Martha Robles

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Parejas extraordinarias. Hannah Arendt y Martin Heidegger, I

Johannah Arendt, una de las más fervorosas creyentes del poder de la razón para combatir la maldad enquistada en el mundo, nació en Linden, un barrio periférico de Hannover, el 14 de octubre de 1906. Única hija del ingeniero Paul Arendt y de Martha Cohn, provenía de familias no ortodoxas, de abierta filiación liberal y asentadas durante generaciones en Königsberg, en Prusia Oriental.  Pequeña aún, probó el dolor de la orfandad cuando la sífilis que se llevó a su padre era uno de los males aún incurables más frecuentes y temidos. Gracias a la apertura de sus abuelos creció en un ámbito de judaísmo reformado, sin ligas religiosas, en el que la educación igualitaria de las niñas era un hecho que se daba por sentado. Recibió los cuidados amorosos e intelectuales de una familia tan abierta al saber que no conoció la discriminación por su condición femenina. Sin limitaciones económicas, ella y su madre fueron acogidas como sólo el espíritu comunitario, que no suele abandonar a los suyos en la desgracia, puede hacerlo.

“Desgarrada” por su ausencia inclusive hasta su edad adulta, hablaba asiduamente del padre. En sus testimonios autobiográficos le atribuyó virtudes notables y aseguró que por él despertó su temprana pasión por el libro que habría de convertirla en una adolescente “rara”, por extraordinariamente brillante. Familiarizados con su talento, sus allegados consideraban “natural” que, antes de los quince de edad, leyera a los grandes pensadores, escribiera poesía y pudiera disertar al tú por tú con maestros connotados. A Günter Gaus reveló que por las habladurías de otros niños se enteró de que era judía y, por ende,  paria: una condición abominada en el entorno alemán que si bien no tuvo un efecto radical y notorio en esos años formativos previos al ascenso de Hitler,  habría de convertirse en sello de su identidad y móvil de su pensamiento político: “Ser judía es uno de los datos incontrovertibles de mi vida”, escribiría a Scholem, al explicar la causa por la que, como la filósofa que se negaba a ser a cambio de ser reconocida como teórica política, tuvo que abordar los grandes problemas éticos que, del fascismo a la Guerra Fría, etiquetaron al siglo XX entre los más crueles y deshumanizados de la historia.

Defensora del respeto a lo distinto, insistió en que sin “la inclusión del otro” era imposible realizar un régimen adecuado, práctico y dispuesto al equilibrio de poderes, aunque en lo fundamental inclusivo “del otro” y plural. Al reflexionar sobre los beneficios de la igualdad y la libertad política de las personas discurrió el ahora común y entonces novedoso concepto  del “pluralismo” adecuado, según ella, para un sistema de consejos o formas de democracia directa, pues nunca modificó sus oposición y falta de confianza por las democracias representativas.

Como pocos pensadores en el siglo, Arendt inquirió todas las modalidades del totalitarismo, el mal, la discriminación y, en suma, del drama implícito en la supeditación a la perversidad absoluta. Era el tiempo en que, con particular énfasis en su familia,  una generación ganaba dinero para que los de la siguiente fueran estudiosos, sabios o artistas. Y aunque la tradición judía no podía pensar para ella el destino equivalente al del rabino, en el estricto sentido no religioso del término, su curiosidad intelectual era el orgullo de los parientes. Tuvo la suerte inmensa de que su talento fuera no sólo comprendido y respetado, sino abiertamente admirado. Algo similar a lo experimentado posteriormente por George Steiner, respecto del rigor formativo del judío emblemático y fiel a la devoción por el libro, Hannah tuvo el privilegio de moldear su disciplina mediante una pedagogía que postulaba que “la cosa excelente ha de ser muy difícil para rinda sus frutos”. No extraña, por eso, que al descubrir de manera precoz la obra de Sören Kierkegaard, decidiera estudiar a los clásicos y teología cristiana en la Universidad de Berlín, a los 16 años de edad, sin objeción familiar ni académica alguna.

Un año después, en 1924, se matriculó en Marburgo donde formalmente emprendió sus estudios filosóficos. En mentalidad tan avezada y enamorada de la inteligencia, tampoco fue casualidad que durante su carrera y aún adolescente se aproximara a las tres mayores cabezas del pensamiento alemán: Martin Heidegger en Marburgo, Edmund Husserl en Friburgo y Karl Jaspers, en Heidelberg. Aunque poco reconocimiento respecto de su disciplinada formación se acreditara a Martha, su madre, es indudable que fue ella quien vigiló el buen curso de su desarrollo, inclusive en los momentos más aciagos del posterior peregrinaje en París, en pleno ascenso fascista, donde por trabajar en organizaciones judías hizo amistad con Walter Benjamin y Raymond Aron.

