aterrador.
El funeral de una madre a las puertas de la SEGOB es un caso único en nuestro memorial de protestas por los hijos asesinados y/o desaparecidos. impensable una organización equivalente a la de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, aquí las mujeres han mordido con desaliento su rabia. Entre la precariedad educativa, cuestiones culturales y un débil sentimiento de pertenencia e identidad, las víctimas mexicanas no trasmutan en madres coraje que desde la remota Grecia hasta las guerras mundiales y de la guerra civil española a la causa argentina se vuelven batalladoras infatigables: una locomotora tenaz que más de una vez ha obligado a varios gobiernos a rectificar sus políticas. El activismo de Rosario Ibarra de Piedra e Isabel Miranda de Wallace son excepciones que rascan la llaga de la maternidad enlutada que no se conforma con discursos ni con promesas inútiles.
Todos sabemos que amortajar y honrar a los muertos es cosa de mujeres, pero mejor lo saben los gobernantes que, por su desprecio ancestral a lo femenino, miran para otro lado cuando la queja, la exigencia de justicia y el lamento desesperado les enrostra una verdad que, ahora sí, se ha convertido en vorágine. Estamos al filo de un estallido social. No hay ideología, oportunismo, discursos ni promesas que restauren los daños. Las mexicanas ya no son las de antes: sus muertos las están transformando y no sabemos, todavía, en qué trasmutará el sufrimiento.