De la dificultad de ser mujer donde todo lo impide
El antifeminismo es tan versátil y acomodaticio que, hasta para disimular, encuentra el modo de germinar en el intelectual, el labriego, el político, el policía, el maestro, el monje en proceso de santidad o en el que va por la vida actuando de comprensivo. Basta intuir el rayo de Zeus en el misterioso apéndice del sobrevalorado cuerpo masculino para que el portador aplaste, humille, margine, use y desgracie a la mujer. Hay atavíos, ardides y estilos de abusar, encumbrarse, menospreciar y hacerse servir a tiempo completo por quienes, en público y privado, se encuentran en desventaja. Y hay también una verdad, agregada e inocultable: nada desquicia tanto la vanidad masculina como el talento femenino. El ninguneo, la omisión deliberada, la maledicencia y la malhadada costumbre de degradar mediante burletas y alusiones sexuales son usos arraigados en el machismo de los instruidos que, además del daño a las afectadas, porque no se les reconoce mérito propio, enturbian los espacios estratégicos de la educación y la cultura.
El día a día de una agresividad inocultable arrastra la cultura que potencia lo peor de dos mundos: España y México. El machismo mestizo, desde esta perspectiva, no es desgracia menor. Tan enquistado está en el inconsciente colectivo que es indispensable un sostenido proceso civilizador para abatir esta lacra que nos exhibe como un país brutal, incapaz de justicia.
En México, ser mujer y no morir en el intento es una hazaña.
El más hipócrita asegura amar de manera incondicional a “ese género tan bello” en tanto y sus gestos, su vocabulario y su carácter son un compendio de autocomplascencia machista. He conocido perversos monstruosos que actúan de abuelos protectores, el santa claus dizque tutor de desvalidas, el acosador histriónico, el agresor enmascarado, el idiota que se cree Pigmalión, el rabo verde vitalicio y propenso al diminutivo, el decente enemigo de la educación sexual, el golpeador en la casa y encantador en la calle… En fin, que el muestrario es inmenso y no en detrimento solo de mujeres y niñas, sino de la sociedad y de las aspiraciones del Estado.
Hombres-hombres, lo que se dice hombres que lo son sin alardes ni imposturas ni necesidad de convencer a nadie, he conocido unos cuantos; son pocos, si, y como nosotras, ellos también, por ser distintos, batallan en este medio que al parecer aborrece la grandeza y la superación en pos del más alto sentido de humanidad. Todos los antifeministas son malos o peores; no existen los “más o menos”. El machismo no engendra especímenes buenos ni medianamente inofensivos. Su ruindad los ciega, potencia el tanatos o impulso de muerte en detrimento de su capacidad amatoria. Por eso el machismo no puede ser compasivo ni generoso ni creativo ni formativo. El macho posee, domina, sujeta, impone y frena, impide el crecimiento, no ama ni quiere a nadie, tampoco a sí mismo. Únicamente aprecia la fantasía de ser lo que no es, aunque pretenda serlo de forma caricaturesca. Es un máscara que sostiene un rostro hueco, el de una paupérrima identidad cuya ficción lo sostiene al igualarse a los de su condición. Sus relaciones son frágiles, fundadas en la indignidad esencial.
El machismo es impotencia, pobreza espiritual, inseguridad, miedo a lo distinto, horror a la verdad, maldad en estado puro, inmoralidad, neurosis, personalidad acomplejada. De suyo significa negación, impedimento para entender el más llano principio de equidad y, lo más grave: es violencia absoluta, agresión total. De ahí la dificultad de ser mujer aquí, donde los atavismos lo impiden, donde se roba, se envilece, se golpea, se humilla, se tortura y, en el peor de los casos, se mata con brutalidad a las niñas, a las jóvenes, a quienes se visten de este modo o del otro, a las que salen a trabajar o a divertirse, a las que simplemente están al alcance de un criminal que asesina porque sí, a las que miran de cierta manera, a las “que provocan” (¡válgame el cielo!), a las que, como sea, caen bajo el yugo o el arma que habrá de descuartizarlas.
Por despojarla del elemental derecho a vivir, el feminicidio es, por consiguiente, la más tremenda expresión de violencia que existe contra la mujer. La mano que mata concentra el odio feroz y universal a la vida. La debilidad del Estado en general y del gobierno en particular ante lo más cruel y terrible de lo real cotidiano es absolutamente intolerable. Son admirables las denuncias a cargo de agrupaciones civiles y activistas, pero insuficientes para concienciar a la sociedad y exigir medidas de prevención y sanciones pertinentes. Las voces que claman justicia desde hace décadas no han conseguido modificar el infernal panorama que nos exhibe como un país que privilegia a los criminales y hace como si nuestro territorio no estuviera ensangrentado. El estado de la educación pública y la cultura es paupérrimo, pero es peor el Poder Judicial: un muladar agravado por las complicidades y la ineptitud. En suma, impunidad y desestructuración social sitúan a las mujeres y a las niñas en el peor grado de vulnerabilidad entre la población total.