Una buena herencia aunada a la amorosa tutela materna le permitieron cultivar su monumental talento. Asistió a las mejores escuelas y, cuando universitaria, supo elegir dialogantes de entre distintas generaciones, aunque fuera ella quien claramente destacaba por sus razonamientos precoces. Quizá mimada en demasía, la sobreprotección no le impidió satisfacer un apetito de saber que a todos asombraba. Y es que no ha sido común, en país alguno, que una mujer se incline por los sistemas filosóficos y que, desde ellos, formule una razón política indivisa de un descarnado examen de la libertad. En realidad, los cuidados recibidos le ayudaron a crear un depósito de resistencia espiritual para sortear la brutalidad por venir cuando a su condición de judía se agregó el rigor de la guerra, el exilio  y la necesidad de refugio en residencias cambiantes. Este hecho, como ocurriera a tantos europeos en su situación, marcó su incesante movilidad y quizá también su connotado interés por participar en la reconstrucción cultural/espiritual del pueblo judío.

Pequeña aún, leía poesía, narrativa y especialmente filosofía pero, en estricta justicia, el destino no le otorgó la gracia de la claridad en la escritura. Probó los tres géneros; sin embargo, finalmente destacó en el ensayo por sus ideas, no por amor a la palabra ya que, como asegurara su gran amiga, la novelista estadunidense Mary Mc Carthy: “su escritura era ilegible”. Su primera publicación formal –su disertación sobre el amor en la obra de San Agustín- data de 1929. ¡Tenía 20 años de edad!

Obcecada con la irremisible figura de la muerte, cuando adulta y con buen sentido no retomó las tentativas poéticas cultivadas durante su adolescencia. Esas páginas, sin embargo, no fueron más que antecedentes dispersos de sus verdaderas preocupaciones sobre la condición del ser. Sören Kierkegaard despertó su apetito por la teología, pero salvo por su disertación juvenil sobre San Agustín, todo en ella indicaba que respondería a los efectos del antisemitismo y del imperialismo con una notable búsqueda, espiritual y política, de tantos elementos ocultos que condujeron, en especial a Alemania, a la más pura y letal insania. Y después, refiriéndose al fascismo, afirmó: “Es como si la Humanidad se hubiera dividido a sí misma entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan en que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”.

Amigos vitalicios y su asesor académico cuando, entre 1924 y 1925, todavía se encontraba en la Universidad de Marburgo disertando sobre el concepto del amor en San Agustín, el filósofo de la existencia, Karl Jaspers, maestro en la Universidad de Heidelberg,  empezó una singular correspondencia con la jovencísima alumna. Además de dirigir su tesis doctoral, intercambió cartas con ella durante cuarenta años. Profundamente marcada por sus ideas, sin duda los juicios de este gran pensador animaron su urgencia de comprender, desde el lenguaje de la experiencia, el peligroso y a menudo brutal choque del hombre moderno con los hechos políticos. Su maestro Heidegger, en contrapunto, representó para una Arendt que apenas rozaba los diecisiete de edad, un verdadero “shock de la realidad”. Éste, al lado del “Shock filosófico”  protagonizado por Jaspers, encabezó según ella, uno de los dos acontecimientos mayores de la década de los veinte, justo los que le otorgarían el sustento teórico de su obra: la consolidación del movimiento nacionalsocialista en Alemania y, posteriormente, el totalitarismo como fenómeno mundial. Ambos asuntos representaron la manifestación de experiencia que la llevarían a escribir Los orígenes del totalitarismo,  una de las obras clásicas y más monumentales del siglo XX, publicado originalmente en inglés en 1951.

Que a pesar de la ausencia paterna fue una niña feliz, reconoció en entrevistas, cartas y revelaciones autobiográficas que dejaba caer de vez en vez para satisfacer la curiosidad de lectores y no pocos críticos, asombrados por su poderosa personalidad. Pensante, disciplinada y dueña de un lenguaje racional y amparado por una inusual cultura, Hannah Arendt era una mujer que intrigaba por su “amenazante” presencia intelectual que seguramente ensombrecía a sus colegas, hombres en su totalidad. Cuidaba con celo su comportamiento en público, porque no ignoraba que allí donde se paraba y tomaba la palabra, con seguridad causaría polémica o un estallido masculino. Así que, consciente de que sus juicios a nadie dejaban indiferente, vigilaba la expresión pública de su inteligencia y se empeñaba en no incurrir en “actitudes femeninas” que pudieran vulnerarla en los medios intelectuales, reconocidos por feroces, competitivos y muy proclives a la envidia. Quizá no se empeñaba tanto en ocultarse como pretendía porque, ave de tempestades, solía provocar controversias enconadas en los ámbitos académicos donde se desplazaba con admirable autoridad y donde solía sentirse a sus anchas. Maestra siempre, conferenciante en las mayores y más prestigiadas universidades de Europa y los Estados Unidos, resultaron polémicos sus juicios, en 1958, sobre los derechos civiles de los negros y su movimiento de liberación en los Estados Unidos porque en ellos se infiltraban rasgos discriminatorios que parecían negar sus alegatos contra los antisemitas.

