Jimena Canales: historiar para cambiar la historia
A más avanzaba en la lectura de El físico y el filósofo. Albert Einstein, Henri Bergson y el debate que cambió nuestra comprensión del tiempo, más coincidía con Jimena Canales en que “para escribir la historia hay que cambiar la historia”. Lograrlo, sin embargo, requiere una gran cultura. Por necesidad, ésta facilita la fusión de memoria, hallazgo y literatura: acierto que, según voy descubriendo, caracteriza a esta autora. La perspectiva no solo depende de la agudeza, la circunstancia, la buena pluma y el género de quien escribe, también hay vertientes que atraen, modifican o discriminan a discreción las maneras de ver, entender, desentrañar e interpretar la vida, la naturaleza, el sentido de la razón e inclusive el universo. La recompensa consiste en dar en el blanco. La diana, en este caso, está en pensar y hacer pensar las bondades del conocimiento.
Para conocer la trascendencia de esta confrontación entre el mayor físico y el más destacado filósofo del momento, la autora de libro tan singular como atractivo y brillante se aplicó a ver más allá de lo conocido y reconocido para revelar, al final de su examen exhaustivo, “una historia del apogeo de la ciencia en un siglo dividido, una historia de desacuerdo y desconfianza y de las cosas cotidianas que nos desgarran.”
Auscultar un suceso o cualquier situación que se daba por sentada genera dudas, nuevos enfoques y otras respuestas que desafían supuestas verdades inamovibles. La contraposición de miradas entre el científico y el filósofo fue, de menos, una sacudida para el pensamiento bergsoniano que aseguraba que el empirismo verdadero es la verdadera metafísica, por lo cual no puede haber oposición entre los imperativos de la ciencia y la filosofía. Para él, tanto el frío racionalismo mecanicista cultivado por Descartes, como la división jerárquica del conocimiento establecida por Comte -que tanto influyeron en la deificación de la supuesta “objetividad” científica-, desatendían la importancia que en todos los actos tienen la emoción, la creatividad, la intuición, los sentimientos y la flexibilidad de los seres de carne y hueso. La rigidez de la ciencia, extendida a los espacios académicos como logros de la lógica y la matemática, constriñe la sutil sabiduría contenida en los recuerdos, el sueño y la risa porque no considera que el tiempo es acción.
Que para saber la hora -reiteraba- no solo vemos un número en un instrumento: los relojes se fabrican para significar algo relacionado con nuestras vidas; marcan un momento, una rutina, una expectativa… Cifra y signo, en las horas depositamos expectativas vitales y cargas subjetivas que, por descontado, fueron excluidas por el físico al escuchar la pregunta de qué nos llevó a supeditarnos a la condena del reloj y cómo podríamos “usar nuestro tiempo” para escaparnos de sus garras. Para el aquí y ahora, sojuzgados como estamos por el yugo de la tecnología y la manipulación amañada del “tiempo” y de la idea del tiempo, cabría como nunca antes considerar el valor de la sentencia del filósofo francés, no sin agregar la duda de hasta dónde, además, actúa como instrumento de enajenación -o excusa- que absorbe una compleja consideración del trabajo, de la economía y de la vida social: El tiempo es para mi lo que es más real y necesario; es la condición necesaria de la acción. ¿Qué estoy diciendo? Es la acción misma.
A partir de la desigual consideración del tiempo en sí y de la noción para sí, para uno mismo y para los demás, se manifiesta la necesidad de abarcar ambas posturas con una nueva metafísica o pensamiento totalizador por no decir unificador; es decir, dado el modelo de vida o de no-vida de la sociedad actual se hace cada vez más inminente conciliar un enfoque incluyente de las ciencias y las humanidades, pues “sin una metafísica la ciencia sería abstracta y carecería de sentido”. Einstein, al igual que sus colegas, veía con más desdén que horror la perspectiva de Bergson. Lejos de ceder o de conceder aun en los detalles, se opuso afianzando sus tesis sobre la dilatación del tiempo y su relación con el espacio. Únicamente concebía al tiempo como un cuerpo físico dividido en segmentos iguales y en movimiento, por lo cual, ante el entusiasmo de sus partidarios, no dudó en proclamar que “el tiempo de los filósofos no existe”.
Aunque Bergson celebraba el acierto de la teoría de la relatividad, proponía que, para que fuera completa la noción del tiempo tendría que humanizarse. Fundó sus argumentos en la experiencia vital y existencial del tiempo, la conciencia y la libertad: temas que centraban su interés y que lo convirtieron en una celebridad ampliamente reconocida. Sin embargo, no había tomado en cuenta o no con tal ahínco en sus escritos, hasta entonces, la pertinencia de que la filosofía se fusionara a la misma intuición o método que la ciencia en atención a que el hombre es una entidad cambiante y compleja. Lejos de cumplirse la original intención de armonizar lo hasta entonces inconciliable, la discrepancia provocó un choque tan tremendo que, a partir del memorable 6 de abril de 1922, en la sede de la Société Française de Phlosophie, en París, comenzó de manera pública e inocultable la veneración que actualmente se profesa por la ciencia en detrimento del arte y las humanidades.
No es casual que aun habiendo sido distinguidos ambos con el Nobel con unos seis años de diferencia, Einstein fuera creciendo en prestigio y presencia social mientras que la obra y la figura del hasta entonces popular Bergson decrecían hasta reducirse a un nombre y un referente casi desconocido por las actuales generaciones. La explosiva discusión entre ambos iría más allá de la contundente sanción de Einstein de que su oponente no entendía la teoría de la relatividad ni la implícita “dilatación del tiempo” como un movimiento a velocidades rápidas relacionadas al espacio.
