Vida y literatura: un viaje extraño
En la vida, como en las letras (o al revés), hay éste y el otro caminos. No cualquiera lo sabe. Son pocos los capaces de distinguirlos y menos todavía quienes se atreven con el dilema de elegir el riesgo de sufrir, equivocarse y caer no una, sino varias veces. Inevitable, el enigma pertenece al que camina; y también la recompensa. Es el sentido entrañable del que pregunta y la sustancia de la duda al tener que optar entre esto o aquello; entre lo conocido y lo desconocido y muy especialmente entre lo que nos obliga a renunciar a la aparente facilidad a cambio de la extraordinaria sensación del descubrimiento.
Quedarse inmóvil o evitar la búsqueda es asimismo una opción, pues lo imponderable nos lleva a cumplir con lo que nos toca, a pesar de pretender desviarnos, avanzar, retroceder o dar vueltas de manera infecunda. No obstante errar o creernos libres, para todos hay un instante en que, fastas o nefastas, nos damos cuenta de que así como no hay decisiones sin consecuencias tampoco son inofensivos el silencio ni el uso de las palabras. Después de releer a Dante –incitada por las reflexiones de Manguel- vale preguntarse qué tan libre es el Hombre para elegir el Paraíso o el Infierno en éste o en otro mundo, pues uno o el otro parecen caernos de golpe, como trancazos de la fortuna. Dicho de otro modo, cabe preguntarse qué tan cierto es que todo está determinado de antemano como creyeran los griegos o si hay manera de eludir al Hado. Si así fuera, carecería de sentido confiar en la razón, en la voluntad y aun en la ancestral y muy humana indagación no sólo de la dificultad, sino de lo que está más allá de lo visible.
Atento a las observaciones del psicólogo Julian Jaynes, Alberto Manguel recuerda que respecto de los que se llamaran scripta cuando se inventó la escritura, hacia el primer milenio anterior a nuestra era, oían esa grafía primitiva plasmada en piedras, tabletas de arcilla o trozos de madera como voces que tal vez atribuían a deidades comunicativas. Es de creer que el habla se desarrolló “bajo la forma de alucinaciones auditivas” que, no obstante generadas por el hemisferio derecho del cerebro, el izquierdo identificaba “como algo que provenía del mundo exterior”. Pienso, al respecto, que es tan antigua mi curiosidad sobre la creación y la arquitectura del lenguaje que llegué a convencerme de que un día las voces pidieron ser escritas para permanecer en la memoria de todos. Reconozco esta incógnita primordial sobre el progreso y la complejidad de las palabras como hilo de mi identidad que irremisiblemente me ata a aquellos scripta o scripti. Mi remota pasión por las letras cifró mi destino. Inclusive llamé El camino de las voces a mis figuraciones diurnas y nocturnas de alfabetos, vocablos y nombres que me construían en la medida en que los descifraba: algo que vino a cobrar un sentido cabal cuando leí las fantasías dantescas del Infierno. Entonces comprendí que la extraordinaria gracia del poeta florentino estuvo marcada por su necesidad de saber quién era realmente, quiénes eran los otros, que hay en el camino de lo ignoto y por qué las penitencias consisten de cumplir a perpetuidad lo que hay en el camino sin retorno. Dicho de otro modo, comprobó, aun sin decirlo, que lo terrible, lo siniestro y lo tremendo únicamente corresponden a los lenguajes religiosos porque es ahí donde finiquita la humana esperanza, donde ya no hay dilema ni opción.
El mismo Dante, estando en la playa del monte Purgatorio, compara la tentación de inmovilidad o silencio con el estado de los que de tanto pensar en el camino (descubren que) el alma, que no el cuerpo, es la andadora. Observador acucioso de la aventura dantesca, Manguel resume así la paradoja de la curiosidad que, si bien lo pensamos, para los griegos define el eje de sus mayores hallazgos y, a diferencia del posterior pensamiento cristiano, es el móvil de su milagro creador: Cada uno de nuestros logros genera nuevas dudas y nos tienta con nuevas búsquedas, condenándonos para siempre a un estado de indagación y de estimulante inconformidad, que es el que nos mantiene en movimiento.