Según datos publicados por la prensa, solo en Tijuana han sido asesinadas 30 mujeres durante los dos primeros meses de 2019. El pasado 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, la ONU dio a conocer algo que debería quitarnos el sueño y despertar una justa, permanente y colectiva indignación: En México, cada día, nueve mujeres son asesinadas. ¿Cómo puede ser esto posible? ¿Cómo leer estas cifras y no sentir que nos hierve la sangre? Del Presidente para abajo alardean sus boberas con tamaña cara, como si merecieran algo, como si les debiéramos cualquier cosa. ¡Ya basta!
Más y más y más datos… Es el cuento de nunca acabar: seis de cada diez mexicanas han padecido cuando menos un acto de violencia, sin distingo de edad ni condición social. El 41.3% ha sido víctima de agresión sexual; es decir, violación, acoso activo o intento de. Esto significa que, cuando menos la mitad de la población femenina, hemos sido violadas y/o molestadas con presiones de por medio, a pesar de que la ofensa no se grite a los cuatro vientos: una realidad tan sombría que las propias víctimas sobrellevan, no sin consecuencias psicológicas, por pudor o temor, inseguridad, menorvalía y sensación de impotencia. Dígase lo que se diga, no hay autoridad, poder ni institución que garantice nuestros derechos ni nuestra seguridad en México a pesar de que, reiterado por la ONU, "La violencia contra las mujeres y las niñas es una de las violaciones de los derechos humanos más graves, extendidas, arraigadas y toleradas en el mundo".
Es tan cotidiana la noticia sobre crímenes desgarradores, secuestros, desapariciones, explotación sexual, engaños, abusos, insultos, maltratos, palizas y violaciones que por el solo hecho de ser mujeres estamos muy, pero muy alejadas del derecho elemental de vivir libres de pánico. Alguna debe haber sin haber sufrido experiencias tremendas; sin embargo, no conozco de cerca ni de lejos a una sola mexicana que no haya sido acosada de palabra u obra ni haya sentido hasta el hueso ese pánico específico y teñido de indignación, sólo experimentado a causa del machismo.
Por eso es más indignante la actitud desenfadada de AMLO y de su gabinete de paniaguados e incapaces. Hacerse los chistositos, decir imbecilidades peligrosas, bajar presupuestos, dañar organizaciones y centros de cuidado infantil y femenino y no priorizar el deber moral de mejorar la condición femenina es repugnante. Tanto, que si pudiera yo los echaría a todos por no ser dignos del puesto que ostentan. Hay que repetir, una y mil veces, lo que no me he cansado de repetir durante décadas: La mujer es el eje reproductor de la miseria. La mujer, también, es el eje reproductor de la ignorancia. La mujer es eje reproductor de la violencia que comienza en el vientre, sigue en la casa, se multiplica en la calle y revienta en la expansión de los crímenes.
El desarrollo con progreso, por tanto, solo y solo es posible si se modifica para bien la realidad femenina. No establecer prioridades presupuestales en cooperativas, organizaciones formativas y de trabajo, planes y proyectos de gobierno a favor de la mujer, especialmente si es madre y cabeza de su prole es, por consiguiente, una evidencia de la incapacidad de entender el mayor drama social de los mexicanos: el machismo.
Piensen en ello, por favor: al margen de alardes y demagogia, la única manera confiable de conocer la calidad de un país, un gobierno, una religión o sociedades concretas es la situación que guarda la mujer y los modos como se combate la inequidad: desde los roles que corresponden a su condición infantil y durante todas las etapas de su existencia hasta su proceso de desarrollo, el ejercicio de la maternidad y el cuidado que exige su envejecimiento, la enfermedad y una muerte digna. La mujer, entonces, es medida de la democracia o evidencia de la barbarie imperante.
En cualquier lugar y a cualquier hora nos acecha un agresor. La inseguridad es uno de los efectos del machismo enquistado en lo público y lo privado. No es un lamento feminista, es un clamor de justicia.
La verdad no acepta ideologías, adjetivos ni interpretaciones ociosas: donde se cuentan por miles los crímenes contra las mujeres significa que, durante años y aun décadas, el Estado que los ha tolerado es un fracaso absoluto.
¿Hasta cuándo? Hasta dónde?