De los días de "prende el radio"
Al amanecer mi padre encendía la radio. El Telefunken de bulbos con teclas para seleccionar estaciones era un lujo que alguien le había traído “del otro lado”. La luz “se iba” con frecuencia, inclusive durante horas, y el agua no siempre salía limpia del grifo. A pesar de que la SEP a cargo de Jaime Torres Bodet recomendaba otros textos, en mi colegio de monjas las niñas seguíamos leyendo las historias, fábulas, relatos y fantasías en la añosa y muy católica serie Rosas de la Infancia, de María Enriqueta Camarillo de Pereyra: lectura indispensable “para que aprendiéramos a escribir y redactar bien, sin apartarnos del camino correcto”. Pasado el medio siglo no había mucho de donde escoger: nuestro mundo era pequeño, el atraso social inmenso y el progreso, cosa de gringos. Así que solo teníamos acceso a la XEW y poco más. A solas yo movía la perilla a derecha e izquiera con invariable e inútil expectación porque, como mucho, solo encontraba la XEQ con lo mismo de siempre. El chirriar aflautado era infaltable. Atesorado en su mesa de noche, el aparato encabezaba la tecnología de punta antes de que, de manera tardía, hubiera lavadoras eléctricas y televisión en mi Guadalajara natal.
Las lluvias torrenciales eran el único reloj de los cambios. Las corrientes cargadas de basura anegaban calles y patios; los niños chapoteaban y los vivos tendían tablas, huacales o sillas de palo enfiladas para que se pudiera cruzar a cambio de una propina. Me despertaba “La hora del granjero” con “el que madruga Dios lo ayuda” en voz de Héctor Martínez Serrano que leía cosas, daba consejos y entretenía “a la gran República Mexicana”, hasta tener que salir corriendo a la escuela. Igualados por la única oferta de distracción masiva, pobres y ricos canturreaban boleros y canciones rancheras, trasmitidas también por la XEQ. Adueñadas de los espacios domésticos, a hurtadillas las sirvientas seguían con fidelidad los episodios de las radionovelas que, con gran sentido, en el futuro se les conocería como “culebrones”.
Ni grandes ni chicos se perdían unos chafísimos concursos nocturnos, encabezados por el memorable y “culto” Doctor IQ quien, pegado al micrófono, ponía en evidencia la ignorancia “enciclopédica” de los asistentes. ¡Pero, qué pendejos! –gritaba mi padre-, mientras el culto cultísimo Doctor IQ lanzaba preguntas como ésta a los concursantes elegidos allá, “arriba a mi derecha” o “abajo a mi izquierda”:
-Fue indio zapoteca, pastor y abogado. Nació en Guelatao, Oaxaca, en 21 de marzo de 1806 y casó con la hija de su patrón. Defendió la soberanía combatiendo y haciendo fusilar a Maximiliano…”
Y el concursante elegido, después de quebrarse la cabeza durante una larga pausa que ponía de nervios a los escuchas, respondía: “¡el padre Hidalgo, doctor!”. “No, no fue el cura Hidalgo –interponía el doctor IQ con admirable paciencia-. Le daré otras pistas, fíjese bien:
-Se le conoce como el Benemérito de las Américas, fue liberal y presidente de la República durante varias etapas, entre 1857 y 1872. Fue autor de la célebre frase ‘Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz’...
-¡Sor Juana, doctor!
Las carcajadas no se hacían esperar, sobre todo porque, a gritos que llegaban hasta mi oído, le ayudaban los del “respetable público” con la respuesta correcta: “¡Benito Juárez! ¡Benito Juárez!”. La XEW marcaba las horas “del acontecer nacional” y de hecho, creo que desde entonces comenzamos a escuchar los domingos por la noche “La hora nacional”. No había más: ni teatro ni conciertos ni exposiciones ni librerías, salvo la Font, frente al despacho/notaría de mi abuelo Emiliano, en la calle López Cotilla.
Para amedrentar a los niños se les amenazaba con la aparición del “coco”, con los “robachicos” y ni qué decir de la tremenda peligrosidad de los intimidantes gitanos, que solían acampar en las afueras de la ciudad. Aborrecidos más que discriminados, los gitanos, húngaros o robachicos sentaban fama de ladrones, timadores y secuestradores de infantes sin ningún fundamento. Sin embargo, así nos enseñaban a discriminar. Como no fueran los supersticiosos que voluntariamente se hacían leer la mano o las cartas por aquellas mujeres vestidas con blusón, faldones floreados, pañuelos y muchos collares y pulseras baratas, nunca supe de nadie que se hubiera acercado a los campamentos proscritos. Pero de eso estaban hechas las creencias populares, de aborrecimientos a lo distinto y ajeno y de conductas tan primitivas que al residir en la ciudad de México, a partir de los sesenta, tuve la gratísima impresión de haber llegado al ombligo del mundo.
Cuesta creer que mientras que los Estados Unidos se convertían en la mayor potencia mundial, a pesar de que décadas atrás estaban en situación igual o peor a la de los mexicanos, aquí nosotros seguíamos empeñados en llegar al siglo XXI atornillados al XIX, como si el XX fuera solamente una cuneta en el atraso y espacio natural de la incivilidad que tanto, tantísimo disfrutamos.