Envejecer
Simone de Beauvoir vivía orgullosa de su figura. Hacia los cuarenta descubrió que los turbantes de seda redondeaban a la perfección la imagen de seductora y pensante que le gustó cultivar. A esa edad aprendió a cubrirse. Convirtió en estilo el disimulo: ser sin parecer. Hablaba a la velocidad del rayo. Atarantaba a quienes, atónitos, la escuchaban más con la ilusión de entenderla que con la capacidad de esquivar su artillería verbal. Imposible seguirle el ritmo. Cuando se refería a sus amantes, tenidos en paralelo a la relación abierta con Sartre (que practicaba lo propio), a mi pesar la imaginaba en control de coitos a tres velocidades. Con seguridad evitaba la tentación de la sensualidad y el erotismo: no fuera a ser que incurriera en obviedades burguesas.
Desde la popularidad adquirida por El segundo sexo, las feministas la elevaron a santa patrona de la causa. Fiel a mi autonomía, crecí a mi aire, sin contagiarme del fervor que la gente suele profesar por políticos o figuras públicas que más pronto que tarde muestran su verdadera naturaleza. Rescatarla en entrevistas accesibles en youtube me remonta a los años en que tenía que abrir ojos, oído y entendimiento para capturar sus palabras. Me aturrullaba. Llegué a apodarla “lengua de hacha”, hasta decidir que jamás volvería a atreverme con videos suyos. Leerla, en cambio, me permite hacer pausas para elegir párrafos y aciertos a discreción. Así La vejez: uno de sus mayores logros.
Como hiciera en 1949 respecto de las mujeres, en 1970, a sus 62 años de edad, reunió datos estadísticos, fisiológicos, sociales, económicos, históricos, anecdóticos, psicológicos y culturales en general para abundar en el fenómeno de la vejez. Lo consiguió con brillantez. Como observara respecto de la mujer, concluyó que la del viejo es también una condición impuesta por la sociedad a la que pertenece. Leído cuando yo florecía a la sombra de necios seniles que daban una guerra espantosa por su incapacidad para aceptar la realidad, la perspectiva del libro, entonces, era para mi la del Everest en las faldas nepalíes. Pese a la propia distancia existencial que confirmaba que siendo yo misma, a futuro la vejez “me convertiría en otra”, nada me impidió absorber el contenido de punta a punta.
Nunca lo releí, pero mantengo pasajes frescos en la memoria. Disfruté especialmente la profusión de ejemplos magníficos, referencias reales, literarias e históricas, así como anécdotas tan invaluables como la que, con todo detalle, cuenta el día en que caminaba por el barrio árabe a paso firme. Sentía los pasos de un hombre joven que la seguía. Ella fantaseaba que no sólo lo atraía sexualmente, sino que en cualquier momento la abordaría de manera directa. Sabía que su cuerpo era turgente y atractivo, que gustaba a hombres y mujeres. El joven avanza; se le adelanta, la rebasa y voltea a mirarla de frente… “¡Ah, es una vieja…!”, dice el marroquí desencantado al observar las arrugas en su rostro. Simone se queda pasmada. En ese momento, supo que su juventud era cosa del pasado. Este pasaje que buscaré en una próxima lectura, me permitió saber de manera temprana que la vejez aparece, en primerísimo término, en la mirada del otro.
Hoy descubro que, a sus cuarenta de edad, sufrió el primer golpe de espejo, el indicio en la arruga, en la decrepitud física por venir. Curiosa experiencia la suya porque los cuarenta, ayer como hoy, nada tienen de fecha de caducidad, pero su sensación confirmaba la premisa de cómo afecta el medio al asimilarte al modelo, al marginarte o encumbrarte, al desafiar la presión que se ejerce sobre los años vividos o inclusive al hacer caso omiso de los ejemplos de frustración y/o acabamiento que te empujan a creer y “aceptar” que has llegado al callejón de las cachetadas, donde al final del túnel te aguardan la enfermedad, el dolor y la muerte.
De pronto, de la noche a la mañana y aunque algo en ti te indique que la energía se te derrama por las orejas y te permite saltar de la cama al amanecer como si fueras a conquistar el mundo, sabes que “has llegado”, sí, al estado del que fue y ya no es “a los ojos de los demás”: sombra de una misma, referencia de un tiempo ajeno al de “los otros”; residente del “no lugar” en el que los privilegiados gozan de una inteligencia afilada como cuchillo, gracias a décadas de cultivar la razón; es el susurro íntimo y compartido de Chateaubriad quien, como se sabe, detestó abiertamente su edad desde los treinta. Chateaubriand, sí, el que aseguró que “la vejez es un naufragio”: Desgraciado de mí que no puedo envejecer y sigo envejeciendo. Y están los ejemplos de Gide, de Tolstoi, de Flaubert…
Unos con mayor conciencia de humanidad que otros, a los viejos aguarda el momento en que en las bodas y en las fiestas los sientan en la última mesa. aislado, es “el imprescindible”, un convidado (a) de piedra. Peor si mujer, con seguridad se va a tropezar y “alguien” le coge del brazo como si estuviera condenado a repetir y repetirse en la caída. Hora fatídica, la del viejo y no se diga la vieja de la casa, en que si habla u opina, los demás siguen hablando por encima, sin pausa, sin percatarse de que ese “alguien” ha adquirido el don de la invisibilidad y la insignificancia.
Mantenerse en la vida y no fuera de ella es de sabios. Estamos rodeados de ejemplos lamentables de quienes, perdidos para sí mismos, son una tortura para los demás: ahuizote detestable que para hacerse presente molesta e irrita sin piedad. Necio, exigente, irracional y majadero que insulta, maltrata, humilla, exige y se vuelve depredador. En ninguna literatura he encontrado a un personaje que acepte la vejez con complacencia. Coincido con Beauvoir en que la de Miguel Ángel, abrumado de dolor y preocupaciones, es una de las descripciones más crueles que hombre alguno haya hecho de sí mismo: Estoy roto, agotado, dislocado por mis largos trabajos, y la hostería a donde me encamino para vivir y comer en común es la muerte… En un saco de piel lleno de huesos y de nervios retengo una avispa que zumba y en un canal tengo tres piedras de pez. Mi cara parece un espantajo. Soy como esos trapos tendidos los días de sequía en los campos y que se bastan para espantar a los cuervos. En una de mis orejas corre una araña, en la otra un grillo canta toda la noche. Oprimido por el catarro, no puedo ni dormir ni roncar.
Autorretratos feroces como éste he leído algunos. Recuerdo el de las últimas páginas de Sandor Marai, antes de suicidarse al filo de los noventa de edad, viudo y ciego. No quiero ni pretendo compartir tal desencanto; me pica el deseo, en cambio, de escribir y buscar otra manera de aprender a envejecer. Si eso fuera posible.