Simpatizante de Bergson por ser más afín a mi modo de pensamiento, he releído varias veces el ejemplo de los dos relojes estacionarios que se fijan al mismo tiempo en el mismo punto. Que si uno de ellos se separa y viaja a velocidad constante, ambos empezarán a marcar tiempos diferentes dependiendo de sus velocidades respectivas, se repetía en favor de Einstein. Cierto, este descubrimiento merece la importancia que acompaña al mayor avance del conocimiento científico de la historia; sin embargo, coincido con Paul Valery al creer que este grande affaire del siglo XX abrió para todas las disciplinas una caja de Pandora llena de dudas y preguntas sobre el hombre y su universo.
Separar lo físico de lo metafísico, la razón de la intuición, lo femenino de lo masculino, las humanidades de las ciencias, el universo y el ser, etc., nos alejó de “la Edad de Oro” -como Valery ponderaba especialmente a la edad ateniense-, en la medida en que determinó las formas de percibir, de estar y comprender el mundo que nos rige. A casi un siglo de distancia del debate y considerando que ambos conocieron el fascismo y los extremos de que es capaz la deshumanización y el desprecio, se antoja irrefutable el principio de indeterminación y cambio contemplado por Bergson y, curiosa o paradójicamente, compartido por la posterior física cuántica que no llegó a conocer Einstein.
Con timidez comencé su lectura y la concluí como si hubiera viajado a un mundo inexplorado y tan atractivo como pudo ser un debate de las ideas de tal envergadura durante el agitado puente entre las secuelas de la Primera Guerra Mundial y los prolegómenos de la tormentosa tercera década europea del pasado siglo. Entre idas y venidas por capítulos que ocasionalmente me permitían reconocer algunos nombres, ideas y situaciones, avancé durante 500 páginas para concluir que mi limitado conocimiento de la ciencia empobrece la visión que ingenuamente supuse totalizadora de las humanidades. En todo caso, es tan inadmisible la brecha entre unas y otras como la absurda inequidad de género, el racismo, la discriminación o la prejuiciosa jerarquización de la inteligencia que en unos medios con más obviedad que en otros no consiguen asimilar la interacción del hombre y la naturaleza.
Física por el TEC de Monterrey, Doctora por la Universidad de Harvard, maestra de Historia de las Ciencias en la Universidad de Illinois y acaso la única mexicana visitante en centros académicos del prestigio de Princeton o del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de Berlín, cuanto más descubro la obra de Jimena Canales mayor respeto intelectual profeso por quienes, como ella, investigan con pasión cómo se ha formado el conocimiento. Ante el furibundo propósito gubernamental de igualarnos hacia abajo y degradar la obra del saber y de la crítica como si fueran enemigos “del pueblo bueno y sabio”, celebro doblemente la tarea de una intelectual mexicana que página a página agrega razones para defender el saber y de manera implícita repudiar la demagogia. Con enorme desaliento, no obstante, entiendo por qué vive en los Estados Unidos y por qué su obra es reconocida en el exterior entre lo mejor de esta disciplina tan desconocida en México.
Recientemente ocupada en desvelar sombras y demonios, ya podemos leer en un nuevo título esas historias que subyacen en el revés del conocimiento. El pensamiento científico es inseparable de la curiosidad, de la intuición, del juicio y de esa terca búsqueda de respuestas que llevó a los remotos abuelos a crear mitos para inventarse respuestas y nuevas preguntas sobre sí mismos y la naturaleza. Si examinamos el salto de la edad ateniense a la visión excluyente del monoteísmo el hombre aparece supeditado a su sentimiento de orfandad, y en posesión de unos cuantos hallazgos liberadores sobre su presencia en el mundo. De Oriente a Occidente se fueron ampliando los triunfos de la razón sobre el pensamiento mítico, pero la batalla entre las amenazas infernales de la ortodoxia y los recursos de la inteligencia sería titánica durante los últimos y más fructíferos cuatro siglos de descubrimientos: justo el periodo estudiado por Jimena Canales en Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science, libro tan original como prometedor, según leo en diversos medios. Gracias a Amazon comenzaré el difícil año que apenas asoma sus dientes afilados en este ámbito tan ensañado contra la razón y la inteligencia educada.
Concentrada en mejorar la comprensión que tenemos sobre el necesario equilibrio entre la ciencia, la tecnología, el arte y las humanidades, esta acuciosa investigadora mexicana-estadunidense aclara que Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science “no es un trabajo de divulgación de la ciencia sino que se trata de aprovechar una perspectiva distante, histórica, para ver cómo se forma el conocimiento… Coincido con ella al creer que es el conocimiento lo que habrá de salvarnos inclusive de lo peor de nosotros mismos, de los prejuicios y supersticiones que anteponen lo más bajo y lo peor en detrimento de lo que más nos dignifica. Y, al respecto, agregó: Creo que es algo muy importante sobre todo en un momento como el actual donde todos tenemos dudas y quisiéramos saber más de medicinas, de los virus…” Así lo voy confirmando al conocer su quehacer, su independencia intelectual y su obra en su sitio web: www.jimenacanales.org
Agradezco a Rocío González el regalo de esta lectura que tanto he disfrutado.