Ir de un punto al otro “hasta las profundidades del infierno”, como hicieran Ulises, Orfeo, Hércules, Eneas, Teseo y el propio Dante; inconformarse, descifrar, conocer, buscar aun sin saber qué se busca ha sido la esencia creadora y creativa de la escritura desde sus orígenes sumerios, al margen de que los primeros indicios corresponden a registros administrativos. Quizás de eso se trata estar en el mundo: de buscar y cambiar, inquirir y dar rienda suelta a la curiosidad para mudarse por mejorarse: justo lo opuesto a la resignada conformidad del cristianismo histórico. Si no fuera por la andadura incesante, sería difícil hallarle sentido a la existencia. De hecho, poco aguarda la criatura en la cuna para darse cuenta de que debe moverse, debe buscar para saber dónde está y quién es o, al menos, para confirmar si no la necesidad de explorar lo que ignora si la conveniencia de hacer, lo cual significa actuar y desentrañar. Ese impulso primigenio activa la realización de lo que a cada uno toca. Persistir en la tentación de ir más allá de lo visible y dilatar los vocablos hasta la raíz, a la manera del escritor que quiere saber más y más, desdoblar biografías, averiguar destinos, inquirir deidades y/o fuerzas oscuras, equivale a triunfar sobre la incertidumbre propia del caminante.
Hay que recordar que el éxito del oráculo, en todo tiempo y lugar, consiste en ofrecer o mostrar caminos al través del lenguaje. El consultante es quien opta por ésta u otra opción la cual, en cualesquiera de los casos, entraña un enigma, un desafío verbal, un juego de significados, un dilema. Para quien sepa leer, el Oráculo enseña que el misterio del Destino es el de las palabras.
Aunque parezca banal, no hay oráculo que no contemple una sentencia irrefutable: Todas las cosas se mueven hacia su fin. Sin atinar con frecuencia en el por qué de las cosas, varía sin embargo el cómo elegimos, cómo actuamos y el modo como nos movemos o no nos movemos. Eso es lo que nos hace distintos y lo que reconocemos como Destino: el modo estrictamente individual de cumplir ese algo misterioso que resulta inseparable del lenguaje: tal el enigma de lo que habla y nos dice algo, lo que hace visible lo invisible y audible lo que imaginamos o alucinamos. De ahí que el arte de las letras corresponda a un juego de representaciones en incesante movimiento: como de manera magistral ilustrara la Commedia. Además de su estética, en esta obra de arte por excelencia está claro lo que Platón sabía, aunque se negara a aceptarlo: que al través de los siglos, sin distingo de geografía y gracias al poder de la escritura, los muertos podrían conversar con los vivos. Lo interesante de aplicar la fecunda mezcla de curiosidad, necesidad de contar, aptitud de leer y talento para escribir se cumple irremisiblemente lo que tanto temía el intérprete y discípulo de Sócrates: que los hablantes “se olvidaran de recordar” porque la hazaña de escribir permite superar las limitaciones impuestas por el tiempo y el espacio.
Con Dante y El Quijote, hay viajeros infaltables en los tránsitos de ficción verdadera a la verdad ficticia: Psique, Perseo, Heracles, Ulises, Herodoto, Alejandro de Macedonia, el capitán Richard Francis Burton, Alexandra David-Neel… Destinos que mediante su continua elección entre éste y el otro camino fusionaron su identidad a las letras, fuera por la vía del mito o al trasmutar en personajes a partir de que la curiosidad cifró su quehacer y su presencia en el mundo. Indudables puentes entre lo ignoto, la exploración y las letras, hay fábulas y vidas que enseñan cuán importantes son el fracaso, los errores, las tentativas y las derrotas al atreverse con lo menos visible y/o lo menos nombrado. Me refiero al lado oscuro que se nos viene encima al cursar trayectos del mito al sueño y de éste a los días, donde finalmente se confirma mediante el lenguaje que el alcance y la sustancia del miedo no pertenecen a la fantasía sino a la realidad, a la realidad que se inscribe y permanece en movimiento.
Y para probarse en el otro lado, donde Medusa es vencida y son posibles sucesos tan extraordinarios como volar a lomo de Pegaso, realizar los trabajos de Hércules, descender con éxito al Hades, encantar al mismísimo Cancerbero con el tañido de la flauta y aun emprender hazañas que se inscriben en la historia ha sido indispensable emprender “el viaje”. Un “viaje” que, aunque no tan obvio como los de Burton, Lawrence o de Joseph Conrad, de suyo atesora el privilegio de imprimir carácter. Hay, desde luego, de viajes a viajes, como el muy singular de Quetzalcóatl en su barca de serpientes. El de Buda, desde el interior de sí mismo hacia la iluminación, encabeza sin embargo el mejor de todos, al menos el más deseable. No menos impresionante es el del alma al través de los bardos, según leemos en El libro tibetano de la vida y de la muerte. Allí, donde se explora la creatividad, Sogyal Rimpoché aclara que el karma no es fatalismo ni predestinación. Karma es nuestra capacidad de crear y cambiar. Pienso entonces que el karma, como la existencia y el desafío de las letras, es la andadura, una búsqueda incesante.