Tras permanecer sólo un año en Marburgo se matriculó en la Universidad de Friburgo tal vez para alejarse sentimentalmente de Martin Heidegger. Apenas conocerlo y escucharlo, experimentó tal fascinación por él o más bien por su inteligencia que ni el posterior y debatido vínculo de este connotado académico con los nazis, hacia los años treinta, consiguió disminuir esa profunda admiración tramada de amor que perduró hasta su muerte. Heidegger fue el primero de los tres grandes filósofos alemanes que influyeron directamente en su formación y el que, aun a distancia, alimentaba con sus obras un estado que sólo podría definirse como de deslumbramiento. No obstante las diferencias substanciales que existían entre ellos, empezando por la edad – Martin entonces de 34, y ella diecisiete años menor- y siguiendo por sus inconciliables puntos de vista respecto de la política, el lenguaje y la actitud alemana, entre alumna y maestro se tendió una de las ligas vitalicias que más ha fascinado a los biógrafos. Ninguna distancia ni el prolongado silencio con el que solían ambos demostrar una imposibilidad amorosa pudieron romper la secreta admiración que cada uno sentía por el otro, a pesar de que en sus cartas se empeñaran en mostrar la clara intención de no involucrarse en otro episodio amoroso que perturbara sus vidas.

Otra de sus figuras tutelares sería su también maestro Edmund Husserl, al igual que lo había sido en su hora el riguroso Heidegger. Husserl la introdujo a la fenomenología, corriente en la que Hannah pronto llegaría a destacar, inclusive superándolo. Por alguna causa no declarada, aunque es de creer que su talento contaba con una suerte de brújula para reconocer dónde estaban las fuentes intelectuales en las que debía beber, se trasladó a Heidelberg, donde estudió con Karl Jaspers, uno de los grandes exponentes del existencialismo alemán. Allí y entonces, desde que él fuera su tutor, comenzaron la memorable amistad que también conservaron de por vida.

Es célebre y fincada la sospecha de que durante esos años estudiantiles consumó su proximidad amorosa con Martin Heidegger, que resultó tan impactante en sus posteriores experiencias sentimentales como decisiva en la asimilación de su influencia filosófica. Desde luego casado con Elfride, una ruda alemana de uniforme militar, incapaz de alterar su disciplina doméstica, inflexible en su vida privada y alemán hasta la médula, a sus treinta y tantos de edad Heidegger ya era Heidegger en las aulas y en el medio intelectual y cultural, aunque aún no publicara lo fundamental de su obra.

Acaso para defender sus privilegios académicos a toda costa y por encima de la cuestión ética que exigía la circunstancia, Heidegger se convertiría en uno de los notables más impugnados en el medio internacional si no por su filiación abierta, al menos por su actitud conciliatoria con el nacionalsocialismo. Así lo asentó durante su discurso de entrada como rector de la Universidad de Friburgo, en 1933, en cuyos párrafos principales puede leerse una clara intención antisemita. Hay que reconocer sin embargo que, no obstante las frases controvertidas que durante décadas ensombrecieron el reconocimiento que sin duda merece su obra y que con profusión restituye su prestigio en nuestros días, Heidegger sólo se mantuvo en el puesto durante unos meses tal vez porque la carga de conciencia lo atenazaba con más intensidad que su no confirmada inclinación política o la indudable influencia directa de su peculiar esposa, a quien no cuesta imaginar como una walquiria. Al dimitir sin mayores explicaciones, a pesar de continuar en la enseñanza, se retiró a escribir sin participar abiertamente en los sucesos políticos, pero aceptando y concediendo sin chistar la entusiasta actividad fascista de su cónyuge.

Condenado por intelectuales dentro y fuera de su país, Heidegger nunca pudo librarse del estigma que lo acompañó hasta después de su muerte. Cuando los aliados ocuparon Alemania, los franceses se encargaron de separarlo de su puesto de profesor en Friburgo, hacia 1945, así como de actualizar el episodio nefasto del que todavía no pueden separarlo sus lectores. Siete años después se le permitió incorporarse al ámbito universitario, pero nunca reivindicó el calificativo de fascista que, en justicia o no, impidió que se conociera y aun valorara su obra en espacios más allá de lo académico. Es hasta nuestros días que su importancia ha comenzado a restituirse. Traducidos a numerosas lenguas gracias a la devota y sistemática mediación de Hannah, sus libros ya se celebran con algo más que simpatía. Inclusive abundan ensayos en los que se aclara que si bien en principio el notable filósofo del lenguaje fue capaz de una abyección para conseguir el codiciado rectorado, su actitud posterior fue cuando menos discreta.

Continuará…